-Una apuesta por la historia política desde abajo: dialogo
con Peter Guardino sobre la marcha fúnebre. Historia de la guerra entre Estados
Unidos y México, por Nicolás Sillitti
-De civiles y
soldados. Comentario sobre the dead march. A history of the american-mexican
war, de Peter Guardino, y la nueva historia social de la política, por Laura
Cucchi y Juan Manuel Romero
UNA APUESTA POR LA
HISTORIA POLÍTICA DESDE ABAJO: DIÁLOGO CON PETER GUARDINO SOBRE LA MARCHA
FÚNEBRE. HISTORIA DE LA GUERRA ENTRE ESTADOS UNIDOS Y MÉXICO.
PolHis, Revista Bibliográfica Del
Programa Interuniversitario De Historia Política,
Año 13, N° 25, pp. 377-388
Enero- Junio de 2020
ISSN 1853-7723
El pasado mes de marzo conversé
con el Dr. Peter Guardino en su oficina del Departamento de Historia de la
Universidad de Indiana. Guardino, que obtuvo su doctorado por la Universidad de
Chicago, enseña en el campus de Bloomington hace ya más de veinte años. A lo
largo de ese período, desarrolló una prolífica actividad académica dedicada al
estudio de la historia latinoamericana. En la estela de los estudios
subalternos, corriente que cobró fuerza en los albores de los años noventa, los
primeros trabajos de Guardino hicieron foco en la participación política de
campesinos y sectores populares urbanos en México desde la época colonial a las
primeras décadas de la independencia. La excusa para esta entrevista fue la
reciente publicación de La Marcha
Fúnebre. Historia de la Guerra entre Estados Unidos y México, tercer
trabajo del autor luego de Campesinos y
Política en la formación del estado en México, 1800-1857 y El tiempo de la libertad. La cultura popular en Oaxaca, 1750-1850.
Esta nueva investigación, que combina enfoques sociales y políticos, recibió
numerosos premios desde su aparición. El Congreso de Estudios de América Latina
(Conference on Latin American Studies) la eligió mejor libro en inglés sobre
temas latinoamericanos y también obtuvo una distinción de la Sociedad de
Historia Militar. Una reseña publicada en la New York Review of Books destacó que La Marcha Fúnebre “es un una historia social y cultural de los
ejércitos mexicano y norteamericano, de las sociedades que los produjeron, y,
en particular, de sus ideas acerca de la raza, la masculinidad, y religión.”
Guardino aceptó gustoso la
conversación con PolHis y se explayó
durante algo más de una hora en un castellano impecable, cuya tonada brinda
testimonio de sus extensas estancias en Ciudad de México. Al momento de la
entrevista, se aprestaba para viajar a la Argentina por primera vez desde fines
de los años 80. Aunque la pandemia pospuso el viaje, Guardino no pierde aún la
esperanza de visitar pronto las universidades de nuestro país. Durante la
charla recorrimos diversos temas referidos al uso de las fuentes y el oficio de
historiador, la vigencia de la “historia desde abajo” y la pertinencia de las
comparaciones entre Estados Unidos y América Latina.
Nicolas
Sillitti: Peter, ¿Cómo llegaste al tema y a la
escritura de La Marcha Fúnebre?
Peter
Guardino: Llegué por varios senderos. No fue un
proceso muy directo. Por un lado, siempre tuve una curiosidad muy fuerte sobre
el siglo XIX en general y en particular sobre el siglo XIX en México. Tenía
también una curiosidad sobre las relaciones entre historia social e historia
política. Cuando yo era estudiante, la historiografía existente trataba a la
política como asunto de los ricos y asumía que era algo que a los pobres no les
importaba. En la elección del tema entonces tuvo que ver mi educación de
posgrado. Durante mis exámenes, el profesor John Coastworth, me hizo una serie
de preguntas desarrollando la idea de que muchos rasgos de la sociedad
norteamericana, como la tolerancia de culto, la democracia, la república, y las
elecciones, no eran rasgos surgidos de un plan sino características casuales
producto de las luchas entre varios intereses. Mucho menos tenían que ver estos
rasgos con la supuesta cultura política británica. Cuando terminamos con esa
parte del examen, el profesor me preguntó por qué no existían esos rasgos en
América Latina del siglo XIX, por qué había allí inestabilidad política,
subdesarrollo económico en la región y subdesarrollo del estado. La verdad es
que yo no tenía respuesta porque no nos habían enseñado demasiado sobre esos
temas. Ahora sé que en ese entonces había varias personas estudiando estas
cosas, pero en aquel momento no lo sabía. Así me surgió la idea de hacer una
comparación entre México y Estados Unidos. Me resultaba obvio que uno de los
momentos para esa comparación tenía que ver con la guerra entre estos dos
países de mediados del siglo XIX. Yo siempre tuve un fuerte compromiso con la
historia desde abajo, pero también con la historia política, y ese me parecía
un evento que permitía unir las dos cosas. Por último, hubo también algunos
impulsos menos racionales en la elección del tema. En 2003 mi país invadió Iraq
y ahí decidí finalmente hacer un libro sobre la guerra.
NS:
Existen diversos cuestionamientos, en su mayoría provenientes de la historia
política, acerca de la utilidad analítica de categorías como “los de arriba” y
“los de abajo” a la hora de construir actores históricos. Sin embargo, vos
insistís en la pertinencia de esa visión y abogás por combinarla con la
historia política. ¿Te parece un objetivo posible? ¿Cómo impacta esa pretensión
en tu modo de leer las fuentes?
PG:
Definitivamente creo que es posible. Al menos lo sigo intentando. Me parece que
lo más importante para lograrlo es que hay que tratar a los de abajo con el
mismo cuidado y el mismo respeto que tratas a figuras como Domingo Sarmiento o
Felipe Guerrero. Tienes que meterte mucho en entender lo que puedes entender de
su cultura, de su vida, de las cosas que consideran importantes. A partir de
allí, leer las fuentes tradicionales de la historia política. Discursos
patrióticos, debates patrióticos, las declaraciones de los militares durante
los golpes de estado. Si lees esos documentos políticos de una manera aislada
del resto, la sociedad parece un teatro.
Un poco como si hubiese unos actores en escena y el resto haciendo de
espectadores. Pero si lees esos discursos políticos y sabes algo de las
preocupaciones de otros grupos como campesinos indígenas o trabajadores
urbanos, puedes ver otras cosas. Puedes encontrar conexiones. Las fuentes de
historia política tradicionales son un tipo de fuente muy accesible. Pero las
fuentes de historia social son menos accesibles y ahí está la dificultad. Si tú
quieres saber, por ejemplo, que pensaba la sobre los deberes y las actitudes de
un hombre y una mujer en una relación, no vas a un periódico. Tienes que ir a
un archivo judicial del nivel más bajo que puedas y leer un sinnúmero de
expedientes en los que puedes encontrar documentos sobre la violencia en el
hogar y ver qué se está gritando esa gente. Tienes que ver qué dicen cuándo van
a ver al juez. Además, muchas veces ese juez es un anciano del pueblo. Ahí
puedes entender una idea sobre el género en la sociedad y puedes encontrar las
referencias políticas que tocan al género, que son muchas. Por ejemplo, las nociones
acerca de qué significa ser un “buen patriarca”. Pero es muy difícil, porque
antes tienes que saber de historia cultural, y después leer los documentos
políticos. Es mucho trabajo, pero es posible.
