UNA UNIVERSIDAD PARA LA DEMOCRACIA. BALANCES SOBRE LOS PROCESOS DE NORMALIZACIÓN POST 1983
NATACHA BACOLLA
Instituto de Humanidades y Ciencias Sociales - Consejo Nacional de Investigaciones científicas y técnicas / Universidad Nacional del Litoral
Facultad de Humanidades y Ciencias - Universidad Nacional del Litoral
Facultad de Ciencia Política y RRII - Universidad Nacional de Rosario
Rosario, Argentina
MARIANA TETTAMANTI
Facultad de Humanidades y Ciencias – Universidad Nacional del Litoral
Programa Historia & Memoria - Universidad Nacional del Litoral
Facultad de Humanidades, Artes y Ciencias Sociales - Universidad Autónoma de Entre Ríos
Santa Fe, Argentina
PolHis, Revista Bibliográfica Del Programa Interuniversitario De Historia Política,
Año 16, N° 32, pp.102-129
Julio- Diciembre de 2023
ISSN 1853-7723
Fecha envío: 7 de julio de 2023- Fecha aprobación: 21 de noviembre de 2023
Resumen
Las universidades constituyeron uno de los escenarios más activos en la transición hacia la democracia. Desde 1983, adquirieron un lugar prioritario en la agenda política del nuevo gobierno que se orientaba a su renovación académica y sobre todo a su democratización. El objetivo de este artículo es estudiar estas primeras normativas e iniciativas del gobierno de Alfonsín sobre el campo universitario. En primer lugar, se busca proponer un ejercicio de “exhumación” de los diversos sentidos o lugares que se le confirió a la universidad y el legado reformista en la imaginación de la Argentina democrática, particularmente en torno a la discusión y sanción de las primeras normativas. En segundo lugar, a partir de un ejercicio comparativo de una selección de casos empíricos, se busca (u otra opción para no ser repetitivo) analizar los resultados de su aplicación en torno a los elencos normalizadores, la política de renovación del cuerpo profesoral y la participación estudiantil. Finalmente, el objetivo es presentar algunos balances provisorios.
Palabras claves
Universidad, Democracia, Política, Reformismo, Alfonsín.
UNIVERSITY FOR DEMOCRACY. BALANCES ON THE POST-1983 NORMALISATION PROCESSES
Abstract
Universities were one of the most active arenas in the transition to democracy. From 1983 onwards, they became a priority in the political agenda of the new government, which aimed at academic renewal and, above all, democratization. The aim of this article is to examine these first regulations and initiatives of the Alfonsín government in the university sector. First, it proposes an exercise of "exhumation" of the different meanings or places given to the university and the reformist legacy in the imagination of democratic Argentina, particularly in relation to the discussion and approval of the first regulations. Secondly, based on a comparative exercise of a selection of empirical cases, this article’s aimis to analyzethe results of their application - in terms of standardization, faculty renewal policies and student participation - and finally to presentsome provisional conclusions..
Keywords
University, Democracy, Politic, Reformism, Alfonsín
UNA UNIVERSIDAD PARA LA DEMOCRACIA. BALANCES SOBRE LOS PROCESOS DE NORMALIZACIÓN POST 1983
I. Introducción
"Y es que los tiempos históricos constan de varios estratos que remiten unos a otros y sin que se puedan separar del conjunto" (Koselleck, 2001, p. 36)
Como han señalado Claudia Feld y Marina Franco (2015) las indagaciones sobre el período, breve pero denso, que media entre los años finales de la última dictadura militar y la recuperación de la democracia en el marco de un estado de derecho, requieren nuevas miradas que contribuyan a restituir su incertidumbre y los múltiples caminos que abrieron más que su punto de llegada. Académicos e intelectuales que pensaron el problema contemporáneamente a los hechos condensaron esas ambigüedades en el concepto de “transición democrática”. Sus usos contienen simbólicamente un clima social cuyo rasgo principal fue el debate político-ideológico sobre la experiencia pasada, las condiciones que lo hicieron posible y las líneas de acción necesarias para la construcción efectiva de un Estado y una sociedad democrática.[1]
La universidad fue un prisma de esas querellas sobre los destinos argentinos, no sólo en tanto institución sino también como mito. Una narrativa multiforme que permitió a políticos, intelectuales y académicos inscribirse en una historia que los transcendía, en una temporalidad que los conectaba con tradiciones anteriores y con expectativas al futuro. En este registro, los llamados “procesos de normalización” universitaria pusieron en juego múltiples canteras en la recuperación del campo, movilizando fuertes convicciones respecto al lugar de la universidad en la construcción democrática y balizando los derroteros que las experiencias imprimieron al mismo.
Este significativo período ha sido de los menos abordados dentro de la historia de las universidades. Los avances sobre el mismo se han focalizado sobre su inserción en los legados dejados por la violencia política de los años 1970 y la dictadura (vg. Rodríguez, 2015; Kauffmann, 2018), sus dinámicas generales en relación a su grado de renovación curricular, gestión y autonomía de las casas de estudio, e impacto de las políticas de ciencia y técnica en el sistema universitario (vg. Buchbinder, 2005; Buchbinder y Marquina, 2008; Suasnábar y Jam, 2021; Vasen, 2013; Bekerman, 2015), como antesala de las transformaciones de los años 1990(vg. Mainero y Mazzola, 2015; Chiroleu, Suasnábar y Rovelli, 2012); o han indagado sobre la particularidad de los procesos en casas de estudios o unidades académicas específicas.[2] Los estudios de casos son, con algunas excepciones, los más frecuentes en relación al movimiento estudiantil en esos años (Cristal, 2022).
