LA HETEROGÉNEA RECONFIGURACIÓN DEL CAMPO HISTORIOGRÁFICO EN EL RETORNO A LA DEMOCRACIA EN ARGENTINA
DANIEL LVOVICH
Universidad Nacional de General Sarmiento
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
Buenos Aires, Argentina
aNA bELÉN zAPATA
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
Instituto de Investigaciones Gino Germani
Universidad de Buenos Aires
Universidad Nacional General Sarmiento
Buenos Aires, Argentina
PolHis, Revista Bibliográfica Del Programa Interuniversitario De Historia Política,
Año 16, N° 32, pp.130-155
Julio- Diciembre de 2023
ISSN 1853-7723
Fecha de recepción: 30/06/2023 - Fecha de aceptación: 17/11/2023
Resumen
En este artículo, nos proponemos matizar las imágenes que enfatizan los elementos de ruptura que la transición democrática habría generado en el campo historiográfico. No buscamos negar los elementos renovadores que se desarrollaron en la historiografía argentina desde diciembre de 1983, sino presentar los debates existentes al respecto. Por un lado, se propone mostrar que el aporte del CONICET a la profesionalización del campo fue menos amplio de lo que generalmente se considera, al señalar la existencia de elementos marcados de continuidad que en distintos sentidos podemos encontrar en esa institución. Por otro lado, advertir respecto de las diferencias notables en los ritmos de renovación en distintas universidades nacionales, concentrándonos en algunos casos en los que la continuidad en los planteles y perspectivas historiográficas entre dictadura y democracia resultó más marcado.
Palabras Clave
transición, democracia, dictadura, historiografía, profesionalización
The heterogeneous reconfiguration of the historiographic field in the return to democracy in Argentina
Abstract
The purpose of this article is to qualify the images that highlight the elements of rupture that the democratic transition is said to have generated in the historiographical field. Our aim is not to deny the renewing elements that have developed in Argentine historiography since December 1983, but rather to present the existing debates in this regard. We propose, on the one hand, to show that CONICET's contribution to the professionalization of the field was less extensive than is generally assumed, by pointing to the existence of marked elements of continuity that can be found in various forms in this institution. On the other hand, this article aims to show the remarkable differences in the pace of renewal in the different national universities, focusing on some cases where the continuity in personnel and historiographical perspectives between dictatorship and democracy was more pronounced.
Keywords
transition, democracy, dictatorship, historiography, professionalization
LA HETEROGÉNEA RECONFIGURACIÓN DEL CAMPO HISTORIOGRÁFICO EN EL RETORNO A LA DEMOCRACIA EN ARGENTINA
En este artículo, nos proponemos matizar las imágenes que destacan los elementos de ruptura provocados por la transición democrática en el campo historiográfico. No buscamos negar los elementos que renovaron la historiografía argentina desde diciembre de 1983 sino presentar los debates existentes al respecto, mostrar que el aporte del CONICET a la profesionalización del campo fue menos amplio de lo que generalmente se considera, señalar la existencia de marcados elementos de continuidad que en distintos sentidos se encuentran en esa institución, y advertir sobre las notables diferencias en los ritmos de renovación en distintas universidades nacionales, concentrándonos en algunos casos en los que la continuidad en los planteles y perspectivas historiográficas entre dictadura y democracia resultó más evidente.
Algunas de las interpretaciones más difundidas acerca del desarrollo de la historiografía desde el retorno de la democracia a fines de 1983 resaltan los elementos de renovación y equiparan las transformaciones dentro del campo académico con aquellas experimentadas hacia 1955. Según esta perspectiva, un grupo que había permanecido al margen de las universidades y del sistema público de investigación, y que se había insertado en equipos de estudio y fundaciones privadas, tomó desde la asunción del gobierno democrático el control de las universidades públicas y el CONICET, y desde esa posición logró sentar las bases de una renovación basada no solo en los valores democráticos, sino ¾y sobre todo¾ sustentada en la adopción de criterios académicos e historiográficos compartidos que permitieran valorar la calidad de las producciones y la extensión de las evaluaciones fundadas en dichos criterios a diversas instancias.
Según Luis Alberto Romero, uno de los actores centrales de aquel proceso de renovación, la tarea de quienes asumieron la conducción político académica en 1983 fue la de generar criterios comunes de legitimidad que permitieran el funcionamiento de una comunidad académica. En el caso de la universidad, esos criterios se sostuvieron en los concursos, en los que resultó fundamental que el procedimiento se hiciera a través de “dictámenes fundados, lo que implicaba evaluar la producción, así como la exposición pública, en base a criterios académicos que debían ser explicitados por escrito”. En esos concursos “…no solo se evaluaban calidades personales sino maneras de entender la profesión”. En adelante, el sistema creció de una manera notable a través de la expansión del sistema de becas y subsidios de investigación, que al igual que los informes de tareas de los docentes comenzaron “… a pasar por el filtro de la evaluación fundada y pública” (Romero, 1996, p. 96).
La práctica de la evaluación y el arbitraje alcanzó al renovado grupo de revistas y al CONICET, que tenía una composición mucho más heterogénea que las universidades, debido a la estabilidad de sus miembros. El propósito de estos procedimientos “iba más allá de fundamentar una decisión administrativa: a través de una suma de dictámenes se intentaba crear un consenso acerca de que prácticas historiográficas eran estimables y valiosas y cuáles no lo eran” (Romero, 1996, p. 97).