NS:
Siguiendo en esa línea ¿Considerás que hay continuidades entre la historia
social y la historia política?
PG:
Sí, hay continuidades. No son dos empresas distintas. La política crea en
muchos sentidos el marco en el cual la gente vive sus vidas. Lo va armando y lo
va modificando. Un ejemplo del siglo XIX es la idea de que el estado tiene el
importante deber de proteger el culto católico. Eso está relacionado con la
idea de que el catolicismo es el único modo el que la gente puede tener acceso
a la vida interna. En las sociedades de la época había una gran mortalidad
infantil y mucha gente presenciaba la muerte de sus hijos. Si tienes esperanza
de que todos se van a volver a unir en otro mundo después, y crees que la única
forma de lograr esa reunión es la salvación católica, te importa mucho que el
estado se ocupe del culto. No es algo menor.
NS:
En tus respuestas hiciste numerosas referencias a la política, el género, la
nacionalidad y la religión. Todos estos temas aparecen en La Marcha Fúnebre ¿Cómo encaraste el estudio particular de una
guerra y cómo consideras que la guerra, en tanto acontecimiento histórico,
articula el análisis de todos esos niveles?
PG:
Lo primero es que la guerra significa una amenaza a la existencia del estado.
El estado, por lo tanto, hace muchos esfuerzos para ganar esa guerra. Genera
propaganda y un esfuerzo organizativo enorme. Intenta movilizar recursos
humanos y de todo tipo: voluntarios, donativos, leva. Por lo tanto, ese estado
se va metiendo mucho en la vida de la gente. Y esa gente ve esto como algo que
les toca muy fuerte. Si eres un pobre padre campesino y ves que llevan a tu
hijo de 20 años, que en la economía campesina es la persona que va a continuar
tu trabajo, es algo muy importante. Si eres una mujer campesina también te
impacta. Para la campesina, afrontar la economía sin pareja es como correr con
un solo pie, es muy difícil la subsistencia sin una pareja. Entonces cuando se
llevan a Juan o Nico vas a hacer todos los esfuerzos para recuperarlos. Existen
documentos que sirven para ver cómo actúa el pueblo cuando llevan a la gente a
la guerra. Observas que hay comités a nivel del pueblo. Esas mujeres y esos
ancianos recurren a “tinterillos”, personas que se dedicaban a escribir
peticiones en nombre de quienes no sabían leer y escribir. Las peticiones son
muy emocionales. Explican la necesidad de que Nico se quede en el pueblo. El
estado había enseñado a la cultura campesina que te podían mandar al ejército
si no cumplías con tus obligaciones; si eras “vago” o golpeabas a las mujeres.
Ahora la necesidad se había vuelto tan fuerte que también se llevaban a muchos
de quienes si cumplían con las normas. Esas peticiones entonces son una ventana
fenomenal a la historia social. En ocasiones las personas tenían que caminar
hasta cinco días para presentar un recurso en las capitales de provincia. En el
libro utilizo el ejemplo de una mujer tuvo que dejar a sus criaturas, sin
siquiera saber si estaban bien. Tal vez los dejó pasando hambre, quién sabe. La
guerra genera muchos documentos que llegan a un nivel de profundidad mayor de
lo que muchas veces encontramos en documentos producidos de tiempos de paz.
Durante la guerra de 1846-48 esto ocurre tanto en México como en Estados
Unidos. En esos documentos que genera la guerra puedes ver que la gente habla
de sus vidas de una manera que no lo hace en otros momentos. Volvamos, por
caso, al tema del reclutamiento. Los militares necesitan su carne de cañón,
pero la gente del pueblo tiene sus propios intereses. Esos ancianos quieren que
el pueblo esté tranquilo. Para ellos es importante tener la posibilidad de
mandar al ejército a Nico porque no se porta bien, permite mantener un control
social. Ese control no es solamente un control desde arriba. Todos tienen sus
intereses. No es que los ancianos del pueblo son únicamente instrumentos de la
elite. Las elites también les sirven a ellos como instrumento para mantener
tranquilo al pueblo.
NS:
Tu libro enfatiza muchas semejanzas entre las sociedades de México y la de
Estados Unidos de aquel entonces. En algún sentido eso remite a la pregunta que
te hiciera John Coastworth y, en términos generales, alude a las comparaciones
entre Estados Unidos y América Latina.
PG:
América Latina tiene en Estados Unidos y Europa una reputación de inestabilidad
y violencia política. Pero si te metes a leer la historia de Estados Unidos y
de Europa también puedes encontrar mucha violencia política. En Francia, en
España, en Italia, también Estados Unidos. Es cierto que aquí hay continuidad
institucional hasta la guerra de 1861 pero, aún a pesar de eso, hay mucha violencia
política. Hay riñas en el congreso, tumultos urbanos por todos lados y
linchamientos en el norte y el sur del país. Creo que es necesario cuestionar
la óptica de estabilidad que muchas veces heredamos de otros historiadores. La
guerra abre una posibilidad para hacer precisamente eso. Por ejemplo, había un
trato terrible contra los mexicanos por parte de las tropas de Estados Unidos.
Y los peores casos no los cometían los soldados regulares sino los voluntarios.
Había dos tipos de soldados. Por un lado, el ejército regular, compuesto en
gran medida por sectores populares urbanos e inmigrantes que se unían para
ganarse la vida. Y, por el otro, también había voluntarios, que eran jóvenes de
familias relativamente acomodadas. Estos voluntarios fueron los que peor se
portaron. Eran herederos de una cultura racista de luchas contra los indígenas.
Ese racismo es sin dudas el rasgo más importante de la cultura norteamericana
del siglo XIX. Los soldados iban con prejuicios contra los mexicanos y no
respetaban ninguna de las limitaciones de la sociedad en la que habían sido
educados. Eran horribles. Hacían cosas muy espantosas, que no se veían por
parte de las tropas regulares. Viendo esas atrocidades puedes entender como
cierta cultura de violencia y racismo tiene sus raíces en los pueblos del sur y
el Midwest. Lugares como Missouri, Indiana, Kentucky.
NS:
La Marcha Fúnebre pone en tela de
juicio muchas ideas sobre Estados Unidos del siglo XIX, pero también revisa
interpretaciones muy establecidas sobre la sociedad la política mexicana de
aquel entonces. Una de las perspectivas que más criticás es la tesis del
“nacionalismo incompleto”.
PG:
Al hablar de América Latina existe siempre una comparación implícita. ¿En
relación con qué? ¿Con una Alemania que aún no existe, con una Italia que aún
no existe? ¿Con Estados Unidos que va a estallar en 1861 en una lucha mucho más
sanguinaria que cualquier guerra en América Latina? Creo que la principal
diferencia entre Estados Unidos y México tenía mucho más que ver con la
diferencia entre sus economías que con las diferencias entre sus instituciones.