Con estas producciones dialogaremos a lo largo del artículo, teniendo como objetivo principal esbozar algunos problemas y dinámicas de conjunto en la formulación que hizo el alfonsinismo respecto a lo que debía ser una “universidad para la democracia” y los avatares que las condiciones existentes le imprimió. En el primer apartado proponemos un ejercicio de “exhumación”, siempre parcial, de los diversos sentidos o lugares que se le confirió a la universidad en la imaginación de la Argentina democrática, particularmente en torno a la discusión y sanción de las primeras normativas condensadas en la sanción de la ley 23068 de normalización en 1984. En un segundo apartado focalizaremos en las experiencias de estas políticas en un ejercicio comparativo de una selección de casos empíricos –centrándonos en los elencos normalizadores, los procesos de renovación del cuerpo profesoral y la participación estudiantil–.[3] Finalmente presentamos algunos balances provisorios.
II. Universidad y dictadura: la desarticulación de un campo.
El régimen dictatorial instalado por el golpe de 1976 constituyó un profundo punto de quiebre, a pesar de que puede ser inscripto en una temporalidad fluida que lo enlaza a un proceso de escalada de la violencia política que llevaba más de una década (Franco, 2012, p. 18). En esos años previos, y particularmente desde la dictadura de Juan Carlos Onganía, las instituciones universitarias venían experimentando intervenciones e inestabilidades y el adelgazamiento de las consignas democráticas en sus discusiones, aún en el paréntesis del gobierno constitucional del tercer peronismo –cuyos extremos pueden ilustrarse con las novedades de la normativa universitaria de 1974 y la violencia desencadenada por la “Misión Ivanissevich”-. Sobre esta historia de desarticulaciones, la última dictadura extremó las prácticas terroristas sobre la sociedad y le impuso una profunda reestructuración socioeconómica y cultural, siendo uno de los principales escenarios las instituciones científicas y de educación superior (Franco y Lvovich, 2017; Quiroga y Tcach, 2006; Bekerman, 2015). Además, como ha señalado Laura Rodríguez (2015) actores civiles identificados con el catolicismo más conservador que habían sido parte de la vida universitaria y educativa de la dictadura anterior, la autodenominada “Revolución Argentina”, volvieron a los claustros. Sumado a esto, se apuntó a moldear las currículas universitarias según la “filosofía pedagógica” del Proceso de Reorganización Nacional. Estas premisas se tradujeron en normativas sobre el campo universitario. Por una parte, la ley Nº21.276 anuló todo principio de autonomía, agregando varias reglamentaciones que tuvieron por objetivo reducir la matrícula universitaria, a partir de la fijación de cupos para las distintas carreras y la instrumentación del examen de ingreso (Rodríguez y Soprano, 2009; Rodríguez, 2015).Por otra parte, procuró reforzar la impronta profesionalista, expulsando la investigación del campo universitario, y reduciendo el lugar de las ciencias sociales y humanas en él, evidenciado en el cierre de carreras y de universidades –como la de Luján.
La imposición del arancelamiento y de una nueva ley universitaria en 1980, la N°22.207, no hicieron más que profundizar el descontento que encontró un ambiente multiplicador en el debilitamiento del gobierno militar –con serios problemas financieros, económicos y políticos- y la intensificación de la movilización opositora. Los organismos de derechos humanos, especialmente la agrupación Madres de Plaza de Mayo, tuvieron un rol pionero en este proceso, seguido por la CGT y los partidos políticos –con la conformación de la llamada “Multipartidaria”-. La Guerra de Malvinas en 1982 y la rendición de las tropas argentinas dos meses después profundizó la deslegitimación del régimen.
En este contexto, la tambaleante dictadura respondió a la reactivación de la vida universitaria con la aceleración de una política de concursos y aprobación de estatutos adecuados a la normativa de 1980 (Buchbinder, 2005; Suasnabar, Chiroleu y Rovelli, 2012). Las elecciones del 30 de octubre de 1983 y la posterior asunción de Raúl Alfonsín constituirían dos momentos fuertes en esta coyuntura, caracterizada por una dinámica politización y movilización de la sociedad y la reconstitución de la esfera pública en su sentido más amplio.
III. Definiendo la normalización de una universidad para la democracia
El gobierno encabezado por Alfonsín puso en marcha desde su asunción un conjunto de políticas destinadas a desmontar este andamiaje normativo que Juan Carlos Tedesco (1983) había diagnosticado como un “proyecto educativo autoritario”. Según su argumento, si bien se condensaba en lo actuado por la dictadura iniciada en 1976, hundía sus raíces en los ciclos de intervenciones militares iniciadas en 1930. La propuesta se dirigió a impulsar no sólo una renovación de contenidos sino de prácticas. Para ello promovió la formación de consensos previos para instalar dinámicas de gestión institucional y estructuras curriculares cuyo objetivo se resumía en la democratización del conjunto del sistema. Estos propósitos se plasmaron en la que fue la principal herramienta del cambio educativo del alfonsinismo, el II Congreso Pedagógico Nacional, –cuya denominación establecía un lazo no sólo simbólico con aquel de 1880 desarrollado al calor del debate de la ley de educación común 1420–;[4] y se continuaron en los proyectos de reforma educativa sostenidas desde la Secretaría de Educación (Méndez y Giovine, 2021).
En este marco se comprende la política universitaria del alfonsinismo. Sus premisas se delinearon desde la plataforma que la UCR había sostenido para las elecciones de 1983 y fueron tomando forma en las propuestas presidenciales de los primeros meses de gobierno que, desde su asunción definió a la universidad como “órgano fundamental para la formación de una conciencia democrática y social en el país”. En esta clave las principales acciones sobre la educación superior se orientaron a reconstruir en primer lugar, un “régimen de gobierno y administración que se apoye en los principios reformistas de la conducción tripartita”; para luego avanzar en los cambios en los planes de estudio y la reinserción de las tareas de investigación en el campo universitario (Alfonsín, 1983).