En la visión de Hilda Sábato, protagonista de primera línea de la transición, tras la acción arrasadora de los años de la dictadura sobre la historia y las ciencias sociales,
1984 trajo un terremoto institucional e intelectual sobre todo en las humanidades y ciencias sociales, donde hubo –aunque no en todas partes– cambios inmediatos. Empezó una etapa marcada por el ingreso a la universidad de quienes habían (habíamos) estado al margen durante el período anterior, el regreso de muchos exiliados, la normalización del gobierno universitario, la reorganización de carreras, reformas en los planes de estudio, renovación de los planteles docentes, puesta en marcha de la investigación como eje de la actividad universitaria y recomposición del CONICET, sobre todo en estas áreas. Muchos de quienes encabezaron (encabezamos) esos cambios, apostaban (apostábamos) entonces a la afirmación de la Argentina como democracia pluralista, a la refundación de la universidad pública y al fin de las ortodoxias historiográficas. La renovación en la Historia era parte de un movimiento más general de tintes refundacionales, que abarcaba la vida intelectual, cultural y académica, en toda su diversidad (Sábato, 2021, p. 17).
Formaban parte de este movimiento la llegada al ámbito nacional de muchos de los debates de la historiografía internacional, la adopción de los métodos y perspectivas de la Historia Social como un modelo a seguir, la incorporación de la bibliografía de Annales y el marxismo británico. El proceso fue acompañado por una progresiva profesionalización del campo, merced a la creación de puestos de profesores e investigadores y de becas, de modo que más personas pudieron dedicarse de manera sistemática a la investigación. Si bien el CONICET se había expandido en los años de la dictadura, como recordaba Romero, era probable que tanto en esa institución como en las universidades durante la transición “las ciencias sociales en general y entre ellas la historia hayan aumentado su participación en el presupuesto, a medida que podían demostrar mejor, ante las ciencias más consolidadas, la legitimidad científica de su actividad, avaladas por la incorporación de las formas internacionales de validarla” (1996, 98). En la perspectiva de este historiador, la renovación se desplegó con ímpetu en un conjunto de universidades (Buenos Aires, Rosario, Comahue, Mar del Plata, del Centro de la Provincia de Buenos Aires), y aunque existieron núcleos que se mantuvieron al margen, como aquellos inspirados en la tradición inaugurada por Ricardo Levene, su influencia resultó reducida. En su balance de la poco más de una década transcurrida desde la restauración democrática, Romero festejaba que existía un campo profesional de la historia cuyos integrantes cumplían estándares de la calidad internacional, una producción aceptable publicada en revistas internacionales y libros, y finalmente un “saber académico constituido, capaz de alimentarse a sí mismo y de subsistir independientemente de las apetencias de la sociedad”(Romero, 1996, 98). En contraste, el autor sostenía que estos grises se hacían notar bajo la forma de dudas acerca de si la comunidad académica funcionaba de acuerdo a las reglas que se había dado, y reposaba en su legitimidad; la existencia de comportamientos endogámicos y manipulatorios, el riesgo de que las normas y reglas privilegiasen los formalismos antes que estimular la producción académica de calidad, los problemas presupuestarios y los riesgos del conformismo, el escaso debate y la poca vinculación con la demanda social.[1]
Estas observaciones, sin embargo, no afectaban la consideración de la transición democrática como una ruptura en el ámbito historiográfico, que había sido puesta en cuestión por Halperin Donghi muy tempranamente. En 1986 observaba, por una parte, la persistencia de las tradiciones historiográficas inspiradas en la Nueva Escuela Histórica y en particular en Ricardo Levene, que, afirmaba “siguen siendo hoy las dominantes, sino en toda la historiografía nacional, en la fracción cuantitativamente mayoritaria que se elabora en centros universitarios y académicos” destacando que lo señalaba con energía para evitar la tentación “de concentrar la atención en las innovaciones que aporta cada etapa, olvidando lo que sobrevive a través de todas ellas” (Halperin Donghi, 1986, p. 491). Por otro lado, Halperin señalaba con perspicacia la continuidad en el campo historiográfico de personas que habían adherido a los postulados dictatoriales hasta los años de la transición, y que continuarían sus trayectorias intelectuales sin dificultades:
si ahora el país entero, con la excepción de los más directamente responsables de la gestión cerrada en catástrofe, coincidía en juzgar con extrema dureza la etapa dejada atrás, ese consenso podía ser tan vasto porque lo ampliaba la adhesión de quienes solo retrospectivamente habían descubierto en esa etapa los rasgos que ahora los horrorizaban; muy comprensiblemente, no solo no estaban ellos dispuestos a extender su severidad de juicio hacia su propia trayectoria pasada, sino ni aun a aceptar recusación alguna de su derecho a ocupar posiciones adquiridas en parte gracias a la actitud más comprensiva que hasta la antevíspera habían desplegado hacia la experiencia ahora universalmente execrada. Consecuencia de ello fue que una transición política de hondura sin precedentes en el país iba a tener en las instituciones en que el estado alberga la actividad historiográfica un eco menos pronunciado que otras previas y más leves (Halperin Donghi, 1986, p. 520).[2]
En definitiva, existe una amplia coincidencia en destacar que desde los años de la transición democrática la historiografía argentina experimentó un crecimiento notable en la calidad y número de sus producciones de la mano de una extensión de la profesionalización, y un consenso extendido acerca del respeto de las reglas del oficio y la conquista de una autonomía y una legitimidad que antes de 1976 eran muy precarias. Existe también coincidencia en subrayar el carácter fragmentario y disperso del conocimiento así construido, la debilidad de sus núcleos problemáticos, las carencias que implicaba una labor historiográfica desprendida de implicancias intelectuales, al margen de los debates político y magramente financiada (Hora y Trimboli, 1994; Zeitler, 2009; Pagano, 2010), y la ausencia de confrontaciones historiográficas significativas (Sábato, 2001).