Las elites de ambos países estaban en plena construcción de la nación: creaban
festividades cívicas, libros de texto, las escuelas, canciones y otras formas
cotidianas de invención de identidad. Había mucho trabajo puesto en hacerle
sentir a la población que eran norteamericanos o mexicanos. Eso nos muestra que
no era una cosa natural o algo que existiese. Ese “nacionalismo incompleto” es
un mito. Es un mito básicamente construido por dos grupos sociales. Por un
lado, los extranjeros que visitaban América Latina y que luego escribían sobre
esos viajes. Por el otro lado, ciertos sectores de las elites norteamericanas
que también querían construir un estado fuerte y más autoritario en sus países.
Para estos sectores, cualquier intento de construir una república
representativa sería un fracaso ya que esa gente no sabía que eran argentinos,
colombianos o mexicanos. La gente de las elites sabía escribir, tenía acceso a
imprenta y podían armar un discurso hegemónico acerca de que esa nación estaba
incompleta y que era necesario completarla.
NS:
Esa idea de la nación incompleta parece haber sido muy efectiva en términos
políticos, ya que luego pasa por distintitas vías al “nacionalismo popular”.
PG:
Es así. Los regímenes populistas del siglo XX se esforzaron mucho en promover
la historia del siglo XIX. Siempre es un cierto tipo de historia en la que el
pueblo ya es el pueblo y hay una elite que no le permite ser lo que pueden ser.
Por ejemplo, si ves los años 70 en Perú, el régimen militar de Velazco hace un
esfuerzo increíble para recuperar documentos de la independencia. Se crean
cerca de veinte volúmenes de materiales sobre aquella época. Pasa algo similar
en muchos otros lugares. En ese sentido, se me ocurre que sería muy interesante
ver cómo las elites Estados Unidos veían las revoluciones europeas de 1848.
Habría que analizar si aquellas revoluciones como muestra de inestabilidad de
las monarquías y como prueba de superioridad de las instituciones
norteamericanas. A la vez, habría que preguntarse si utilizaban el mismo
vocabulario para describir aquellas revoluciones y para referirse la
inestabilidad política en América Latina.
NS:
En las universidades norteamericanas existen disciplinas como “Historia de
América latina” o “Estudios Latinoamericanos” que analizan a los países de la
región en conjunto y destacan una hipotética serie de conexiones sociales,
económicas, políticas y culturales. En los países latinoamericanos ese enfoque es
menos habitual y su contenido algo más difuso ¿A qué crées que se debe esto?
PG:
Hay agendas diferentes. En México, por ejemplo, se estudia poco del resto de
América Latina. No es algo que se estudie demasiado al nivel de primaria,
secundaria, de preparatoria, ni siquiera en la universidad. Hay algunas
instituciones, como el Colegio de Historia de México, donde si hay clases de
América Latina. Pero estas clases son para gente que está sacando su
licenciatura en Historia. Creo que esa existencia de la historia de América
Latina era un artefacto vinculado a la situación de los años setenta. En esa
época, había en México muchos exiliados de otros países de la región. Muchos de
Argentina, de Uruguay, y de Chile. Cuando yo era joven, en la UNAM, hablo de
mediados de los años ochenta, esas clases de historia de América Latina
generalmente estaban a cargo de estos exiliados, no de profesores mexicanos que
más bien enseñaban historia de México. Curiosamente, hasta cierto punto,
debemos a los regímenes militares esa idea de que había una historia de América
Latina.
NS:
¿Dirías, por tanto, que en los países latinoamericanos hay agendas
historiográficas más marcada por preocupaciones “nacionales”?
PG:
Por lo general sí. Aunque hubo algunos momentos en los que se hicieron muchos
esfuerzos para romper eso. En mi vida como historiador hubo particularmente dos
momentos importantes en este sentido. El primero fue a principios de los años
noventa, en ocasión del aniversario de la conquista de América. Ese
acontecimiento nutrió mucho la conversación entre varios historiadores de
diferentes países. Se organizaron congresos y se publicaron diferentes libros
surgidos de la colaboración entre académicos de distintas nacionalidades.
Irónicamente, varias de esas iniciativas estaban apoyadas por el gobierno de
España. El segundo momento ocurrió una década después, a propósito de la
discusión sobre las independencias. Allí también surgió mucha conversación en
diversos lados. De hecho, esa conversación aún hoy continúa. No estoy muy metido
en esa cuestión actualmente, pero sé que hay mucho contacto cultural entre
historiadores de distintos países que se conocieron en ese entonces. Fuera de
esos dos núcleos de temas no hay tanto contacto.
NS:
Ya que hablamos sobre historiografía ¿Cuáles serían buenas lecturas para
acompañar tu libro? ¿Con qué universos bibliográficos te gustaría que dialogue La Marcha Fúnebre?
PG:
Hay distintos universos. Uno sería esa claramente la “nueva historia militar.”
Aunque debo admitir que ese rótulo de “nueva” no me gusta mucho. Siempre ponen
esos nombres y luego pasan cuarenta y cinco años y le siguen llamando “nueva”,
cuando ya no lo es. Creo que es más importante describir lo que una
historiografía hace más que ponerle una etiqueta. Por otra parte, hay en estos
momentos trabajos muy interesantes sobre el surgimiento del estado en América
Latina durante el siglo xix. También se podría vincular al libro con esos
trabajos. Finalmente, creo que valdría la pena leer un poco más de Estados
Unidos. Muchas veces hay en América Latina una imagen esquemática de la
historia de Estados Unidos. Leer un poco más ayudaría a discutir esa idea de
que Estados Unidos nació “sin pecado,” de repente, y como una república abierta
con elecciones. Me parece que esos son los universos fundamentales con los que
dialoga La Marcha Fúnebre.
NS:
Por último, ¿qué temas imaginás que merecen ser revisitados a la luz del
intento de conjugar historia social e historia política?
PG:
La verdad que existen muchas cuestiones interesantes para investigar con mayor
profundidad. Depende un poco de los lugares y los períodos. Hablando de
Argentina, por ejemplo, un tema apropiado sería la Guerra del Triple Alianza.
Hay cosas muy buenas escritas respecto de la historia social de esa guerra en
relación a Brasil, pero aún hay más por saber sobre Argentina. Algo parecido
podría decirse de la “conquista del desierto.” Tenemos bibliografía que nos
cuenta muy bien qué pasó después de 1880, pero todavía no sabemos demasiado
acerca de la decisión de lanzar esa campaña, no hay tanto tampoco acerca los
soldados que participaron en ese emprendimiento.
NS:
Muchas gracias por este rato, Peter. Te esperamos en Argentina para continuar
con la discusión.
Algunas
lecturas que surgieron durante la conversación:
Greenberg,
Amy. Manifest Manhood and the Antebellum
American Empire, Cambridge: Cambridge University Press, 2005.
Howe,
Daniel Walker. What Hath God
Wrought: The Transformation of America, 1815-1848. NY: Oxford University Press, 2007.
Keegan, John. El rostro de la batalla. Madrid: Turner Publicaciones, 2013.
Kraay,
Hendrik. Bahia’s Independence: Popular
Politics and Patriotic Festival in Salvador, Brazil, 1824-1900. Montreal & Kingston: McGill Queen’s
University Press, 2019.
Mallon, Florencia. Campesino y Nación. La construcción de México y Perú poscoloniales. México: Ciesas,
2003.