Aunque las casas de estudios superiores habían comenzado a transformarse ya antes del triunfo del radicalismo, con la propia militancia universitaria –que fue un pilar no menor en la movilización preelectoral y la consolidación del liderazgo alfonsinista en las filas del partido –, el cambio institucional se consolidó a partir de dos decisiones del gobierno constitucional. Por una parte, mediante el decreto 154, promulgado el 13 de diciembre de 1983, se intervinieron las universidades nacionales y se reglamentó el proceso de normalización. En el marco de esta normativa se designaron los rectores normalizadores, quienes elevaron al Ministerio de Educación y Justicia las nóminas dentro de las cuales surgieron los decanos de cada facultad, rigiéndose aún por la ley universitaria de 1980, la 22.207. Por otra parte, dispuso la aplicación dentro de cada universidad de los estatutos que hubieran estado vigentes al 29 de julio de 1966. El gobierno de las universidades se completaba con la constitución de consejos superiores provisorios, integrados por el rector y los decanos normalizadores a los cuales se debían incorporar el presidente y dos delegados de la federación de estudiantes correspondientes. En el seno de las facultades se constituyeron los consejos académicos normalizadores consultivos, cuya composición contaba además del decano, al presidente y a los delegados del centro de estudiantes reconocido, y uno o más docentes por cada departamento o división académica equivalente, cuyo total de representantes debían oscilar entre un mínimo de 6 y un máximo de 10. Estos últimos serían elegidos por el decano dentro de una lista propuesta por el claustro correspondiente. También contemplaba, en el caso de que hubiera un centro de graduados reconocido, la incorporación de un delegado por el mismo. En relación al cuerpo de profesores, se dejaba en suspenso la sustanciación de los concursos iniciados durante el gobierno dictatorial. En lo atinente al claustro estudiantil se reconocían las elecciones que se hubieran realizado el año anterior y en consecuencia la legalidad de los centros de estudiantes constituidos en ese período. Se completaba la normativa con la admisión de un centro único por facultad, una sola federación de centros por universidad, y la Federación Universitaria Argentina (FUA) como los órganos de representación de los estudiantes.
Como sostenía el ministro de educación Carlos Alconada Aramburú –quien había acompañado también al gobierno de Arturo Illia-, las “universidades nacionales constituyen instituciones esenciales de este reordenamiento republicano. No son solo unidades académicas dedicadas a la enseñanza e investigación superior, sino además centros de formación ciudadana” (Alconada Aramburú, 1984, p. 4). Insertaba esta perspectiva en los legados de la generación de 1880 –en particular, la denominada ley Avellaneda-, el reformismo liberal de inicios del siglo XX –recuperando una larga tradición de reclamos por una “universidad autónoma y no profesionalista”–, pero anclaba sus argumentos en el reformismo universitario de 1918, filiándolo al cambio político abierto por la ley electoral de 1912 en el primer gobierno de Hipólito Yrigoyen. Este momento era definido como el de la “universidad democrática”, la cual constituía para Alconada Aramburu un programa cultural de reforma en torno a tres principios: la adecuación a las demandas de la vida nacional, la autonomía y la democracia en el gobierno universitario cuyo reaseguro residía en la participación estudiantil. Según el ministro de Educación, esa “universidad democrática” habría tenido una breve duración, que no se extendió más allá de los primeros años del gobierno de Marcelo T. de Alvear, momento desde el cual se habían ensayado diversos mecanismos para su limitación, que el ministro interpretaba como una batalla entre un modelo de “universidad autocrática” frente a la “democrática” (Alconada Aramburú, 1983, p. 5). Pero, por sobre todo, la embestida más oscura, continuaba el ministro, se había condensado en la normativa 22.207 sancionada por el régimen militar que profundizaba su aislamiento de la sociedad, les negaba toda libertad académica y la convertía en un reducto para pocos. La “normalización” iniciada con la aplicación del decreto 154, venía entonces a refundar esa “universidad democrática”.
Este programa fue precisado en un proyecto de ley, debatido en el congreso nacional entre enero y junio de 1984 y finalmente sancionada el 13 de este último mes con amplio apoyo de todos los sectores, pero no por ello sin discusión. A pesar de definirse como provisoria esta normativa rigió hasta la sanción de la ley de Enseñanza Superior de 1995.