Continuidades y rupturas en el CONICET
El CONICET mejoró su financiación en los años de la dictadura, a expensas de las universidades públicas. Como ha mostrado extensamente Fabiana Bekerman, el régimen militar reordenó los recursos destinados a la investigación desde 1976. Ese año las universidades nacionales disminuyeron de un 26 a un 8 por ciento los recursos que recibían de la finalidad Ciencia y Técnica del Presupuesto Nacional respecto al año anterior, mientras el CONICET aumentó su participación en el rubro del 13 al 26 por ciento en el mismo período. Al mismo tiempo que en las universidades la dictadura impuso además de la disminución presupuestaria, el control ideológico y la desarticulación de equipos enteros de investigación, en el CONICET se inició un período contradictorio caracterizado por el fuerte disciplinamiento y, simultáneamente, por el crecimiento y la expansión institucional (Bekerman, 2016, p. 7). Por un lado se expulsaron investigadores, becarios y personal de apoyo por causas políticas, se cerraron institutos y se concentró el poder institucional en pocas manos, y por otro, se crearon más de cien institutos de investigación bajo dependencia de CONICET, se extendió el sistema hacia las provincias con la apertura de centros regionales de investigación y, como vimos, aumentó el número de investigadores y becarios. En 1976, este organismo contaba con 55 institutos; en 1979 eran 75 y en 1983 había un total de 112 institutos, 75 programas, 13 servicios y 9 centros regionales. La mayoría de los nuevos institutos se establecieron sin vínculo institucional con las universidades nacionales, lo que “favoreció la concentración de la investigación en los institutos del CONICET y la relación directa de los investigadores sin mediación de las instituciones universitarias”. Por ello resulta claro “que la expansión y crecimiento del CONICET tuvo como contracara la contracción de las universidades” (Bekerman, 2016, p. 8).
Considerando la década transcurrida entre 1974 y 1983, la distribución según áreas disciplinares de los institutos de investigación pertenecientes al CONICET no cambió para el caso de las ciencias sociales que mantuvieron una proporción del 13 por ciento. Muchos de los directores de estos institutos fueron cuestionados por malversación de fondos públicos a través de fundaciones privadas y procesados durante el reinicio de la democracia (Bekerman, 2018, p. 265). Las medidas más importantes del nuevo gobierno buscaron desmantelar los instrumentos de control ideológico y democratizar las instituciones del sistema de ciencia y tecnología. Bajo la presidencia de Carlos Abeledo el CONICET se orientó –en línea con el gobierno nacional– en tres grandes ejes de acción: el ordenamiento institucional, el restablecimiento de las relaciones con las universidades nacionales y la inclusión de actividades de vinculación tecnológica (Vasen, 2012). Se modificó parcialmente el programa de becas; se crearon las becas de pre iniciación para dar apoyo a los graduados de las universidades en las que la investigación tenía poco peso, se instituyeron las Becas Doctorales y Post Doctorales y una nueva modalidad de Becas Externas, a las que se sumaron por única vez en 1984, unas Becas Internas de Actualización de dos años de duración destinadas a postulantes que habían sufrido persecución política, de la que fueron beneficiarias 160 personas (Bekerman, 2016, p. 10).
Sin embargo, estas iniciativas chocaron contra las persistentes limitaciones económicas a las que tuvo que enfrentarse el gobierno de Alfonsín. Durante los primeros años de democracia, el crecimiento de la planta de investigadores resultó moderado, con un crecimiento medio anual entre 1985 y 1991 del 5,4 por ciento (CONICET, 2022, p. 12). De este modo, el CONICET contaba en 1985 con un total de 1721 investigadores e investigadoras, en 1987 con 1902, en 1989 con 2176 y para 1991 sumaba 2383 (CONICET, 2022, p. 61). En aquellos años, los investigadores de la Gran Área de Ciencias Sociales y Humanas representaban el 20 por ciento del total, aunque los ingresantes a la carrera del investigador en esa gran área resultaron un 22 por ciento del conjunto en el período (CONICET; 2022, pp.17 y 20). Para 1985 el total de dicha gran área contaba con 264 investigadores e investigadoras, en 1987 con 310, para 1989 eran 373 y en 1991 eran 404 (CONICET; 2022, p. 64). En toda esta etapa, las investigadoras mujeres de la gran área de Ciencias Sociales y Humanas representaban algo más del 40 por ciento del total (CONICET, 2022, p. 70).
Aunque la tarea de reconstruir las series de investigadores en el campo específico de la historia no ha sido posible hasta el momento, el propio CONICET informaba en 1987 que contaba con 161 investigadores y 178 becarios y becarias de todas las categorías en Historia y Antropología. (CONICET, 1989, pp. 41-42). Entre 1985 y 1988 los integrantes del área de Historia y Antropología contaron con un total de 37 proyectos de investigación trienales y en 1987 con 66 proyectos de investigación anuales (CONICET, 1989, p. 40). Aproximadamente la mitad de estos investigadores, becarios y subsidios correspondieron a la disciplina histórica en sentido estricto y una proporción similar a Antropología. Podemos sostener considerando esto que si bien las oportunidades y posiciones abiertas por el CONICET para posibilitar la profesionalización y renovación del campo historiográfico en los años iniciales de la dictadura no fue insignificante, resultó menos amplio y decisivo de lo que los protagonistas institucionales más relevantes del período recuerdan.