Watson, Harry. Liberty and Power: The Politics of
Jacksonian America. Updated Edition, NY: Hill and Wang, 2006.
De Civiles y Soldados. Comentario sobre The Dead March. A History of the
American-Mexican War, de Peter Guardino, y la nueva historia social de la política.
PolHis, Revista Bibliográfica Del
Programa Interuniversitario De Historia Política,
Año 13, N° 25, pp. 389-409
Enero- Junio de 2020
ISSN 1853-7723
Fecha de
recepción: 03/7/2020 - Fecha de aceptación: 14/08/2020
De Civiles y
Soldados. Comentario
sobre The Dead March. A History of the American-Mexican War, de Peter
Guardino, y la nueva historia social de la política.
Resumen
El presente artículo es un ensayo
crítico sobre el libro The Dead March…
de Peter Guardino. Se comentan sus argumentos centrales y se busca su puesta en
relación con las principales agendas historiográficas de los estudios
latinoamericanos. Se argumenta aquí que la investigación articula
fundamentalmente tres enfoques: el de la nueva historia social y cultural de la
guerra, en primer lugar; el de la historia social “desde abajo” o estudios
subalternos; y finalmente, el enfoque de la historia comparada. La combinación
de esas propuestas ofrece un atractivo acercamiento para una historia social de
la política.
Palabras Clave
Historia
social y cultural de la guerra – guerra mexicano-estadounidense – estudios
subalternos – historia comparada – historiografía latinoamericana.
Of Civilians and Soldiers. Review of “The
Dead March. A History of the American-Mexican War”, by Peter Guardino, and the
new social history of politics.
Abstract
This article is
a critical essay on The Dead March… by Peter Guardino. It discusses the
main arguments of the book and its connections to the historiographic agenda of
Latin American studies. It argues that the book mainly articulates three
approaches: first, the new social and cultural history of war; secondly, the
social history “from below” or Subaltern Studies; and, finally, the approach of
comparative history. Such combination of perspectives provides an attractive
example of a social history of politics.
Keywords
Social and
cultural history of war – American- Mexican war – comparative history – Latin
American historiography
De Civiles y Soldados. Comentario sobre The Dead March. A History of the
American-Mexican War, de Peter Guardino, y la nueva historia social de la
política.
Presentación
The Dead March, o La marcha
fúnebre, como se tituló la reciente traducción al castellano del libro de
Peter Guardino, es una historia de la guerra entre México y los Estados Unidos
(1846 - 1848), concentrada en la experiencia de los civiles y los soldados de ambos
países.[1] Se trata de un tema que había sido relativamente
descuidado por la historiografía, pero sobre el que existía sin embargo un
cierto consenso. En sus líneas directrices, había sido interpretado como un
producto del expansionismo norteamericano, de cuyos efectos no había podido
sustraerse un México políticamente inestable y todavía poco consolidado como
nación. El investigador de la Indiana University emprende en esta obra una
tarea de revisión de ese consenso,
ofreciendo una mirada detenida sobre el conflicto que se nutre de los avances
de diferentes campos historiográficos a los que a la vez realiza su aporte.
En primer lugar, Guardino
utiliza los recursos de la llamada nueva historia de la guerra y aborda el
conflicto desde una perspectiva sensible a sus dimensiones sociales, políticas
y culturales. A la vez, al poner el foco en la experiencia de la “gente común”,
ya sean estos civiles o soldados, mexicanos o norteamericanos, se inscribe
además en las corrientes de la historia de las clases subalternas, o historia
“desde abajo”, cuyo desarrollo ha servido como canal articulador entre las
agendas de la historiografía surgida del medio académico norteamericano y la
latinoamericana. Por último, apela a
una mirada comparada que le permite ir desarmando algunas representaciones muy
extendidas sobre la situación de las dos naciones hacia mediados del siglo XIX
y, con ello, erosionar las bases de las principales explicaciones que se han
dado de la guerra.
A continuación, hacemos una presentación general
de la estructura y los argumentos de la obra, en una primera sección, y luego
abordamos en las tres sucesivas las diferentes perspectivas sobre las que se
organiza. Por último, ensayamos algunos balances sobre su aporte a cada campo,
pero también sobre el impacto que puede tener ese cruce de enfoques e
historiografías en los estudios actuales sobre la era de la construcción
nacional en Hispanoamérica.
Otra historia de la
guerra
Los capítulos de The
Dead March están estructurados cronológicamente, pero Guardino combina con
elegancia el registro analítico de la investigación con la narración de los
principales acontecimientos políticos y militares. En el primer capítulo
aparecen presentadas ya varias de las claves que se despliegan luego en el
desarrollo del libro. Comienza así con las tropas norteamericanas apostadas en
Corpus Christi, en la frontera mexicana, y desarrolla los conflictos en torno a
la situación de Texas que fueron el antecedente fundamental para la guerra; en
1835 la provincia se había rebelado ante una constitución centralista
promulgada por el gobierno de Antonio López de Santa Anna y mantenido su
independencia por una década, hasta que el presidente James Polk asumió la
iniciativa de la anexión. El capítulo ofrece un panorama general y comparativo
de los ejércitos enfrentados, de sus perfiles sociales y de las tramas
políticas en las que se insertaban. En esta etapa del conflicto, se trataba en
un sentido general de poblaciones similares, civiles pobres movilizados por la
necesidad y la urgencia económica más que por el patriotismo.
El segundo capítulo avanza
sobre las primeras escaramuzas del conflicto y sobre el contexto de agitación
política en México que permitió el retorno al poder de Santa Anna. Según
argumenta Guardino, el giro al federalismo de la política mexicana tuvo un
efecto ambiguo. Por una parte, debilitó la capacidad del gobierno central para
concentrar recursos. Pero, a la vez, potenció su capacidad de movilización
popular y el compromiso con la guerra
de amplios sectores que identificaban al federalismo con la descentralización y
con la extensión material de la igualdad política y jurídica a los sectores más
pobres, encarnándola en la figura de ciudadano-soldado. Del otro lado de
la contienda, Polk consiguió, comenzada la guerra, que el congreso aprobara una
ley que le permitía reunir un ejército de 50 mil hombres, el más numeroso desde
la guerra anglo-estadounidense de 1812, y las tropas estuvieron finalmente
conformadas por casi 60 mil voluntarios y
alrededor de 31 mil soldados regulares. Esas similitudes y diferencias de los
ejércitos en lucha sirven a Guardino para avanzar en la exploración de las
características de la vida de civiles y soldados durante el conflicto,
utilizando como claves de análisis transversales el género, la raza, y la
religión, como abordaremos más adelante.