Desde la presentación del proyecto por el diputado por Santa Fe, Adolfo Stubrin[5] en nombre de la comisión de educación, se abrieron tres líneas de disputa que giraron en torno a la definición de “la normalidad universitaria”, las experiencias que debían ser tomadas como parámetros dentro de la historia de la universidad y la determinación de las herramientas institucionales para plasmar las premisas del legado reformista. Estos debates no sólo se sustentaron en la discusión sobre las políticas universitarias que en el pasado habían sido puestas en marcha por gobiernos peronistas o radicales; sino que evidenciaron controversias más recientes que habían tenido por escenario las “universidades de las catacumbas” y publicaciones que actuaron como espacios de preservación del trabajo intelectual frente a la “cultura del miedo”.[6]
Los fundamentos del proyecto de ley la instalaban como un fuerte gesto instituyente. Aunque, el gobierno constitucionalmente electo habría podido sostener, de acuerdo a la doctrina jurídica, su política para las universidades nacionales a partir del decreto 154, decidió someterlo a la discusión en el Congreso –según los principios formales del gobierno democrático–, además de limitar el período de intervención. En ese sentido, postulaba las herramientas centrales para llevar a cabo la normalización institucional de las casas de estudios: la reconstrucción de la autonomía y de sus órganos de gobierno y representación.[7]
El gesto instituyente no era rupturista, sino que confirmaba lo dispuesto en el decreto 154, respecto a la puesta en vigor para la normalización universitaria de los estatutos que hubieran estado vigentes al momento de la intervención de 1966. Como señalaba el miembro informante de la bancada radical, luego de exponer las consecuencias de las políticas represivas que desde 1976 habían escindido a la universidad de la sociedad: “no se trataba de hacer inventos” o “creaciones mágicas”, sino de “echar mano a instrumentos jurídicos que fueron creados por las propias universidades para regirse a sí mismas, y que hoy son exhumados de una injusta hibernación”, concluyendo que era “ un punto de partida, el mejor que pudo haberse logrado”, entre otros posibles.[8]
A partir de la reivindicación de la reforma de 1918 como parte de “las más brillantes, importantes y lúcidas tradiciones universitarias”, ponía el acento en una política cauta para la reconstrucción del claustro docente y la restitución de la participación estudiantil a través de sus centros, definidos como instrumentos de “formación integral, completando el estudio en las aulas, en las bibliotecas y en los claustros con la educación cívica, con el ejercicio democrático, con el análisis y opinión sobre los grandes problemas nacionales”.[9] Finalmente, el texto subrayaba la eliminación de toda proscripción o discriminación ideológica.
Los argumentos de fondo constituían un mínimo común denominador respecto a la política universitaria en clave democrática entre los diversos partidos representados en el congreso nacional. Sin embargo, las divergencias emergieron principalmente sostenidas por las bancadas peronistas, en torno al lugar que se daba a la experiencia universitaria entre los años 1958 y 1966 –definida como la “edad de oro” de los claustros argentinos– en detrimento de otros momentos de su historia. Esta opción era denunciada –en la voz del histórico dirigente del peronismo chaqueño, Alberto Torresagasti– como un artilugio del “fantasma de la libertadora paseando por el Ministerio de Educación”, más que el “espíritu de la reforma.”[10]
Los representantes del peronismo discutieron en este registro la relevancia de dos normativas sancionadas durante mandatos de su partido: la de 1947, relacionada con la derogación de aranceles, y la denominada ley Taiana, de 1974. Los argumentos desplegados tanto en el recinto de la cámara de diputados como la de senadores, pueden ser resumidos en la exposición que hiciera Torresagasti. Reconocía que el articulado recogía “los principios fundamentales que se relacionan con la participación popular, la universidad abierta, el sistema de becas y comedores estudiantiles”, pero aclaraba que se tergiversaban los orígenes de dichas premisas, y se olvidaban otras experiencias como la de la Universidad Obrera, creada en 1952. La historia demostraba para Torresagasti que
en la hora de la realidad el general Perón fue quien abrió masivamente la universidad a las clases populares en 1946, e instituyó becas, y los comedores estudiantiles por primera vez en la universidad argentina. Era un sistema gratuito, sin aranceles, sin ninguna clase de impedimentos para el ingreso –que fue irrestricto- de todas las clases sociales[11]
A su vez, insistió en un segundo momento de la “universidad nacional y popular”, con la defensa de la ley 20.654 sancionada durante el gobierno de Cámpora. Sostuvo, al igual que lo harían otros representantes del partido en el Senado –como Olijela del Valle Rivas, senadora por Tucumán, o Humberto Martiarena, de las filas del dirigente jujeño Guillermo Snopek-, que las principales credenciales de la ley Taiana residían en haber sido democrática, ya que había sido aprobada por unanimidad en el congreso nacional, además de “progresista”, y que no debía ser juzgada por “los hechos como los que fueron provocados por infiltración de elementos”. Reclamaba -al igual que el diputado Orlando Sella en la sesión que finalmente daría sanción a la ley-el cumplimiento de los consensos previos a las elecciones de 1983, cuando “distintas agrupaciones y diferentes corrientes estudiantiles habían propiciado …que esta ley rigiera los destinos de la universidad, aunque fuera transitoriamente” -citando declaraciones del Congreso de la FUA en Rosario, en 1982, dichos del propio Alconada Aramburú y Alfonsín en momentos de la Multipartidaria-.[12]
El contrapunto final del debate entre Sella y Stubrin, dejó claro que, si transitoriamente se optaba por garantizar la normalización, en un clima aún amenazante a la transición democrática, los modelos universitarios y sus anclajes de significados en diversos momentos de la historia reciente argentina persistirían en su contraposición. Y esto como afirmó Sella, se resumía en la asunción de que “el problema universitario” no era “simplemente académico, sino político”. Mientras los sectores radicales tomaban la defensa de la “universidad reformista”, cuya condición de existencia la otorgaba el blindaje de su autonomía y la reconstrucción del cogobierno docente y estudiantil –acompañado por el MID y el PI-; los representantes del justicialismo alzaban las consignas de una universidad “nacional y popular”.[13]
Si bien la discusión sobre el modelo de universidad condensó buena parte de los obstáculos en los acuerdos, la cautela en torno a las políticas de reconstrucción del claustro docente y la recuperación del cogobierno fueron otros dos puntos polémicos. Aquí también el contrapunto se sostuvo particularmente entre los dos partidos mayoritarios. Por una parte, el oficialismo defendió en cuanto política sobre el cuerpo docente, la decisión de no anular lisa y llanamente los concursos realizados durante el gobierno de facto, ni dictaminar globalmente sobre la reincorporación de personal cesanteado, sino otorgar la facultad a cada casa de altos estudios de evaluar individualmente los casos y actuar en consecuencia. Junto a esto mantuvo su postura en relación con la conformación tripartita de los órganos representativos de las universidades y dejando para la decisión de las futuras asambleas la incorporación del personal universitario no docente. Por otra parte, frente a este último punto, el peronismo reivindicó el reconocimiento de derechos que a este colectivo de trabajadores había dado la ley Taiana; mientras que en relación con la política de concursos reclamó –siendo acompañado por algunos partidos minoritarios como el PI- la anulación de todo lo actuado durante el régimen militar y la inmediata admisión de quienes habían sido perseguidos.