Por otra parte, como ha planteado Agustín Rojas, existen muy marcados elementos de continuidad entre la etapa dictatorial –o para ser más precisos, la etapa represiva iniciada en 1974 bajo el tercer gobierno peronista– y la naciente democracia en el ámbito del CONICET. Este autor ha mostrado el desempeño de historiadores del derecho de tendencia conservadora como José María Mariluz Urquijo o Víctor Tau Anzoátegui durante los años dictatoriales, que continuaron luego su desempeño en el CONICET en democracia hasta alcanzar los niveles más altos como investigadores de la institución. Los principales elencos que se vieron beneficiados por la financiación de CONICET durante el régimen militar fueron la Escuela Histórica de la Plata; la Escuela Jurídica de Levene en Buenos Aires; la Escuela Sevillana en la Universidad Nacional de Cuyo; y otros nucleados en las Universidades Nacional de Córdoba, del Nordeste y de Catamarca, adscriptos a un arco ideológico que iba desde el liberalismo hasta el conservadurismo antidemocrático y dedicados a la historia social, la económica social y la historia política tradicional (Rojas, 2021, p. 180). También fueron amparados por el CONICET grupos vinculados a universidades confesionales ligados a la Fundación Nuestra Historia, institución revisionista relacionada también con el Instituto Bibliográfico Antonio Zinny dirigido por Jorge Bohdziewicz. En todos estos casos primó la continuidad antes y después de 1983, más allá de los informes negativos recibidos o las investigaciones sobre manejos irregulares de fondos que merecieron.
Más allá de los sectores claramente identificados con la derecha católica más reaccionaria, Rojas destaca que una parte significativa de los científicos activos entre 1974 y 1983 desarrollaron estrategias adaptativas, “optaron, provisoriamente, por legitimar las fuerzas conservadoras renunciando al pacto con las mismas tras el fracaso bélico de 1982, e integrándose no forzosamente a las estructuras científicas posalfonsinistas” (Rojas, 2021, p. 181). En este conjunto el autor agrupa a quienes aprovecharon de modo oportunista la ausencia de quienes fueron expulsados desde 1974 y a investigadores jóvenes que a través de distintas estrategias lograron integrarse al CONICET durante la dictadura, sin compartir necesariamente los postulados del régimen y habiendo sido vigilados y sufrido en ocasiones cesantías. El inicio de sus carreras, posibilitado por las becas de CONICET, permitió la persistencia de líneas de investigación innovadoras. En función de ello y del desarrollo de otros ámbitos en que se desplegaba una historiografía rigurosa y moderna, como el de los historiadores del Instituto Di Tella, permiten a Rojas afirmar que
no puede concebirse la reprofesionalización desde una clave absolutamente disruptiva, sin admitir rasgos de una acumulación originaria previa, líneas interpretativas de larga durabilidad y el apoyo de dispositivos institucionales dentro de las élites académicas, muchas de las cuales habían construido un capital nada despreciable. Es decir, una buena parte de los agentes adaptados que convivieron con figuras mediocres durante el «oscurantismo», fueron cómplices de importantes innovaciones. De cierto modo, la «Nueva Historia» no estalló en 1983/84 sino que dicho paradigma comenzó a convivir con otras corrientes preexistentes de la historia «económico-social» como era llamada. En suma, el paradigma renovador posalfonsinista pudo sostenerse gracias no solo a los cambios institucionales a su favor, sino también al mestizaje entre viejas y nuevas élites académicas compartiendo un campo simbólico e instancias de consagración (Rojas, 2021, p. 186).
La perspectiva de Rojas contribuye a moderar significativamente la imagen de ruptura que conllevó la democracia para el campo historiográfico, lo que se complejiza aún más al considerar que una figura al que el autor considera colaboracionista como Ernesto Maeder –que ocupó la cartera de educación del Chaco durante la dictadura– resultó a su vez un investigador que dejó una impronta modernizadora en la historiografía del Nordeste. Aun cuando investigadores como Ricardo Zorraquín Becú, Pedro Santos Martínez, Jorge Comadrán Ruiz, Horacio Cuccorese y Ernesto Maeder recibieron impugnaciones éticas durante el gobierno de Alfonsín, continuaron sus carreras como investigadores del CONICET y de distintas universidades, constituyendo claros ejemplos de continuidad.
Continuidades en las Universidades nacionales
Si se observan los contrastes entre las diversas universidades nacionales, se percibe que existen escenarios muy diferentes en cuanto a trayectorias, desarrollo de la investigación en la disciplina y características de la producción historiográfica. Por ello, un análisis de casos nos permite ser menos optimistas en cuanto a la existencia de una uniforme correlación entre democratización y renovación historiográfica, postulando en cambio que existieron ritmos muy distintos derivados de realidades regionales disímiles y procesos diferentes en lo relativo a los particulares procesos de normalización universitaria, las diversas trayectorias académicas y políticas de los investigadores y las tradiciones historiográficas dominantes en cada caso. Asimismo, resulta determinante para la comprensión de las características de la democratización en cada casa de estudios el modo en que fueron afectadas por la represión desplegada por la dictadura militar y en muchos casos a partir de la llamada “Misión Ivanissevich”, desde agosto de 1974.
En relación a los momentos de transición, postulamos la existencia de compases diversos, de dinámicas complejas debidas a las pugnas al interior de las comunidades académicas, lo que nos permite tensar las ideas más rupturistas sobre el pasaje del contexto dictatorial al democrático luego de 1983. A continuación, vamos a recorrer algunos casos dentro del amplio y heterogéneo ámbito de las universidades nacionales que nos han mostrado, a nuestro entender, elementos de continuidad entre los años represivos más duros y los inicios de la vida democrática.