En el tercer capítulo
Guardino analiza la aparición de una cruenta guerra de guerrillas, que no
resultaba excepcional en el marco de tradiciones y prácticas previas de la
región. En la relativamente despoblada Texas, el historial de conflictos con
los comanches había dejado como legado formas de organización militar de civiles y la utilización de formas
extremas de violencia que la población mexicana utilizó contra el ejército
norteamericano. En respuesta, los voluntarios del ejército de Taylor
desplegaron sus represalias sobre la población civil. A continuación, el cuarto
capítulo examina el desempeño de ambos ejércitos en el marco de un conflicto
que avanzaba sobre la zona central de
México, y las enormes dificultades logísticas y fiscales del bando
mexicano para sostener la defensa. Allí
Guardino explora el modo en que lo que llama la “euforia federalista” y la
defensa del catolicismo sirvieron al mismo tiempo como vectores que
contribuyeron a aumentar el apoyo popular a la guerra. Para ello revisa una
confrontación que ocupa un importante lugar en las narrativas de la historia
mexicana de la postindependencia, como lo es la Rebelión de los Polkos. Ese
enfrentamiento entre unidades de la guardia nacional que apoyaban a distintos
sectores políticos fue habitualmente interpretado en los relatos tradicionales
como dos tendencias opuestas respecto del apoyo material que los distintos
sectores sociales y la Iglesia debían hacer a la guerra. Guardino arriesga una
lectura revisionista del conflicto expandiendo su mirada hacia otras
dimensiones de la actuación de clérigos que contribuyeron a la defensa de
diferentes formas, y lo hace con la premisa de que la Iglesia estaba lejos de
ser un actor homogéneo. Esta alternativa le permite indagar, con una nueva
lente, el rol que tuvo la religión para la “gente común”, como incentivo a la
movilización frente al enemigo.
En
el quinto capítulo, Guardino continúa el análisis de la campaña del general
norteamericano Winfield Scott frente a la resistencia de las guerrillas
mexicanas. Esta etapa, en que intervino una segunda camada de voluntarios de
los Estados Unidos que el libro presenta como menos movidos por el patriotismo que
por los beneficios materiales que buscaban obtener, sirve de entrada a Guardino
para explorar la extensión de los procesos de nacionalización de los dos
países. Principalmente, para poner en entredicho el “patriotismo” de los
norteamericanos e interrogarse por el rol que la prensa, los discursos públicos
y los sermones católicos tuvieron en México a la hora asociar la lucha con
preocupaciones e intereses concretos de la población. Entre ellos, la soberanía
lograda en la Independencia y las consecuentes libertades y derechos
jurídico-políticos, la defensa de la religión frente al “invasor protestante” e
incluso la protección de las mujeres y niños ante las violencias del ejército
invasor. Esa revisión del impacto de la guerra en la visión mexicana sobre los
Estados Unidos y sobre las configuraciones identitarias del patriotismo en
México se presenta en el capítulo junto con las discusiones suscitadas en los
Estados Unidos por la guerra. Especialmente, con la emergencia de una corriente
de oposición que sirvió para limitar los apetitos originales del plan del
presidente Polk.
En
el sexto capítulo aborda la aceleración de los tiempos de la conflagración
hasta la captura de la ciudad de México. En ese marco, examina las motivaciones
económicas, políticas y sociales que llevaban a los hombres a sumarse a los
cuerpos militares, pero también a desertar, y piensa desde allí las
características de los ejércitos de la época en el mundo occidental y la
asociación del servicio de armas con la ciudadanía o con un empleo. Allí coloca
su lente particularmente en dos objetos. Por una parte, en los milicianos de
Guerrero que participaron en la defensa de la ciudad bajo el comando de
Álvarez, que le permite indagar las formas en que esos hombres imaginaban el
México independiente y las razones por las cuales lo defendían. Por otra, en el
Batallón de San Patricio, formado por desertores de las fuerzas
norteamericanas, especialmente inmigrantes católicos que se pasaron al bando
enemigo. En los dos casos, su preocupación pasa por recuperar las
experiencias de los hombres pobres que formaban ambos cuerpos. Pero, a su vez,
esos dos casos contribuyen desde ópticas distintas a revelar algunas
representaciones en circulación sobre los contornos que estaba adquiriendo la
república mexicana. Así, Guardino abre el interrogante sobre el peso que puede
haber tenido en la decisión de los desertores el que creyeran que en México
llegarían a ser considerados ciudadanos de primera, a diferencia de lo que
sucedía en el país del norte dominado por el nativismo y las miradas negativas
sobre los inmigrantes católicos.
En
el séptimo capítulo, las batallas de Molino del Rey y más decididamente
Chapultepec ofrecen una vía de entrada para analizar las razones que llevaron a
la población civil a resistir la ocupación. El autor señala que los hombres y
mujeres “comunes” no solo se sentían mexicanos, sino que fueron artífices de lo
que denomina un nacionalismo popular virulento, en el marco de lo que entendían
que era una conflagración entre naciones y razas diferentes. Esas
representaciones se conjugaron con un escenario de incertidumbre, ansiedad y
miedo, y contribuyeron a la escalada de la violencia contra los ocupantes, así
como a una exacerbación de las tensiones sociales y la consecuente presión de las
autoridades por marginalizar a los rebeldes.
Con
esos episodios se cierra el crescendo del libro. El capítulo ocho aborda, por
una parte, las recriminaciones que recibieron los oficiales de los dos países
en la prensa y en los juicios que siguieron a la contienda, en los cuales
aparecen las miradas de las elites sobre la cuestión del honor masculino en
cada escenario. Por otra parte, se enfoca en el inicio de las negociaciones
sobre las disputas territoriales que México encaró no sólo con la certidumbre
de no tener más recursos para continuar la guerra, sino también con la
seguridad de que California y Nuevo México eran territorios que estaban de
cualquier modo perdidos en la práctica. Finalmente, el noveno capítulo gira en
torno de la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo, nombrado por la localidad en
que se firmó y que evoca a la virgen patrona de México y al autor del Grito
de Dolores. Ese acuerdo consagró al Río Bravo como frontera entre ambos
países y la entrega de los territorios de Texas y parte de otros estados
actuales de los Estados Unidos. Pero incluyó también una serie de garantías
para la población mexicana. La ratificación del acuerdo entre las dos naciones,
junto con el destino de los voluntarios norteamericanos que regresaron a
Estados Unidos y los juicios en la corte marcial de México, resultan el último
mirador que toma el autor para examinar las representaciones raciales que cada
contendiente tuvo sobre el otro, así como los primeros balances y explicaciones
que los contemporáneos brindaron del conflicto.
Una nueva historia
militar: la vida y la muerte en campaña
En las poco más de 500
páginas del libro, Guardino se abstiene de entablar discusiones
historiográficas directas tanto como de explicitar argumentos teórico-
metodológicos, dejando que sea la investigación la que sostiene sus posiciones.
Puede afirmarse, sin embargo, que The Dead March se inscribe en la nueva
historia militar que renovó ese campo de estudio sirviéndose de las agendas de
la más reciente historia social y cultural (Kühne y Ziemann, 2007).[2] Se emparenta de
esa forma con otros esfuerzos recientes de la historiografía sobre las “fuerzas
de guerra” en Latinoamérica en el siglo XIX, que abordan con nuevas preguntas
los viejos temas de la más tradicional historia militar (Garavaglia, Pro y
Zimmermann, 2012). Como Germán Soprano señaló en 2018 en las páginas de esta revista, en su recensión crítica de un
destacado producto de esta corriente -Anatomía del pánico. La batalla
de Huaqui, o la derrota de la revolución (1811) de Alejandro Rabinovich-,
una parte de esas investigaciones utiliza la guerra como un prisma desde el que
se examinan las sociedades que en ella participan, siendo este su interés más
que las batallas y las lógicas propiamente militares. Este es el caso de la obra de Guardino que, aunque se muestra
sensible a las formas de entrenamiento y movilización de las tropas, centra sus preocupaciones
fundamentales en el análisis de
las características de las dos sociedades en conflicto a través de las formas de organización de sus sistemas militares.
