Elías J. Palti, Una
arqueología de lo político. Regímenes de poder desde el siglo XVII. Buenos
Aires: Fondo de Cultura Económica, 2018, 368 pp.
Instituto de
Investigaciones Gino Germani/CONICET;
Universidad
Nacional Arturo Jauretche Universidad Nacional de Buenos Aires
Buenos Aires,
Argentina
ISSN 1853-7723
No resulta desmesurado considerar que Una arqueología de lo político constituye una prórroga aplazada de Las palabras y las cosas (1966). En
efecto, inicia explicitando –entre otras preocupaciones– la necesidad de
establecer las transformaciones políticas que subyacen los cambios epistémicos
bien comprendidos por Foucault en 1966. Con ese objetivo, Palti examina no solo
documentos estrictamente “políticos”, sino también archivos adyacentes, obras
literarias, de las artes plásticas, la teoría de la música y la historia de las
ciencias. Estos registros culturales le permiten “reconstruir aquellos procesos
históricos” que dan lugar a “la emergencia de constelaciones
político-conceptuales diversas” (p. 21). El autor sostiene que con la
innovación de Carl Schmitt, lo político
asumió una homogénea acepción como ámbito previo a la legalidad (la política)
que, al mismo tiempo, la funda. Autores como Giorgio Agamaben, Ernesto Laclau y
Slavok Žižek –entre muchos
otros– la han dado por buena. No obstante, lo
político tiene una historia: emerge de un tipo específico de “efecto de
trascendencia” exigido por los distintos régimenes de ejercicio del poder a
partir del siglo XVI (la denominada Schwellenzeit,
que se despliega entre 1550 y 1650) y alcanza su límite en la época
contemporánea. A diferencia de Koselleck, quien postuló que el período de la
honda mutación conceptual hacia lo político-moderno tuvo lugar entre 1750 y
1850 (Sattelzeit), Palti propone que
en la “Era de la Representación” (siglo XVI-XVII) se produjo la inflexión
político-conceptual que inauguró lo
político), luego rearticulado durante la “Era de la Historia” (siglo XIX) y
que encuentra su punto cúlmine en la “Era de las Formas” (siglo XX); etapa que
el autor agrega a la arqueología foucaulteana.
El capítulo primero aborda el nacimiento de lo político a fines del
siglo XVI. Con el declive de las escatologías, emerge una estructura cultural
determinada por las oposiciones entre lo externo y lo interno, lo superior y lo
inferior, la justicia y el derecho, así como por “la imposible comunicación
entre estos ámbitos” (p. 49). El Barroco invocó así la figura de un mediador
que devuelve unidad a un mundo escindido. Pero esta mediación es siempre
simbólica, se nos dice en el segundo capítulo, a saber, representativa,
ilusoria, consuetudinaria. El monarca es el mediador por antonomasia; su poder
político fluye inmaterialmente entre los cuerpos (corpus mysticum) y su cuerpo material es el símbolo de una fuerza
que está en otro lado (corpus verum).
Dos consecuencias se derivan de ello: de un lado, la sociedad excede la
representación política; del otro, aunque simbólico o ilusorio, el poder político
constituye un factor ineludible a la constitución de la comunidad. Este hecho
imprime un sentido
trágico al siglo XVII, como lo demuestran las obras literarias más
significativas del Barroco: al igual que el héroe trágico, el monarca media
entro dos vacíos, entre dos “nadas” (Hamlet).
Para conquistar un positivo “efecto de trascendencia”, el poder político
debe –de algún modo– divinizarse, retirarse de la escena política terrenal.
Durante los siglos XVIII y XIX (Era de la Historia), el monarca ya no es el
encargado de gobernar ni de administrar: la soberanía se separa del gobierno;
la justicia real se eleva, la oikonomía
queda en manos de los funcionarios (es el nacimiento de la teología política).
El tercer capítulo explica –con pericia irreprochable– el grito de
independencia de las colonias: “Viva el rey, muera el mal gobierno”. En su
sentido profundo, esa reclamación supone que la soberanía es aquello que hay
que defender y, el gobierno, aquello pasible de ser atacado. La nación, o incluso el pueblo,
obtienen un fondo de trascendencia y se convierten en potenciales depositarios
de la soberanía; el gobierno es pasible de ser modificado (el pacto social que
lo funda es también la opinión pública que lo mina). ¿Pero cómo es posible
conformar una nación plena? Esta se confía ahora a la Historia, a un proceso que ya no depende de los sujetos, más bien
opera a sus espaldas. El objetivo de la Historia
es lograr una identidad entre gobernante y gobernados, entre sociedad y
política.
Por último, lo político reaparece en la Era de las Formas (siglo XX),
cuando el mundo es pensado como encuadre estructural y admite un sujeto que, a
la vez, tiene capacidad de hendirlo (con destreza, Palti toma por caso el
dodecafonismo musical). Ahora bien, ya hacia mediados del siglo XX los debates
en torno al problema de la democracia y su fundición con el concepto de lo
político (en el debate Schmitt-Kelsen, también en las obras de Lefort o
Rancière) expresan una desubstancialización del sujeto (entendido como vago,
etéreo, incapaz) que, al mismo tiempo, vuelve problemático el propio concepto
de lo político. En adelante, se pone fin al dualismo de la trascendencia y la
inmanencia que definió el campo de los político desde fines del siglo XVI.
Queda así entreabierta la cuestión del Spielraum
contemporáneo.
En suma, Palti nos enseña que la cuestión metodológica es también un
problema político: que la tarea arqueológica se alcanza plenamente solo si
recubre la elocuencia de América Latina.