Al repasar los efectos de la normalización del Departamento de Humanidades de la Universidad Nacional del Sur (UNS), una de las principales conclusiones a las que arribó la historiadora Rocío Zanetto (2014) fue que entre 1983 y 1986 resultaron bien claros los lazos de continuidad observados con el período dictatorial. El eje central de su trabajo estuvo abocado al análisis de los reordenamientos en cuanto a cargos y dedicaciones docentes que se produjeron durante esos años para las diferentes áreas en ese Departamento. En torno a ello, sostiene que los principales puntos de tensión durante la gestión normalizadora pusieron de manifiesto el enorme impacto que tuvo el proceso dictatorial (y represivo previo a 1976) dentro de la institución. Como primera constatación de continuidad, resultaba evidente que la misma planta docente de Humanidades –y sus respectivas autoridades, que se venían desempeñando en la institución durante el período militar– fueron a quienes se les encomendó impulsar el proceso de democratización. En consonancia, ya a finales de 1983 la entonces directora del Departamento, Sara del Rio Bereilh, había prorrogado las designaciones y/o renovaciones de los cargos para 1984, incluso a pesar de ser una decisión que impactaría tras los cambios de gestión. Con posterioridad a esto, la autora notaba que dentro del claustro de profesores casi el 65% tenía en vigencia sus designaciones durante la normalización. Dentro de la sección de Historia del Departamento, los principales representantes dentro del Consejo Académico Normalizador Consultivo (CANC) fueron los profesores Félix Weinberg y Hernán Silva, que se habían desempeñado en sus funciones a lo largo de los años dictatoriales. Silva, cuya trayectoria en el Departamento de Humanidades de la UNS continuó con estabilidad tras 1983, tuvo una nutrida producción por fuera del estricto ámbito universitario local. Si ampliamos la mirada hacia otro tipo de producciones historiográficas durante la época dictatorial, y observamos la circulación de productos culturales arrojados al vasto público bahiense, podemos advertir ciertas dinámicas que caracterizaron la relación entre historia y política durante los años de mayor oscuridad en nuestra historia reciente. Sobre todo, es posible analizar procesos de legitimación, de construcción de sentido y de difusión de imágenes sobre el pasado, por parte de la dirigencia militar y civil dictatorial para dotar de legitimidad su presente.
1978 resulta una fecha clave para ejemplificar lo anterior, ya que es el momento en que Bahía Blanca cumplió los 150 años de su fundación. La conmemoración del sesquicentenario, además de caracterizarse por una serie de actos oficiales, se vio coronada por una ambiciosa apuesta editorial organizada desde el medio de prensa local La Nueva Provincia, diario de amplio tiraje y éxito comercial en la ciudad y la región, que además tenía una profunda afinidad ideológica con el gobierno dictatorial. Desde la empresa, con la publicación del libro “1828-11 de abril-1978. Homenaje de La Nueva Provincia al cumplirse 150 años de su fundación” se buscó conquistar al lector ávido de conocimientos sobre diversos aspectos del pasado local. Y desde allí logró, en efecto, proponer una lectura sobre ese pasado. Como señaló Patricia Orbe “en el momento de su publicación tuvo una alta demanda –su distribución fue gratuita– y se convirtieron en material de consulta escolar ante la falta de textos de historia local debidamente actualizados.” (2016, p. 28). La publicación reunía artículos de juristas, periodistas de La Nueva Provincia, politólogos, miembros de las fuerzas navales y militares de la zona y construía una línea conmemoratoria entre 1828-1978 que era presentada como una “exposición histórica, política, social y económica”; a la vez que enfatizaba el papel de las fuerzas armadas en su relato, sin perder ocasión de fundir las imágenes del ejército de entonces con aquel protagonista de las campañas de 1878-1879, tan significativas a la propia historia fundacional de la ciudad. El libro (que en la página inicial desplegaba grandes fotografías y dedicatorias de cada uno de los tres miembros de la Junta Militar, Jorge Videla, Emilio Massera y Orlando Agosti, además de un mensaje afectuoso del gobernador de la provincia Ibérico Saint Jean) tenía como única pieza de autoría de un historiador de formación profesional, un importante artículo de Hernán Silva. El escrito ahondaba en el pasado local de los últimos cien años del siglo XX en un eje que iba de 1928 a 1978 y se titulaba: “Crecer con el ejemplo del pasado y la fe en el futuro”. El autor, con especializaciones en la Universidad de Sevilla, artículos publicados y vasta actividad docente y en investigación dentro del área de Historia de América y Argentina, escribía sobre la historia local por aquellos años, en los que se desempeñaba habitualmente en los circuitos generados desde la Academia Nacional de la Historia.[3]
Volviendo sobre otras cuestiones referidas al proceso de normalización en la UNS, Fernández Stacco (2009, p. 419) señaló que “fue sumamente lento el progreso –si es que hubo alguno– en la democratización de la UNS y el continuismo, a nivel Departamental fue evidente. Es así como en las elecciones para constituir el Consejo Superior Provisorio fueron electos en primera instancia algunos personeros de la dictadura en la Universidad”. En particular, el matemático denunciaba que fue recién luego de 11 meses de haber comenzado la normalización de la UNS que resultó suspendido por el Consejo Superior el ex interventor Dionisio Remus Tetu.[4] Fernández Stacco ha señalado que fue el sector del estudiantado organizado en la Federación Universitaria del Sur el que presionó para que el ex interventor fuera apartado de sus cargos. A pesar de haberse ya jubilado, Tetu continuaba en ejercicio como profesor titular con dedicación exclusiva en las materias Sociología y Sociología Económica. Su permanencia luego de 1983 fue favorecida por la renovación propiciada por la entonces directora del Departamento de Humanidades Sara del Río de Bereilh. El caso de Tetu nos permite observar un rasgo de continuidad que tocaba todas las fibras más sensibles entre la comunidad universitaria involucrada. A la vez que tensaba cualquier posibilidad de convivencia democrática. Fue recién hacia 1985 cuando comenzaron a efectuarse los “juicios administrativos de responsabilidad” hacia su persona como efecto tanto de las cesantías docentes que había provocado en el pasado, como de los efectos económicos perjudiciales que estas habían significado para la UNS.
