PROTESTA SOCIAL Y ECONOMÍA MORAL DE LA VIOLENCIA EN LA TRANSICIÓN DEMOCRÁTICA: “LA MASACRE DE BUDGE” Y VILLA MARTELLI

LORENA PONTELLI

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Universidad Nacional de Rosario

Rosario, Santa Fe, Argentina

 

 

PolHis, Revista Bibliográfica Del Programa Interuniversitario De Historia Política,

Año 16, N° 31, pp. 264 -289

Enero- Junio de 2023

ISSN 1853-7723

 

Fecha de recepción: 24/01/2023 - Fecha de aceptación: 20/06/2023

 

Resumen

En las siguientes líneas, a partir de la reconstrucción de los casos “La masacre de Budge” (mayo de 1987) y la insurrección militar de Villa Martelli (diciembre de 1988) mediante el análisis documental como criterio metodológico, nos preguntamos de qué manera el cambio de régimen político incidió en las formas de protesta social así como en los repertorios de acción desplegados durante ambos episodios. A la luz de los casos, conjeturamos que durante la época de la transición, los repertorios de acción se vieron revisados ante la transformación en las economías morales, las cuales operaron tanto dotando de legitimidad a nuevas formas de acción contenciosa como disciplinando otras. Estas evaluaciones, a nuestro modo de ver, se asocian directamente a la revisión de las violencias de Estado y las violencias insurgentes que se produjeron durante el período desde una lectura humanitaria, a la incorporación de dichas prácticas discursivas por nuevos actores y a la respuesta coercitiva estatal que las condiciona.

 

Palabras Clave

transición democrática, economía moral de la violencia, protesta social, “masacre de Budge”, Villa Martelli.

SOCIAL PROTEST AND MORAL ECONOMY OF VIOLENCE DURING THE DEMOCRATIC TRANSITION: “LA MASACRE DE BUDGE” Y VILLA MARTELLI

 

Abstract

In the following lines, based on the reconstruction of the cases “La masacre de Budge” (May 1987) and the Villa Martelli military insurrection (December 1988) through documentary analysis accompanied by a methodological criterion, we ask ourselves how the change in the political regime affected the forms of social protest as well as the repertoires of action deployed during both episodes. We state that during the period of transition, the repertoires of action were revised due to the transformation in moral economies, which operated both by giving legitimacy to new forms of contentious action and by disciplining others. These evaluations, from our point of view, are directly associated with the review of State violence and insurgent violence produced during the period from a humanitarian reading to the incorporation of the already mentioned discursive practices by new actors and to the coercive State response that conditions these practice.

 

Keywords

democratic transition, social protest, moral economy of violence, “masacre de Budge”, Villa Martelli.

PROTESTA SOCIAL Y ECONOMÍA MORAL DE LA VIOLENCIA EN LA TRANSICIÓN DEMOCRÁTICA: “LA MASACRE DE BUDGE” Y VILLA MARTELLI

 

Introducción

La transición a la democracia argentina, iniciada luego de la derrota de la guerra de Malvinas e identificada con el liderazgo del presidente Raúl Alfonsín, implicó una ruptura con el régimen autoritario precedente. La voluntad del líder radical de juzgar penalmente a las juntas militares y de democratizar espacios de la vida política nacional capturados, según la retórica alfonsinista, por “prácticas corporativas” sentaron las bases de una nueva ética democrática asociada la valorización de los derechos humanos, el Estado de derecho y la ciudadanía. En ese contexto, la democracia liberal fue presentada como el régimen deseable capaz de erradicar, mediante distintos mecanismos institucionales y de consenso, la violencia política de la comunidad.

El léxico de la transición, de acuerdo con Cecilia Lesgart (2003), ofreció lecturas sobre las experiencias políticas anteriores y nuevos horizontes de expectativas que no solo orientaron a la elite dirigente, sino que además se impregnaron capilarmente en las prácticas y lenguajes de la vida política. La narrativa transicional logró renovar sentidos y politizar tópicos antes considerados de la esfera privada, como también producir y disciplinar comportamientos en el espacio público.

Sin embargo, aunque los estudios transitológicos suponen a la sociedad civil como un actor central en el proceso de cambio de régimen (Huntington, 1991; Karl, 1991; O’Donnell, Schmitter y Whitehead, 1988; Portantiero, 1987), los trabajos más destacados sobre las transformaciones de la protesta social (Schuster y Pereyra, 2001; Schuster, 2005; Auyero, 2002 y 2004) y los movimientos sociales de la post-dictadura (Pereyra y Svampa, 2003; Pereyra, 2008) han enfatizado en la década de los ‘90 como momento histórico en el que emergieron nuevas identidades alrededor de un movimiento social: el movimiento piquetero.[1] En términos generales, existe un consenso entre estos autores acerca de la preeminencia que tuvieron tanto el tradicional movimiento obrero (aunque heterogéneo y fragmentado), como el flamante movimiento de derechos humanos durante la transición democrática. Además, reconocen la relevancia de las experiencias territoriales asociadas a la toma de tierras y las demandas de hábitat, que se amplificaron en los márgenes de las grandes ciudades desde fines de los setentas y que posteriormente se convertirán en la matriz territorial del movimiento de desocupados (Schuster y Pereyra, 2001; Svampa y Pereyra, 2003). También se destaca la emergencia del movimiento feminista y de la “juventud” como sujeto político y a la vez objeto de políticas públicas (Calderón y Jelin, 1987; Pereyra, 2008).