Como veremos, además, la mirada de las sociedades está anclada en la
experiencia de “los de abajo”, retomando la feliz fórmula de Azuela consagrada
también para la historiografía.
Hacia 1845, señala Guardino, ninguno de los
contendientes tenía un ejército nacional. Por ello, su formación recibe un constante
seguimiento, observándose de manera espejada a lo largo de toda la obra, aunque
con más profundidad en el primer capítulo. Por una parte, compara el ejército
regular de Estados Unidos y su contraparte de México y, por otra, los
regimientos de ciudadanos-soldados, fueran voluntarios o de cuota estadual. El
autor muestra que en los dos casos el universo del ejército regular era muy
heterogéneo. En los cuerpos estadounidenses había enormes diferencias sociales
entre oficiales y tropa: los primeros provenían de sectores medios y altos y
muchos de ellos eran soldados profesionales egresados de West Point, al tiempo
que los segundos eran reclutados en las capas más pobres de la sociedad. Gran
parte de ellos eran inmigrantes católicos recientes que habían llegado de
países como Irlanda, Alemania y Gran Bretaña, y su acercamiento al mundo de las
armas resultaba un modo de hacerse de un ingreso modesto y asegurase comida,
ropa y abrigo.
Del lado mexicano, muchos
de los oficiales del ejército regular también tenían un perfil profesional,
habiéndose formado en la península en las tácticas de la guerra convencional
propia de la era napoleónica o asistido a las academias militares mexicanas.
Estaban también quienes habían comenzado la carrera de las armas de manera más
modesta como milicianos y probado allí destrezas que los proyectaron luego al
ejército regular. En este sentido, la oficialidad del ejército regular mexicano
tenía un perfil social más dispar que su equivalente norteamericano. Sin
embargo, era a nivel de la tropa donde se evidenciaban las diferencias más
grandes entre los dos ejércitos profesionales. Aunque quienes lo integraban
tanto en Estados Unidos como en México eran hombres de los niveles sociales más
bajos, los caminos que los conducían a ese destino eran bien diversos. Mientras
que la principal motivación en el primer caso era el salario, en el segundo los
reclutas no eran voluntarios sino “destinados” por sus estados para cubrir la
cuota militar que tocaba a cada uno de ellos y para la cual seleccionaban en
general a quienes juzgaban como desprovistos de utilidad social o productiva
(considerados vagos, ladrones, hombres que habían faltado al honor, etc.).
Estas cualidades
diferenciaban a las tropas regulares de las de las guardias nacionales mexicanas,
compuestas en gran medida también por hombres pobres, pero “honorables”, padres
de familia, campesinos y artesanos dispuestos a ejercer sus derechos y deberes
de ciudadanos, pero que por esos mismos motivos no podían ser movilizados por
los gobernadores de los estados -que administraban esos cuerpos- en campañas de
meses lejos de sus lugares de residencia. Similares dificultades en la
movilización de guardias nacionales fuera de sus territorios habían sido ya
evidentes en la guerra de 1812 en los Estados Unidos, por lo cual en la lucha
contra México se prescindió de las milicias estaduales y se convocó a
voluntarios. Los soldados reclutados fueron entonces jóvenes solteros, y entre
sus motivaciones estaban el deseo de encarar una aventura, conocer tierras
lejanas y alcanzar gloria militar. Guardino señala que también es posible que
algunos buscaran utilizar la movilización militar como un modo de comenzar su
migración y avanzar hacia el oeste o con la esperanza de obtener tierras en
recompensa por su tributo de sangre. La paga también resultaba un incentivo en
algunos casos y hubo voluntarios reclutados de los mismos ámbitos sociales que
los del ejército regular. Pero a diferencia de la tropa regular, predominaba en
estas filas un sentimiento patriótico, macerado en décadas de ritualidad y
pedagogía cívica, y vinculado muy fuertemente a una defensa de la experiencia
jacksoniana. La identificación de esos hombres con esa “cultura política” tenía
distintas aristas que, a juicio del autor, marcaron la guerra. Por una parte,
la concepción de los ciudadanos armados como pilar de la república, que llevaba
a que despreciaran a sus connacionales enlistados en el ejército regular. Por
otra, una idea de dominación racial –que asimilaba a los mexicanos con los indios
y negros–, que estaba en el origen de la conflagración y que resultó
constitutiva de la identidad de los cuerpos voluntarios, organizando también
las violencias de esos soldados sobre sus contendientes y sobre la población
civil de México.
Con su detenida mirada en
esos actores, Guardino no ofrece simplemente una foto de la composición social
del ejército, y con ella de las sociedades en lucha, sino que también se
propone restituir otros elementos de la experiencia cotidiana de los soldados
de la mano de memorias, sobre todo en el caso de los norteamericanos, y de
fuentes judiciales para los mexicanos. Esa observación más al ras del suelo de
la vida y la muerte en campaña,
con momentos de forja de amistades y camaradería, mucho parroquialismo, y
fuertes dosis de indisciplina fundadas en la “democracia” interna de los
cuerpos que elegían a sus comandantes, le permite recuperar las voces y
experiencias de los ordinarios hombres y mujeres (soldaderas, pero también las
madres y esposas de reclutas) que hicieron la guerra. Esa sensibilidad hacia la
dimensión social se conjuga con una mirada sobre los modos en que estas
personas entendieron la conflagración y la anudaron a sus intereses y
preocupaciones, inscribiéndola en sus juicios sobre cuáles debían ser los
contornos y el funcionamiento del estado- nación al que sentían que
pertenecían, y con ello, informándolo.
Género, raza y
religión, de abajo a arriba
Las preocupaciones
centrales de Guardino dialogan también con la tradición de estudios subalternos
arraigada en el campo latinoamericanista del medio norteamericano. Ésta, de
gran crecimiento a partir de la década de 1990, fue tributaria en sus
filiaciones de dos tradiciones de inspiración gramsiciana. Por una parte, de la
“historia desde abajo” del marxismo británico, florecida en la estela que E. P.
Thompson (1989) dejó con su clásico estudio sobre La formación de la clase
obrera en Inglaterra. Y, por otra, de la corriente de estudios subalternos
surgidos también en Inglaterra por parte de historiadores y teóricos indios a
comienzos de la década de 1980. Del diálogo crítico con esta historiografía
emergió en las últimas décadas una importante producción que sirvió a los fines
de una renovación de las preguntas y programas de la historia social y política
latinoamericana. Así como en The Dead March resulta notable la
discreción en el uso de estas referencias, en una obra anterior, El tiempo
de la libertad. La cultura política popular en Oaxaca, 1750-1850, Guardino
(2010) remitía explícitamente a los marcos establecidos por la obra de
Florencia Mallon (1995) para pensar el rol de los campesinos e indígenas en el
proceso formativo de los estados nacionales en América Latina. El libro
interrogaba la transición del orden colonial al régimen republicano en la periferia
mexicana. En su introducción formulaba una definición de la “cultura política”
como un concepto comprensivo a la vez de discursos y prácticas, sensible al
cambio, e inclusivo de sujetos políticos populares. La idea de “cultura
política popular” habilitaba a su juicio una mirada que otorgaba a los
subalternos capacidad de agencia, y como tal restituía su papel
en esas historias y los incorporaba como actores principales de una rica agenda
de discusiones historiográficas.[3] Según afirmó Guardino, en un comentario
posterior, su intención era realizar
una historia política de grupos
que casi siempre aparecen en los libros como los sujetos de la historia social
o la etnohistoria. La gente urbana de escasos medios y los campesinos indígenas
tenían una importancia demográfica dominante en ese entonces, pero este hecho
empírico no se refleja en las páginas de la historia política de la época, una
historia poblada de gente más famosa, como los virreyes, los líderes
insurgentes, los generales, los intelectuales y los políticos (2010b).