Otras tensiones que podríamos podemos referir fueron las generadas en los casos de docentes que, ya en democracia, no pudieron volver a reinsertarse en el medio académico que en algún momento les cerró sus puertas por cuestiones ideológicas. Algo de esto sucedió con parte de los docentes perseguidos y denunciados por “penetración ideológica marxista” en la UNS, primero con la gestión Tetu y luego con el proceso de “limpieza ideológica” que la propia dictadura llevó a cabo. Nos referiremos a cierta “renovación truncada”, en lo que significó la labor y el paso del historiador Juan Carlos Garavaglia por la UNS durante los años setenta. Garavaglia había sido director e interventor del Instituto de Humanidades (luego transformado en el Instituto de Estudios del Tercer Mundo Eva Perón), como clara expresión de la primavera vivida entre 1973 y 1974 para los sectores de la juventud revolucionaria. En paralelo, había comenzado en 1974 el dictado, entre otros, de la materia Historia Argentina (1800-1880) que compartía con los docentes Hernán Silva y Esther Lesaga.[5] En primer lugar, la gestión de Tetu y luego las políticas dictatoriales obturaron las posibilidades de que los aportes renovadores de Garavaglia prosperaran y dieran frutos dentro de la carrera de Historia de la UNS. En sus memorias publicadas poco antes de su fallecimiento en 2017, Garavaglia contaba su exilio, que había sido motivado por la persecución del ejército de Bahía Blanca (Garavaglia, 2015, p. 198). Cuando regresó al país en 1986 no volvió a ocupar el lugar dejado en la UNS. El historiador Daniel Villar, –quien fuera su amigo, colega, y que también sufrió persecución y exilio– recordaba que finalmente “la universidad local se rehusó a reincorporarlo”. (Villar, 2017, p. 2). Como en tantos otros aspectos de la vida universitaria, los criterios y ritmos respecto a la reincorporación de los cesantes desde 1974 resultaron muy distintos en los diversos casos.
En el caso de la Universidad Nacional de La Pampa, advertimos desarrollos bien particulares en el proceso de llamados a concursos y en la efectivización de las reincorporaciones de docentes que habían sido cesanteados en dictadura, pero también en el planteo de un nuevo escenario en materia investigativa. Para marzo de 1984 dentro de la Facultad de Ciencias Humanas ya se había tomado la decisión de reincorporar al personal dejado cesante, lo que constituyó una de las primeras medidas que la comunidad universitaria local le exigió al rector normalizador. En este sentido la celeridad fue una condición que marcó el proceso.
Para fin del año 1984, los listados estaban confeccionados y cada facultad debía hacer la previsión presupuestaria que demandarían los nuevos cargos. En febrero de 1985, el rector normalizador firmó una serie de resoluciones que reincorporaban al personal "docente y no docente" que había sido separado por "motivos políticos, gremiales y conexos". … La Facultad de Ciencias Humanas reincorporó a los docentes: Hebe Angélica Monges, Juan Carlos Grosso, Edith M. Vivona, Adriana E. Culzuni, María Cristina Ercoli, María Teresa Poussif, Hugo Del Campo, María L. Diez, María Jorgelina Caviglia, Alejandro Socolovsky, Julio A. Colombato, Santiago, Julio A. Colombato, Santiago B. Giai y Daniel Villar (DNResolución 025/85 (Folco, 2008, p. 120).
Sin embargo, hacia 1986 y 1987, tras las numerosas designaciones de profesores y los llamados a concursos que se dieron, no fue posible cubrir los cargos por falta de aspirantes en todas las facultades. Este fue el caso de la Facultad de Ciencias Humanas, que se encuadraba en un marco mayor, ya que en muchos concursos se suscitaron problemas para reclutar el personal, lo que se evidenció “en el elevado porcentaje de concursos que se decretaron desiertos.” La crisis económica provocó un deterioro marcado de las remuneraciones del personal docente de las universidades nacionales, que “creó graves problemas para retener a los académicos de alto nivel en las cátedras universitarias y para alentar la formación intensiva de los docentes más jóvenes; por tales motivos, los logros alcanzados por la nueva política de reclutamiento y promoción del sector docente, en muchos casos, se deben relativizar” (Bertoni y Cano 1991, p. 21; Folco, 2008,p. 118).[6] El caso de La Pampa nos advierte que debemos presentar cierta cautela frente a las lecturas más optimistas que consideran que con la llegada de la democracia se desencadenó un proceso de paulatina profesionalización del campo. En este sentido, es imperioso atender en el análisis de situación a los procesos particulares de largo, mediano y corto alcance respecto a la organización de la actividad de investigación en cada región; además de las condiciones objetivas y de financiamiento que las posibilitaron, o no. Sostiene Folco que en ese contexto los marcos universitarios regionales aún no se sostenían en fuertes estructuras que posibilitaran la organización de la actividad científica investigativa, y que con magros presupuestos, la actividad de investigación más bien podía representarse como un gran desafío, ya que:
se hacía necesario incrementar el número de investigadores y alcanzar niveles de excelencia, aunque múltiples fueron los esfuerzos para coordinar estrategias comunes y promover políticas universitarias que desarrollaran el área, aun hacía falta promover becarios jóvenes y la realización de cursos de posgrado por parte de los docentes. (Folco, 2008, p. 125).
En los desarrollos intelectuales e historiográficos que fue posible observar en la provincia de Mendoza, desde las décadas previas grupos de la derecha nacionalista identificaron en el espacio universitario un ámbito clave en el cual refugiarse. Desde mediados del siglo XX, señala Celina Fares, resultaba posible el rastreo de un “conglomerado nacionalista” dentro de la Universidad Nacional de Cuyo, que bien podría ser filiado con diversas posiciones –tradicionalistas, hispanistas, nacionalistas revisionistas, católicas y conservadoras– y que en gran medida nunca habían adherido al peronismo. Sin embargo, y ya en términos estrictamente historiográficos, destacaba la autora que de ninguna forma ese conglomerado se resistió a la búsqueda de prestigio profesional que requerían los cánones de la Nueva Escuela Histórica.[7] Todo este grupo no vería alterada la continuidad de su vida profesional en democracia.