Teniendo en cuenta estos mojones de consenso en el campo de estudios de la acción colectiva, el objetivo en las siguientes líneas será explorar, mediante la reconstrucción y el análisis de los casos de “la masacre de Budge” (mayo de 1987) y la movilización “civil” en el levantamiento carapintada de Villa Martelli (diciembre de 1988), la relación entre las metodologías de lucha desplegadas en situaciones de protesta social y la represión estatal asociada a las mismas. La pregunta que guía el análisis busca develar de qué manera el cambio de régimen político, y con ello el discurso transicional, moduló la legitimidad de los recursos movilizados en ambos casos.

Por “protesta social” nos remitimos a la definición de Federico Schuster (2005), quien la concibe como un: “acontecimiento visible de acción pública contenciosa de un colectivo, orientado al sostenimiento de una demanda” (p. 67). La protesta es una forma de acción colectiva cuyos protagonistas suelen asociarse y dejar de hacerlo en tiempos breves, en espacios localizados y no necesariamente constituye identidades fijas en el espacio-tiempo. Para Schuster (2005), el carácter contingente de la protesta explica que la misma “surge de la nada”. Si bien pueden hallarse condiciones subjetivas y objetivas de la protesta, como así también factores o antecedentes que la provoquen, la relación entre estos y el hecho social no es de necesidad sino de indeterminación. Para saldar esta brecha entre la “explicación científica” y la fundamentación filosófica, proponemos aunar el concepto de protesta social al de economía moral, entendiendo que este último puede ser útil tanto para dar cuenta de las motivaciones de la acción como para entender la legitimidad/ilegitimidad de los recursos movilizados y del accionar represivo estatal en la transición democrática.

El concepto de “economía moral de la multitud” fue esbozado primeramente por el historiador marxista Edward P. Thompson (2000) para explicar la ola de motines de subsistencia protagonizados por sectores populares que atravesó la Inglaterra del siglo XVIII. Thompson, con la intención de rebatir la “visión espasmódica” que una corriente de la historiografía inglesa sostenía y que identificaba a la hambruna como principal causa, afirmó que el motín y otras modalidades de protesta social no derivaban del hambre sino de “un consenso con respecto a la economía moral del bienestar público en tiempos de escasez” (2000 p. 279). Por lo tanto, es posible detectar en los modelos de protesta nociones legitimadoras: “Con el concepto de legitimación quiero decir que los hombres y mujeres que constituían la multitud creían estar defendiendo derechos o costumbres tradicionales” (Thompson, 2000 p. 310). Más tarde, el concepto fue enriquecido por John Walton y David Seddon (1994), quienes reconocieron  en la “economía moral” una noción aplicable a las acciones colectivas contemporáneas y no exclusiva de los sectores populares, por tanto, extensible a las modalidades de protesta de clases medias y altas ante los distintos efectos de las crisis económicas.

Recientemente, el antropólogo Didier Fassin ha resignificado el concepto, afirmandondo que puede explicar no solo movilizaciones sociales, sino que en términos más abarcativos sirve para comprender las formas de circulación, apropiación o cuestionamiento de ciertos valores y afectos en torno a un “hecho social”, que no se remite en forma directa al ámbito económico., Mediante la noción de “economía moral” Fassin intenta articular la relación entre política, vida y violencia (Fassin, 2018; 2019) partiendo de algunas premisas. La primera de ellas es que la economía moral de las sociedades define la distancia entre la valoración de la vida como concepto abstracto y la evaluación y devaluación de ciertas vidas en términos efectivos. La segunda, que la economía moral y la economía política (las formas de explotación y exclusión determinadas por las relaciones sociales de producción) están estrechamente ligadas pero, contrariamente al concepto gramsciano de hegemonía, para Fassin la economía moral subyace a la economía política y supone su justificación última. Y la tercera, si como sostiene Walter Benjamin en Zur kritik der Gewalt (1921), la pregunta por la violencia es una pregunta en torno a la legitimidad de la violencia, la misma solo se convierte en tal cuando afecta relaciones morales. Para Fassin, la “víctima” como sujeto no emerge directamente del derecho positivo ni del delito por el que es afectada, sino que es una construcción social indisociable de la dimensión moral y, por lo tanto, de carácter contingente.