La nueva normativa haciendo foco en la reinstitucionalización de la autonomía universitaria, cobijó una ambiciosa agenda que aspiraba a transformar las prácticas, restablecer una apertura hacia la sociedad y a partir de esto recuperar el atraso académico científico sedimentado en los años previos.
IV. Experiencias de la normalización: gestores, actores y prácticas.
Los elencos de los gobiernos universitarios[14] del período normalizador compartieron varias características comunes. El gobierno de Alfonsín eligió como rectores y decanos a figuras que, por un lado, tenían un importante itinerario académico construido, en su mayor parte durante los años sesenta. Por el otro, poseían un recorrido político vinculado con el radicalismo, en particular con la corriente alfonsinista.
Algunos ejemplos dan cuenta de estos perfiles. El rector normalizador de la UBA, Francisco Delich -cuya trayectoria había ganado reconocimiento nacional e internacional-, era sociólogo, egresado de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC). En 1968 obtuvo el diploma en estudios superiores en Economía y Sociología en la Universidad de París y en 1971 el Doctorado en Derecho y Ciencias Sociales en la UNC. Fue profesor titular de Sociología del Derecho en la Facultad de Derecho de la UBA. Benjamín Stubrin, rector normalizador de la Universidad Nacional del Litoral (UNL), se había graduado de abogado en esa universidad en 1945. En 1959 se incorporó como docente de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales y entre 1962 y 1965 fue consejero directivo. Ejerció la docencia universitaria hasta 1979, cuando las autoridades de la intervención dejaron sin efecto su contrato. Respecto a sus antecedentes en la militancia política, Delich integró “Renovación y Cambio”, el espacio dentro del radicalismo liderado por Alfonsín, y era padre de Andrés Delich, importante dirigente de la agrupación estudiantil Franja Morada (FM) y presidente de la FUBA desde 1983. Por su parte, Stubrin desde sus tiempos como estudiante militó en el reformismo universitario y, ya graduado, fue dirigente en la UCR entrerriana. A partir de 1955 ocupó diferentes puestos en agencias del Estado provincial de Entre Ríos, llegando en 1963 a ser ministro de Gobierno, Justicia y Educación hasta el golpe de estado de 1966 (Salomon, 2023). Además, sus hijos Marcelo y Adolfo, ambos dirigentes de FM,[15] ocuparon importantes puestos en la gestión de Alfonsín, como diputados nacionales y Adolfo, además, fue, como ya se mencionó, secretario de Educación de la Nación.[16]
Entre los decanos designados, predominaron igualmente dos aspectos: la militancia política y estudiantil en el radicalismo alfonsinista o en agrupaciones que habían compartido con éste una postura crítica a la radicalización política; y la formación de sus perfiles académicos en el campo universitario de los años 1960. Tres casos resultan paradigmáticos al respecto. Uno de ellos es la figura de Zenón Lugones, decano normalizador de la Facultad de Farmacia y Bioquímica de la UBA. Se desempeñó como Profesor Titular de Farmacotecnia entre 1940 y 1966 y fue el primer decano electo de esa facultad en 1957. En 1966, debió renunciar a sus cargos de gestión y docentes (Trotta, 2007). En la UNL el caso del decano normalizador de la Facultad de Ingeniería Química, Osvaldo Benigni, muestra similar continuidad: había egresado a principios de 1950 de esa casa de estudios, donde concursó en 1958 -en la cátedra de Matemática III-, quedando cesante en el mismo pocos meses antes del golpe de Estado de 1976 (Salomon, 2023). En la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP fue designado José Pannettieri, quien poseía una reconocida trayectoria como docente e investigador. Realizó sus estudios de grado y posgrado en esta misma facultad en la década del 50 y se incorporó como docente en los años 1960, siendo designado en 1970 como profesor titular ordinario de las cátedras de Historia Moderna e Historia Argentina General. Luego de 1976 debió exiliarse y retornó al país en 1984 (Garate, 2015).