Podemos hablar de largas trayectorias de sectores ligados a formas eruditas de la Nueva Escuela Histórica, como los casos de Dardo Pérez Guilhou[8] o el ya mencionado Jorge Comadrán Ruiz, ambos con pertenencia a la Academia Nacional de la Historia y continuidad dentro del ámbito historiográfico local. Otras continuidades en un sentido similar observamos en el caso del matrimonio Pithod: Abelardo y María Estela Lépori de Pithod. El primero, además de publicar en los mismos espacios que Dionisio Remus Tetu, fue un divulgador dentro del tradicionalismo católico e investigador del CONICET entre 1974 y 2000. Cuando retornaba la democracia fue contratado por la Universidad de Mendoza y dictó seminarios de grado y posgrado en la UNCuyo. Por su parte, María Estela Lépori de Pithod fue convocada para regresar desde el exterior (había estado en Francia como becaria del CONICET entre 1980-1981) a la UNCuyo específicamente
por la última decana de FFyL de la dictadura, Marta Páramo de Isleño (1981-1983), para retomar la cátedra de Historia Moderna. Durante el proceso de normalización democrática rendiría concurso como titular para el cargo, en el que se desempeñó entre 1986 y 2003, al tiempo que trabajó en la dirección de tesistas y becarios además de dictar cursos de posgrado y desarrollar actividades de gestión. (Fares, 2022: p.105).
Otro ejemplo a mencionar entre los mendocinos es el de Enrique Díaz Araujo, –férreo impulsor de ideas maurrasianas–, quien en términos académicos logró una extensa vida laboral en la Universidad Católica y la Universidad de Mendoza desde mediados de los años sesenta. En 1985 ganó el concurso de la titularidad de Historia Argentina III en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, en el marco de la normalización universitaria, cátedra en la cual se desempeñó durante 20 años (Fares, 2022, p. 133). La Universidad de Cuyo nos muestra un caso en el que un conjunto de intelectuales que compartían perspectivas historiográficas muy tradicionales y filiaciones políticas en la familia del nacionalismo de derecha continuaron y legitimaron sus trayectorias durante el período abierto en 1983.
A modo de cierre
A lo largo de estas páginas matizamos las miradas más optimistas en cuanto a los ritmos y las condiciones para la renovación historiográfica durante el período iniciado en diciembre de 1983. Si en estas miradas –que en buena medida son el resultado de las memorias de personas que ocuparon posiciones clave en esos años– no han estado ausentes las advertencias sobre los límites del proceso de renovación y profesionalización del campo historiográfico durante la transición democrática, en este trabajo mostramos con base empírica esas limitaciones y postulamos la existencia de problemas a los que no se había considerado lo suficiente.
El desempeño profesional de los historiadores en el siglo XX se desarrolló básicamente en ámbitos estatales, y como ocurre con el análisis de todo agente estatal, las trayectorias no se ven delimitadas por los cambios de régimen político. En el caso del CONICET resulta evidentemente claro, por lo que la continuidad en democracia de investigadores que ingresaron o permanecieron en esa institución durante la dictadura es una constante. Como hemos visto, estas circunstancias habilitaron la permanencia de investigadores filiados en perspectivas antidemocráticas, aunque entre sujetos con cercanía ideológica al régimen militar encontramos también historiadores que contribuyeron a la renovación de la disciplina. El CONICET también cobijó a investigadores en formación que, adaptados a las circunstancias dictatoriales, aportarían también al desarrollo y profesionalización posterior de la historiografía argentina.
Mostramos asimismo que la moderada expansión del CONICET en los años ochenta conspiró decisivamente contra la posibilidad de afianzar un campo profesional para la historia.
En cuanto a las Universidades Nacionales, los casos que presentados revelan con claridad la necesidad de evitar generalizaciones. Las decisiones tomadas en 1983 y 1984 por los interventores universitarios resultaron muy diversas –pese a haber sido designados por el mismo gobierno– en cuanto a la política de concursos, la revisión de lo actuado en dictadura, la reincorporación de cesantes. Podemos encontrar de este modo la continuidad de profesores que ingresaron a sus puestos en dictaduras, su legitimación en concursos públicos, la negativa de incorporar a los cesantes en la década previa, entre otros factores que matizan el optimismo sobre la renovación, dado que por décadas esas decisiones comprometieron la renovación de planteles y perspectivas. En muchas universidades del interior del país, a ello se sumó la dificultad –motivada en buena medida por las restricciones presupuestarias– para cubrir puestos de enseñanza e investigación a través de concursos.
Todo ello implica que la renovación historiográfica debe ser tratada atendiendo a unos marcos que determinan la existencia de características y ritmos muy diversos, que a la larga impactarían en las condiciones y características de la producción historiográfica, en la naturaleza de las preguntas y métodos de investigación, en la construcción de cuerpos bibliográficos de referencia y en la inserción en redes institucionales y debates nacionales e internacionales.
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[1] No se han dejado de criticar los efectos despolitizadores de la noción de profesionalización predominante en los años ochenta y su vínculo con una noción demasiado estrecha de la democratización (Zeitler, 2009, Apaza, 2007). Sobre el proceso de profesionalización como creación de un campo diferenciado dentro del mundo cultural ver Cattaruzza, (1999).