Resulta interesante el modo
en que a través de la doble entrada del enfoque “desde abajo” y del uso del
concepto “cultura política popular” Guardino instala su agenda en el campo
renovado de la historia política, sin que esto signifique exclusión, por
supuesto, de un diálogo entre campos de investigación fluidos y con fronteras
porosas. Es sabido que las armas fueron una de las vías más caudalosas de
integración a la ciudadanía y a la vida política de las mayorías urbanas y
rurales, y la historiografía reciente ha puesto especial empeño en renovar las
narrativas desde las que se consideraban sus diferentes aspectos. En este mismo
sentido, en la introducción de The Dead March, Guardino propone la
definición de su interés de la siguiente forma:
Aunque describo y explico las
batallas y las campanas, centro la atención, tanto como es posible, en la
experiencia y las motivaciones de los mexicanos y los estadounidenses de
condición social relativamente modesta: los hombres y las mujeres que llevaron
a cabo el trabajo más difícil y enfrentaron los mayores riesgos, no solo en los
ejércitos mexicano y estadounidense, sino también en sus respectivas
sociedades. Aun cuando sus abundantes números y la escasez de documentos en los
que aparecen como individuos llevan a pensar en ellos como grupos, son los
protagonistas más importantes de esta historia (2018: 35).
¿De qué modo utiliza
Guardino las herramientas del enfoque subalternista para contar esta historia
de civiles y soldados? Como sabemos, dicha tradición teórica lleva como marca
una distinguida sensibilidad para el abordaje problemático de los sujetos
subalternos,[4] a la vez que ha puesto un énfasis singular en el
señalamiento de las categorías conceptuales como agentes de opresión. Al
avanzar en su indagación sobre la formación de los ejércitos, las estrategias
de reclutamiento, las relaciones jerárquicas dentro de las fuerzas militares,
las motivaciones de los diferentes actores y sus identidades políticas,
Guardino articula tres grandes ejes conceptuales: raza, género, y religión, una
variación de una tríada cara a la agenda historiográfica del medio
norteamericano: clase, raza, género. Podría decirse, en este caso, que si la
clase no aparece allí explicitada no es porque la religión haya venido a tomar
su lugar como clave analítica, sino más bien porque la primera configura una
dimensión transversal, presente y latente en las otras.
Así, el texto presta
constante atención al modo en que las ideas sobre la masculinidad y la
femineidad atravesaban los discursos y las prácticas de las sociedades en
conflicto y, aunque diversas, eran comunes a las diferentes clases sociales. Al
juzgar a los otros, los actores ponían en juego estos valores, los subrayaban y
fortalecían. Guardino retoma aquí un modelo propuesto por la historiadora Amy Greenberg (2005), que distingue
dos formas dominantes de masculinidad: una “restringida”, en la que los hombres
debían ser trabajadores honrados y proveedores responsables, y otra “marcial”,
donde los valores de la masculinidad están asociados a la dominación, la
competencia y la violencia. En ambas sociedades, el rol imaginario de las
mujeres aparecía simplificado, asociado al hogar y la familia, aunque la
sexualización de las mujeres mexicanas fue también una dimensión notable de las
representaciones en juego. Estas dos
formas de la masculinidad no eran excluyentes y, por el contrario, aparecían
anudadas y en tensión en todos los actores. El libro avanza sobre los modos en
que esas masculinidades se imbricaban con las formas en que se entendían y
ejercían el honor y la virtud en la novel república mexicana y ofrece pistas
para reflexionar sobre las conexiones que tenían esas representaciones con
concepciones diversas y no siempre compatibles que circularon en esos años sobre
las características que debía tener el ciudadano mexicano en construcción.
La raza es otra de las
claves interpretativas propuestas para el análisis del conflicto. De vital
importancia en el estudio de las relaciones sociales en los Estados Unidos y en
Latinoamérica, Guardino señala el modo en que los grupos expansionistas
norteamericanos racializaron a los mexicanos de forma peyorativa estableciendo
así un clima propicio para la invasión y conquista. La política mexicana, por
el contrario, aparecía mayoritariamente reacia a incorporar en sus lenguajes la
dimensión étnica y racial, considerada como una rémora del pasado colonial ya
superado en la nueva hora de la
igualdad republicana.
Enlazada con estas aparece
para Guardino la cuestión religiosa. Como la raza, la religión oficia muchas
veces como fundamento para los conflictos bélicos, y en el caso de la guerra
entre Estados Unidos y México la racialización de la identidad de los
adversarios estuvo asociada con las ideas religiosas. La diversidad religiosa
norteamericana aparecía, para la población protestante, íntimamente asociada
con los valores cívicos de la libertad y la democracia, y la llegada de
inmigrantes europeos coadyuvó a una intensificación de la religiosidad y de la
conflictividad vinculada con esta. Así, el rechazo del catolicismo –ya sea en
inmigrantes irlandeses o en mexicanos–, asociado en ese imaginario con el
absolutismo y la monarquía, alimentó también la ideología expansionista que en
1845 el periodista John L. O’Sullivan cristalizó con la idea del “Destino
Manifiesto” en un artículo cuyo propósito era defender la anexión de Texas.
En su consideración del rol
de los sectores subalternos durante la guerra, el enfoque de Guardino aparece
así integrando las mejores tradiciones de la historiografía social
latinoamericana, que ha demostrado en numerosas ocasiones sus distingos en
relación con la agenda de estudios subalternistas. Así, lejos de esencializar a
estos actores o de construir una narrativa exclusivamente concentrada en la
resistencia a la opresión de fuerzas que les resultan externas, el foco está
puesto en dinámicas relacionales que rescatan los complejos procesos de
construcción de un orden estatal y de una identidad política nacional.
La clave
comparativa
El tercer marco en el que
se sitúa el libro de Guardino tiene que ver con las apuestas de enfoques
comparativos. Menos una tradición historiográfica que un método o un enfoque,
la historia comparada fue defendida por los fundadores de la historia social como
una vía para horadar las limitaciones de las historias nacionales –y, podría
agregarse, patrióticas. Estos ejercicios han sido poco habituales en la
historiografía latinoamericana, con agendas por lo general orientadas a los
temas “nacionales”, aunque puede argumentarse que han tenido una presencia más
recurrente en los departamentos de estudios latinoamericanos de las
universidades norteamericanas. Los ecos entre nosotros de las corrientes de
historia global, historia transnacional o historia atlántica, parecen llevar
hoy ventaja sobre la idea comparativa, asociada quizás a los ejercicios de la
sociología histórica y de las
ciencias políticas.[5]
Por estas razones, vale la
pena destacar que la comparación, propuesta en estos términos entre la sociedad
estadounidense y mexicana tiene un lugar fundamental en los argumentos del
libro, aunque sus líneas directrices parezcan perderse a veces en el desarrollo
de los capítulos. Como propone el autor: “Nuestras ideas acerca de las
sociedades en las que vivimos están formadas por comparaciones implícitas” (p.