Estas dos condiciones fueron, entonces, las que caracterizaron el proceso de selección de las autoridades universitarias del período de normalización.Y Adolfo Stubrin, uno de sus protagonistas, lo expresa claramente:
en general, se eligió a antiguos profesores, como el caso de mi padre; en algunos casos, personas más jóvenes cuando no se encontró la figura del viejo profesor. Pero, en general, a viejos profesores con militancia partidaria o con compromiso importante, como el caso de Rébora en Córdoba, que era demócrata progresista, pero amigo del partido, de ideas reformistas.[17]
Entre las primeras medidas que tuvieron que afrontar estos elencos normalizadores dos aspectos relativos a la política docente fueron sin duda los más polémicos: la reincorporación de los cesanteados y los concursos. Respecto al primero de ellos, las medidas del gobierno militar a partir de la ley de intervención 21.276 excluyeron un significativo número de no docentes, estudiantes, científicos y docentes altamente calificados –parte de los cuales o bien debieron exiliarse, fueron desaparecidos o asesinados-, generándose un corrimiento de la Universidad de los procesos de creación de conocimientos científicos, tecnológicos y culturales (Buchbinder y Marquina, 2007; Rodriguez, 2015).Con la vuelta de la democracia, la normativa puesta en vigencia otorgó a cada universidad la potestad de determinar el régimen de reincorporación de quienes habían sido objeto de estas medidas expulsivas; además de decidir los procedimientos en relación al personal que había ocupado los cargos dejados vacantes, y las situaciones de los concursos convocados dentro de la última ley sancionada por la dictadura en 1980. Con esta decisión, se apuntó a evitar la “nacionalización” de los conflictos por la restructuración del claustro docente, como había ocurrido en procesos de normalización previos, circunscribiendo las tensiones a cada universidad (Pérez Lindo, 1985). Mientras los estudiantes presionaban para la puesta en comisión del cuerpo de profesores hasta la sustanciación de nuevos concursos, en general -y ante el peligro de vaciamiento de las instituciones universitarias que esta política acarrearía-primó la decisión de no anularlos masivamente sino revisar su validez y sólo reabrir los que fueran impugnados. Esto explica por qué los estudiantes fueron reincorporados de forma mucha más rápida y casi automática, a diferencia de los docentes. Ahora bien, entre los propósitos de estas decisiones sobre la política de concursos no se encontraba solamente la intención de jerarquizar académicamente a las universidades, sino que se enlazaba con la necesidad de engrosar el número de profesores ordinarios para alcanzar al menos el 51 % requerido para poder elegir a las autoridades que conformarían los órganos de gobierno por claustro.[18] De allí que la generalidad de los concursos realizados se orientaron a cubrir cargos de profesores -titulares, asociados y adjuntos-, quedando excluidos los relativos a docentes auxiliares y aquellos dedicados exclusivamente a la investigación.
La elaboración de los reglamentos de concursos fue otra fuente de discusiones en el seno de los Consejos Superiores Provisorios (CSP) e implicó, a la vez, conflictos con los gremios docentes. El eje de las discrepancias se concentró, nuevamente, en la decisión de convalidar o no los antecedentes de los años de dictadura y en este sentido, qué porcentaje se le debía asignar a este rubro respecto a la instancia de oposición.
Por ejemplo, en el caso de la UNL, la posición de los representantes de los estudiantes en el CSP y de algunos decanos, llevó a sancionar una primera normativa que excluía del puntaje a los cargos ejercidos durante el período previo, generando una fuerte reacción del gremio docente, ADUL. Finalmente, y ante la sugerencia del Ministerio de Educación, este artículo fue modificado, admitiéndolos para su evaluación. El argumento central que se esgrimió para ello se concentró en defender que haber trabajado en esos años no significaba en todos los casos “colaboracionismo” con el régimen ni invalidaba los méritos académicos obtenidos. En lo que concierne a las reincorporaciones en esta universidad, aunque no fueron automáticas y se analizó cada pedido individualmente, la mayoría de las solicitudes presentadas tuvo resolución favorable (Alonso, 2023). La apertura de concursos a partir de 1985, más tardíamente que en otras universidades, arroja a su vez un balance dispar según las trayectorias académicas e institucionales de cada facultad, pero en general evidencia una tendencia hacia la renovación gradual de los cargos y un impacto positivo en cuanto a la actualización de programas y una revalorización del trabajo científico en vinculación con las tareas docentes (Bertero, 2023).
En la Universidad Nacional de Cuyo (UNCuyo), estas decisiones quedaron a cargo de cada Facultad, generando una gran diversidad de escenarios, tensiones y conflictos entre el claustro docente y los estudiantes. En general, en los nuevos reglamentos primó la misma postura que en UNL, de convalidación de méritos obtenidos en el período dictatorial. Además, la normativa dio un porcentaje importante del puntaje a los antecedentes y la antigüedad, y al no vetarse los historiales académicos adquiridos antes de 1983, la mayoría de los concursos fueron ganados por quienes ya ocupaban esos cargos, ratificando, como sostiene Susana Lázzaro Jam (2016), los puestos obtenidos durante la Dictadura. La política de concursos no generó en esta universidad, entonces, una renovación académica y, a pesar del proceso de reincorporaciones, hubo una continuidad en la estructura docente hasta finales de los años ochenta.
Similar situación se presentó en el Departamento de Humanidades de la Universidad Nacional del Sur, en donde la gestión normalizadora no produjo casi ningún recambio de su planta docente: las designaciones fueron prorrogadas y no se llamaron a nuevos concursos. Además, el procedimiento que se estableció en esta universidad para efectivizar las reincorporaciones de los cesanteados fue complejo causando el rechazo de un buen número de presentaciones. (Zanetto, 2014)
En la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP hubo una coexistencia de los profesores reincorporados o designados interinamente a partir de 1983 con aquellos que venían desempeñando sus cargos desde la Dictadura, si bien la mayoría de éstos últimos habían cesado en las funciones de mayor responsabilidad al interior de sus cátedras. (Garatte, 2008)
En algunas facultades de la UBA tampoco el cambio fue abrupto. Como ha demostrado Trotta (2007) para la Facultad de Farmacia y Bioquímica, por ejemplo, la apertura de concursos a inicios de la gestión normalizadora significó la regularización de los profesores activos y la confirmación de estabilidad en sus cargos. Hubo, en este caso, algunas impugnaciones a los concursos realizados previamente, aunque no prosperaron en su mayor parte. Mientras en otras, como la Facultad de Filosofía y Letras, el recambio de docentes generó una importante renovación de las perspectivas teóricas. Por ejemplo, en las cátedras de Literatura Argentina I y II de la carrera de Letras, donde la política de concursos permitió el ingreso como profesores titulares de figuras como David Viñas y Beatriz Sarlo.