[2] Pese a que en su trabajo Estela Spinelli (2008, p.16) concentra su atención en los historiadores progresistas que adhirieron al alfonsinismo, no deja de aceptar, aunque con más moderación que Halperin, que “si bien el grupo más comprometido política y militantemente con el proyecto de democratización fue, en cierto modo, protagónico en la renovación del medio académico … no todos los historiadores que participaron de la renovación de los estudios históricos pertenecían con el mismo grado de compromiso militante al mismo”. En un sentido similar, Roy Hora ha destacado que la crisis final del régimen militar abrió el camino a una renovación “más lenta pero más profunda” que la que se desarrolló desde 1955, ya que la consolidación del orden democrático generó las condiciones para su continuidad : “Ello fue posible de modo poco traumático en parte gracias a que muchos académicos que fueron compañeros de ruta del régimen militar en sus primeros y más brutales años de vida tomaron distancia de él en su crisis final, y se sumaron a los generalizados reclamos de apertura y mayor tolerancia académica, y en parte gracias a la expansión del sistema de investigación alojado en instituciones públicas, que amplió sus límites hasta dimensiones inimaginables un cuarto de siglo atrás.” Este crecimiento propició una política más basada en la incorporación que en la exclusión (Hora, 2002, p. 44).
[3] Podríamos mencionar la celebración del Congreso Nacional de Historia sobre la Conquista del Desierto durante 1979, que se desarrolló en General Roca entre el 6 y el 10 de noviembre (y como parte de las conmemoraciones por los cien años de las expediciones), como uno de los espacios de sociabilidad académica que frecuentaba. Como producto de su participación, ya en democracia (1985) la ANH publicaba en una separata otro artículo suyo titulado “La segunda Bahía Blanca”. Como ideas fuerza del texto se planteaba un “renacimiento” de la ciudad durante la etapa de transformación ligada al progreso logrado hacia 1880, y centralmente “a partir de la conquista del desierto”. (Silva, 1985, p. 614)
[4] Hacia mediados de los años setenta y para el control ideológico en las universidades tras la “misión Ivanissevich”, Dionisio Remus Tetu fue designado por decreto del Poder Ejecutivo Nacional para la intervención de la Universidad Nacional del Comahue y de la Universidad Nacional del Sur a. Tetu había llegado al país en los años cincuenta como exiliado rumano. Su pasado en Rumania guarda al día de hoy ciertas opacidades, pero se ha conocido su paso militante por la organización Guardia de Hierro de tendencia filo fascista y su experiencia como colaboracionista con el nazismo tras la ocupación de su país durante la Segunda Guerra Mundial. Pese a sus incomprobables credenciales académicas, una vez instalado en Bahía Blanca, logró ingresar como profesor contratado al Instituto Tecnológico del Sur –que luego pasó a ser la Universidad Nacional del Sur–. A fines de febrero de 1975, y desde su intervención en la UNS, tomó numerosas medidas tendientes a eliminar la llamada “penetración ideológica marxista” de la universidad. Dejó cesantes a docentes, estudiantes y personal no docente por ser señalados como “subversivos”. También eliminó el ingreso directo a la universidad; ordenó revisar programas completos de materias; prohibió asambleas, centros de estudiantes y cátedras paralelas; suspendió la inscripción y el dictado de algunas carreras. Quizás lo más oscuro de su intervención en el ámbito universitario estuvo dado por el asesinato del estudiante y militante de la Federación Juvenil Comunista David Cilleruelo, en los pasillos de la universidad en abril de 1975 y a manos de su custodio y jefe del cuerpo armado que formó y contrató para la vigilancia, amedrentamiento y persecuciones estudiantiles ni bien inició su intervención.
[5] Producto de ese encuentro entre formas tan disímiles de pensar el pasado es que había resultado un programa un tanto “híbrido” en cuanto a la selección bibliográfica, sostenido en un cruce de producciones ligadas a la Academia Nacional de la Historia, por un lado; junto a otras asociadas a una historia social- cultural; y más a tono con corrientes en boga y los aportes propios de Annales, del marxismo, pero también de lecturas revisionistas sobre el pasado nacional. Como ya advirtieron Montero y Dominella (2007), a instancias de Garavaglia, en las materias del Área de Argentina y Americana que él dictaba (y previo al cimbronazo que significó la llegada de Tetu), efectivamente se venía produciendo una renovación de textos y perspectivas historiográficas desde programas que ahora incluían autores como: Karl Marx, Eric Hobsbawm, Tulio Halperin Donghi, Haydeé Gorostegui de Torres, Murmis, Rodolfo Puiggrós, John William Cooke, José María Rosa, Eduardo Artesano, Rodolfo Ortega Peña, Eduardo Luis Duhalde, entre otros.
[6] En la Universidad Nacional de Mar del Plata y en sintonía con lo anterior, si bien por un lado se vivió un proceso de normalización signado por una activa participación estudiantil en lucha por la no continuidad de docentes considerados cómplices de la dictadura, a la hora de la sustanciación de concursos también operó allí cierta vacancia local en cuanto al personal activo dentro del claustro docente: “En algunos casos, con fuerte tendencia en las Facultades de Humanidades y de Arquitectura y Urbanismo, fueron decretados desiertos al no concurrir postulantes” (Bartolucci,2019, .p. 213). Para el caso de la Escuela de Historia de la Universidad Nacional de Rosario, más rápido en los alcances de su renovación, ver Pisano (2019).
[7] Entre los distintos referentes que vieron condicionadas sus trayectorias por lo anterior podría mencionarse que “Mientras algunos como Enrique Zuleta Álvarez adhería plenamente a las perspectivas irazustianas y al hispanismo de Maeztu, otros como Pérez Guilhou, defendería los postulados nacionalistas desde las perspectivas más cercanas a la Nueva Escuela Histórica amasados en la Universidad Nacional de La Plata. En cambio, personalidades como Rubén Calderón Bouchet o Enrique Díaz Araujo, no temían posicionarse en la reacción y estaban dispuestos a confrontar explícitamente con la izquierda” (Fares, 2013,p. 11).
[8] Fares (2022) también reconstruye su trayectoria de largo aliento en términos políticos ligadas al antiperonismo, como comando civil de la llamada “Revolución Libertadora” y luego funcionario de la misma.