7). Así, además de interesarse por las imágenes que cada una de ellas construía
de sí misma y de su vecina, Guardino recurre a un análisis espejado de las
sociedades en conflicto que le permite desarticular algunas representaciones
cristalizadas y organizar su explicación de las razones y resultados de la
guerra. Su argumento es que ni México era una nación dividida que careció de
compromiso frente a la guerra, ni los Estados Unidos eran el universo de
estabilidad política y de democracia que presentan muchas miradas
retrospectivas. El autor sugiere que, sustentado en celebraciones cívicas y
rituales patrióticos (en los que las propias guardias nacionales funcionaban
como espacio para esa pedagogía), el proceso de nacionalización evidentemente
había avanzado lo suficiente en México como para que soldados y civiles
estuvieran dispuestos a pelear y a entregar sus recursos y sus vidas por la
defensa de algo que ellos entendían que era la nación (aunque la concibieran de
formas distintas y sus contornos estuvieran en disputa). Por otra parte,
arguye, la vida pública de los Estados Unidos en esos años también tenía una
buena dosis de tensiones sociales y violencia política, y de liderazgos no tan
lejanos a los “caudillos” del sur del Río Bravo. En suma, muestra que la
situación política de los dos países en 1846 resultaba, en algunos aspectos,
menos disímil que como ha sido habitualmente juzgada. Frente al cuadro de la
democracia jacksoniana, muestra los (disputados) significados sociales que
estaba alcanzando la adopción de la república en México bajo el predominio de
los federalistas. Y sugiere que esa experiencia fue decisiva para que muchos se
sumaran a la defensa de una nación que entendían como mucho más igualitaria que
la esclavista del norte.
Atento
a las diferencias políticas no solo entre los escenarios sino dentro de ellos,
el autor evita algunos de los desafíos de una mirada comparativa como el
homogeneizar los elementos en comparación o establecer una vara que mida los
supuestos avances y retrocesos en un camino único hacia un determinado fin,
como podría ser en este estudio, la consolidación del estado nacional.[6] Por el contrario, la comparación le permite construir imágenes matizadas
y dinámicas de las sociedades y también advertir las diferencias que explican,
a su juicio, el desenlace de la guerra. Principalmente, el hecho de que los Estados
Unidos se estaban convirtiendo ya en una potencia económica integrada a los
mercados internacionales, mientras que México adolecía de una penosa situación
fiscal y tenía una economía desarticulada y frágil. Esas condiciones
estructurales, traducidas luego en una desigual capacidad de organización
militar y de sostenimiento del esfuerzo humano y material que implicó la guerra,
explican en gran parte el resultado del conflicto. Su conclusión es, en
definitiva, que el saldo de la contienda se debió más a diferencias económicas,
que a supuestas falencias en el proceso de nacionalización en México o a su
inestabilidad política.
Comentarios finales
Este libro realiza un
aporte sustantivo a la renovación de la historiografía militar latinoamericana,
echando luz sobre aspectos poco visitados de un episodio clave de la historia
mexicana y norteamericana cuyas consecuencias se proyectan sobre el recorrido
posterior de ambos países. Y lo hace sobre la base de un modelo de
investigación sugerente y poderoso por su rico repertorio de recursos: la confluencia de diferentes enfoques de
historia cultural, militar y social, que la obra presenta, ofrece una manera
atractiva de acercarse a las problemáticas políticas de la época.
A la vez, la apuesta
comparativa agrega una dimensión
adicional: el análisis en espejo
de los recorridos paralelos de México y los Estados Unidos lleva implícita una
reflexión sobre sus historiografías y sobre sus agendas de problemas y
perspectivas. Apoyándose en algunas
producciones como las de David Grimsted y Michael Feldberg, pero sobre todo en
la estela de la presentación de Alan Knight a Las relaciones México-Estados
Unidos editado en 2012 por Marcela Terrazas y Basante y Gerardo Gurza
Lavalle, Guardino se acerca a la era jacksoniana con el prisma de las
discusiones del caudillismo y la violencia política que durante décadas
articularon los debates históricos de nuestro continente. A su vez, la obra
acerca las nuevas producciones historiográficas sobre México a un potencial
público de lectores estadounidenses, ofreciendo allí una imagen compleja y
actualizada de su proceso de nacionalización, en el que aparecen de relieve, al
igual que en la república del norte, los desafíos de la construcción de un
orden basado en la soberanía popular.
En
suma, The Dead March señala un camino posible para la renovación de la
producción historiográfica sobre la era de la construcción nacional; uno
abierto a diálogos con varias tradiciones y perspectivas de gran vitalidad,
pero muchas veces encerradas en dinámicas centrípetas y compartimientos
estancos. Uno de los principales atractivos es su propuesta de reconectar los
conflictos y dilemas políticos y militares de esa etapa con las formas en que
los actores experimentaban el día a día de su vida. En ese ejercicio, el libro
ilumina los lazos que unían a las elites con los dirigentes intermedios y la
“gente común” en la elaboración del México post independiente, con una luz
distinta y complementaria que la que puede ofrecer el ejercicio inverso de
mirar el problema de la elaboración de identidades nacionales desde los
rituales y pedagogías implementados por los gobiernos. Con ello, y en sintonía
con las obras previas de Guardino, este libro invita a establecer
conversaciones más robustas entre las investigaciones actuales en historia
política y en la historia social y a revisar en ese marco las complejas formas
en que se anudaron las experiencias de los estados y las sociedades
hispanoamericanas en el siglo XIX.
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* Agradecemos las
sugerencias y comentarios críticos a este trabajo de las evaluaciones anónimas.
[1] Peter Guardino (2017). The Dead
March. A history of the mexican-american war. Cambridge,
Massachusetts: Harvard University Press; y su edición de 2018 como La Marcha
Fúnebre. México: Libros Grano de Sal.
[2] Para una visión crítica del concepto de “nueva historia
militar” que matiza la originalidad del enfoque y propone esquemas
alternativos, pueden consultarse los aportes de William P. Tatum III (2006).
[3] En este
libro Guardino retoma –y reformula- el concepto de “cultura política” propuesto
clásicamente por Keith Baker (2006) y que ha dado lugar a extensos debates. Para una mirada
de conjunto puede consultarse Knight (2007).
[4] Para una visión panorámica y crítica del uso de diferentes
conceptos para el tratamiento de diferentes actores populares puede
consultarse: Di Meglio (2006).
[5] Una revisión historiográfica sobre el surgimiento y
los usos de la “historia comparada” puede hallarse en el
número especial de la revista Studia
historica. Historia contemporánea (AAVV,
1992-1993).
[6] Sobre estos desafíos, Conrad (2016).