En cuanto a la reconstrucción del movimiento estudiantil también se constata un abanico variopinto de situaciones. Si bien la persecución y represión de sus organizaciones había comenzado antes del golpe de 1976, éste las obligaría a un profundo repliegue: disolviendo sus agrupaciones, prohibiendo sus actividades, además de enfocar en sus militantes las prácticas del terrorismo de estado. A pesar de ello, como vienen sosteniendo en los últimos años diversos trabajos historiográficos (Cristal, 2017; Cristal y Seia, 2018; Luciani, 2017; Seia, 2021; Vega, 2023), la actividad estudiantil no desapareció totalmente. Los sectores más moderados del movimiento estudiantil -y que no fueron el blanco directo del accionar del aparato represivo- lograron resistir, mantenerse vinculados y desarrollar algunas actividades: provisión de materiales, conformación de “grupos de estudio” junto a docentes expulsados, reuniones clandestinas. Incluso en 1978 la Junta Representativa de la FUA presentó una serie de petitorios al ministro de Cultura y Educación, solicitando el aumento del presupuesto universitario y la eliminación de trabas académicas. En 1980, la misma federación firmó un documento en contra del arancelamiento que disponía la nueva ley universitaria y convocó a una marcha hacia el Palacio Pizzurno, la cual fue duramente reprimida. Como ya se señaló, fue sin embargo el escenario de la guerra de Malvinas lo que posibilitó el renacimiento de la militancia, ahora formalmente, con la reapertura de los centros de estudiantes y la vigorización de sus demandas.
Así, el estudiantado inició anticipadamente el proceso de normalización, siendo el primer claustro en votar democráticamente a sus representantes -en algunas universidades como UNR, a finales de 1982 (Luciani, 2017)-. Desde estas elecciones predominó FM manteniendo su hegemonía durante toda la década, en correlación con el clima político nacional.[19] Como indican Buchbinder y Marquina (2008), la preferencia por agrupaciones moderadas fue uno de los rasgos del movimiento estudiantil del período de normalización. A FM y el MNR se sumó la emergencia de sectores independientes no vinculados a ningún partido político, ganando la conducción de los centros de estudiantes, entonces, agrupaciones que reivindicaban el sistema democrático, a diferencia de lo que había ocurrido en los inicios de los años setenta (Cristal, 2017; Luciani, 2022; Touza, 2022; Castro, 2022; Vega, 2023).
El protagonismo estudiantil, fuerte durante todo el período, obtuvo respuesta a gran parte de sus demandas en las medidas adoptadas por las gestiones normalizadoras. En particular, la eliminación de los aranceles en el nivel de grado y el abandono de la política de cupos en la gran mayoría de las carreras en todas las universidades. Sobre estos aspectos había un consenso generalizado en todos los claustros, pero no ocurría lo mismo con la consigna del ingreso irrestricto. Se probaron diversas estrategias para regular el mismo, principalmente fundamentadas en la necesidad de atenuar las deficiencias y heterogeneidad de la formación que ofrecía el nivel secundario. Un ejemplo de ello fueron los Cursos de Apoyo instrumentados por la UNL y la creación en la UBA del Ciclo Básico Común (CBC). La fuerte resistencia estudiantil –expresada tanto en su movilización en el ámbito público como al interior de los CSP– no lograron frenar su implementación, aunque en algunos casos se suavizó su carácter eliminatorio.
Esta apertura del ingreso universitario tuvo como contracara un importante aumento de la matrícula. El número de estudiantes de las universidades argentinas pasó de 416.000 en 1983 a 700.000 en 1986 (Buchbinder y Marquina, 2008). En su mayoría los nuevos alumnos se incorporaron a instituciones públicas, impactando tanto en las grandes universidades como en las de menor escala: por ejemplo, en 1984 en UNL el total de los estudiantes fue de 11.712 frente a los 9.953 del año 1983; UBA pasó de tener 100.000 estudiantes en 1982 a 162.000 en 1987; en la UNLP el número de ingresantes se triplicó entre 1983 y 1986. Esto les planteó a las gestiones normalizadoras principalmente dos grandes problemas: la insuficiencia de infraestructura y de la planta de docentes necesarios para absorber la demanda generada, sobre todo, en el primer año de las carreras.
V. Balances
El balance sobre la política universitaria en los años de la transición democrática arroja, y no es una novedad señalarlo, una evaluación ambigua. Por una parte, como surge de la revisión de las experiencias a “ras de suelo”, las expectativas de cambio concentradas en la “normalización universitaria” confrontaron con una sobrecarga de demandas y serias restricciones de recursos económicos, pero también encontraron un límite en sus propios fundamentos. Al reforzar el principio de autonomía, las herramientas normativas arrojaron una gran disparidad en las condiciones, decisiones e interpretaciones para su aplicación, dando lugar a tantos modos de resolución como casas de altos estudios existían –por entonces 26 en todo el territorio nacional-. Por tanto, sólo un estudio comparativo exhaustivo podría dibujar un mapa en detalle de los resultados en la renovación del cuerpo docente, las políticas de matrícula estudiantil, el cambio curricular o la reinstalación y la innovación de los programas de investigación en las universidades. Sin embargo, con sus luces y sombras, una primera aproximación a este escenario da cuenta de la lenta pero persistente expansión de nuevas prácticas académicas, intelectuales y estilos de gestión que dieron lineamientos originales al “campo universitario”.
Con todo, este programa de reconstrucción de las instituciones académicas tuvo a su vez un lugar importante para la política en la “transición a la democracia”. Si espontáneamente, las universidades fueron temprano escenario para el deshielo del debate público y la reinstalación de la militancia, también asumieron un lugar simbólico de importancia para el reordenamiento republicano imaginado por el alfonsinismo. Como resumía Alconada Aramburú, eran concebidas no solo como casas de estudios dedicadas a la enseñanza superior y la investigación, sino además centros de formación ciudadana. O como señalaba un diputado peronista, la política universitaria era una cuestión no meramente académica sino centralmente política. De allí que cobrara relevancia las disputas por la definición de experiencias históricas como modelos universitarios y las batallas no sólo por los significados del “reformismo”, sino también de los fehacientes custodios de su legado –radical o socialista- y que, en definitiva, las aulas estuvieran en estrecha relación con las calles, en el centro de las querellas culturales y políticas sobre la democracia argentina del siglo XX.
¿Cómo explicar la centralidad que adquirió en el debate sobre la democracia en los primeros años ochenta la tradición reformista universitaria, cuyo núcleo principal –aunque no el único- se asociaba a los acontecimientos acaecidos en la Córdoba de 1918? Una respuesta posible, como ha señalado Darío Macor, puede inferirse de su carácter bifronte:
Un rostro, fronteras adentro de la institución, con contenidos que se fueron consagrando en la Universidad en nombre del reformismo, desde la autonomía y el co-gobierno a la libertad de cátedra y la renovación concursal del profesorado. El otro rostro es el que se construye más allá de los muros de la academia, hacia la sociedad. Este rostro político de la tradición reformista se constituye como una interpelación a la sociedad argentina a partir de la lucha por la definición de sentido de la democracia (2015, p. 234).
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[4] Sobre estos aspectos: Méndez y Giovine, 2021; Krotsch y De Lella, 1989; Rossi, 2020.
[5] Adolfo Stubrin era un joven abogado, con una militancia que se remontaba a la agrupación estudiantil Franja Morada, proveniente de la línea más progresista de la UCR –la Junta Coordinadora Nacional–. En 1987, asumió como secretario de Educación, sosteniendo un conjunto de proyectos renovadores en diálogo con el campo académico. Su padre, Benjamín, fue rector normalizador en la UNL, como veremos más adelante (Sironi, 2014; Méndez y Giovine, 2021; Piazzesi y Bacolla, 2015).
[6] Varios de los aspectos contemplados en el proyecto de ley y las discusiones subsiguientes siguieron tópicos ya explicitados en revistas como Perspectiva Universitaria desde 1976, y que fueron ganando espacio hacia los finales de la dictadura en otras editadas en el país, como Punto de Vista, o en el exilio, el caso de Controversia. Un índice del lugar que estas inquietudes tuvieron en la refundación universitaria fue el peso en los debates sobre el reformismo que tuvo el libro editado por Juan Carlos Portantiero en 1978 y publicado por Siglo XXI en México: Estudiantes y Política en América Latina. Al respecto: Altamirano 1996; Klimovsky, 1983; Sábato, 1996. Sobre las publicaciones Suásnabar, 2018; Mercader, 2018; Gago, 2012; Tortti, 2018; Yanquelevich, 2009.
[7] Congreso Nacional/ Diputados,Diario de Sesiones de la Honorable Cámara de Diputados de la Nación, 11 de enero de 1984, p. 539.
[8] Congreso Nacional/ Diputados, Diario de Sesiones de la Honorable Cámara de Diputados de la Nación, 11 de enero de 1984, p. 543.
[9] Congreso Nacional/ Diputados, Diario de Sesiones de la Honorable Cámara de Diputados de la Nación, 11 de enero de 1984, p.545.
[10] Congreso Nacional/Diputados, Diario de Sesiones de la Honorable Cámara de Diputados de la Nación, 11 de enero de 1984, p. 543.Una buena parte de los representantes que participaron en la discusión de la ley reconocían un recorrido como militantes estudiantiles y algunos como docentes universitarios, memorias desde las cuales construyeron también sus argumentaciones. Otros ejemplos además de Stubrin: Celestino Marini, senador por Santa Fe, de nutrida militancia estudiantil y ex rector normalizador del camporismo; Julio Amoedo, senador por Catamarca, filiado al Partido Conservador Popular cercano al peronismo, fue dirigente estudiantil y profesor en la UBA; el abogado radical, Ricardo Laferriere, senador por Entre Ríos, de militancia reformista en la UNL.
[11] Congreso Nacional/Diputados, Diario de Sesiones de la Honorable Cámara de Diputados de la Nación, 11 de enero de 1984, p. 546.
[12] Congreso Nacional/Diputados, Diario de Sesiones de la Honorable Cámara de Diputados de la Nación, 11 de enero de 1984, p. 547.
[13] Congreso Nacional/Diputados, Diario de Sesiones de la Honorable Cámara de Diputados de la Nación, 11 de enero de 1984, p. 1536.
[14] Sobre la noción de elenco de gobierno cf. Ferrari (2010). Para su aplicación al campo universitario cf. Salomon, 2023.
[15] Marcelo Stubrin fue elegido en 1972 como presidente de la FUA y era uno de los dirigentes del MURA.
[16] Similar trayectoria tuvo Pedro González Pietro, rector normalizador de la Universidad Nacional del Sur. Egresó en 1947 como profesor de Historia y Geografía y luego de 1955 ocupó varios cargos de gestión en la UNS, siendo uno de los protagonistas del proceso de creación del Departamento de Humanidades en 1956. Fue expulsado en 1967, reincorporado en 1973 y nuevamente cesanteado en 1976. (Orbe, 2006)
[17]Adolfo Stubrin, entrevistado por Fabiana Alonso y Marcelino Maina, Santa Fe, 7 de octubre de 2010. Archivo de Historia Oral, Programa Historia & Memoria, UNL.
[18] Debemos considerar que en la mayoría de las facultades el porcentaje de interinos era muy alto, a lo que se sumaban los cargos cuyos concursos fueron impugnados.
[19] Como sostienen Cristal y Seia (2018) las agrupaciones de izquierda también jugaron un papel relevante en el proceso de reconstrucción de los centros de estudiantes y tuvieron una gran cantidad de militantes, incluso en algunas facultades más que FM.