Teniendo en cuenta ambos conceptos, conjeturamos que durante la época de la transición los repertorios de acciones de protesta se vieron revisados ante la transformación en las economías morales, las cuales operaron tanto dotando de legitimidad a nuevas formas de participación como disciplinando otras. Dichas evaluaciones, a nuestro modo de ver, estuvieron directamente asociadas con la revisión de la represión estatal y las “violencias insurgentes” (Calveiro, 2012) producidas durante el período desde una lectura humanitaria, así como con las estrategias coercitivas desplegadas en el nuevo régimen político. En este sentido, como señalan distintos autores (Crenzel, 2012; Franco, 2015), el régimen democrático a la vez que comprendió y juzgo los crímenes aberrantes de la dictadura en tanto que “delitos de lesa humanidad”; explicó de manera causal la instauración del régimen autoritario a partir de interpretar el interregno democrático de 1973-1976 como un momento de anomia y caos producto de la violencia política en el que los grupos de izquierda armados fueron protagonistas del escenario político previo al golpe de Estado. De modo que, el discurso humanitario, aunado con el léxico democrático liberal que sirvió como marco interpretativo de la justicia transicional y las políticas de verdad encaradas por la CONADEP, conservó al mismo tiempo el “estigma de la militancia armada” (Crenzel, 2012) en su lenguaje político. Al politizar la muerte de las y los miembros de las organizaciones armadas asesinados y desaparecidos desde la noción de “víctima (inocente)” y al despolitizar, en el mismo movimiento, su vida asociada a proyectos revolucionarios (Crenzel, 2012); los enunciados fundacionales de la época mantuvieron cierta moral autoritaria que homologa “violencia insurgente” con “terrorismo”.[2] Por lo que presumimos que los alcances performativos de estos discursos y prácticas penales no tardaron en transformar las acciones contenciosas en el espacio público.

El criterio de reconstrucción de los casos estuvo determinado, siguiendo a Schuster (2005), por: 1) las características de los actores y su matriz identitaria; 2) las condiciones estructurales de la acción: marco de oportunidades o amenazas de la acción; 3) las características de la demanda; 4) el formato de la protesta, es decir, el repertorio de acciones; 5) la performatividad de la misma. A ello se le agrega un interés por el abordaje de la legitimidad o ilegitimidad de la represión y el proceso de constitución de los sujetos afectados por la violencia en tanto que “víctimas” o su eventual criminalización.

Así mismo, se optó por el análisis documental como criterio metodológico, remitiéndose al relevamiento de fuentes primarias (diarios de la época, revistas, archivos audiovisuales) como también de bibliografía específica sobre los casos.

La “masacre de Budge” (1987)

El viernes 8 de mayo de 1987, aproximadamente a las 19.30 horas, tres jóvenes  ̶ Agustín Olivera (26), Oscar Aredes (19), y Roberto Argañaraz (24) ̶  fueron asesinados a la vista de varias personas por personal de la policía bonaerense cuando se encontraban conversando y tomando cerveza en la esquina de Figueredo y Guaminí del barrio Cuartel Noveno (Ingeniero Budge, Lomas de Zamora). Este hecho, posteriormente conocido como la “masacre de Budge”, es considerado el primer caso de “gatillo fácil” ocurrido en democracia que tomó estado público, trascendió a nivel nacional y logró movilizar a distintos actores sociales y políticos en reclamo de justicia. Lo excepcional (como hecho) y ejemplar (en tanto revelador) fue el proceso de acción judicial que culminó con la primera condena a tres policías en 1994.

Entre las y los académicos que forman parte del campo de estudios sobre violencias de Estado en democracia (Gingold, 1991; Gayol y Kessler, 2018; Pita, 2010; Tiscornia, 2016, entre otros) existe un consenso en torno a la relevancia que tuvo la “masacre de Budge” como hito que inició la periodización sobre la “violencia institucional” y, más específicamente, acerca de la “violencia policial”. En términos de Schuster (2005), podemos sostener que la protesta tuvo efectos estratégicos parcialmente satisfactorios: los policías fueron encontrados culpables por el delito de homicidio agravado, ya que la querella pudo rebatir en el estrado el argumento oficial que aseguraba que se había tratado de un homicidio en riña, luego de diversos intentos por fraguar un enfrentamiento. Así mismo, tuvo efectos performativos: bajo los significantes “masacre” y “gatillo fácil” se logró instalar en el debate público la continuidad de las violencias estatales en democracia y tornar legítimo el reclamo de seguridad ciudadana (Gingold, 1991).

La conformación de una organización de familiares y vecinos de Ingeniero Budge  ̶ la Comisión de Amigos y Vecinos (CAV) ̶  para la institucionalización del conflicto fue determinante en la visibilización de la protesta; así como la apelación a los medios de comunicación, que jugaron un rol relevante al desestimar el parte policial como fuente principal en la producción de la noticia (Gayol y Kessler, 2018). El caso Budge inauguró una práctica de denuncia y una forma de organización colectiva urdida desde las clases populares que será emulada en los años venideros ante nuevos acontecimientos de violencia policial.

Para efectivizar la demanda, el repertorio de protesta desplegado fue amplio, constante en el tiempo e innovador en sus formas. Al día siguiente de ocurridos los hechos, un grupo de vecinos y amigos de las víctimas se acercó a la comisión de padres y educadores de la Escuela N°82 de la zona del Cuartel Noveno (que había surgido para solucionar problemas de contaminación en el agua de la escuela) en busca de solidaridad. Al mismo tiempo, las tres familias acordaron una representación en conjunto por abogados de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre (LADH). Los abogados, la comisión de padres de la escuela, los amigos y los familiares, estuvieron presentes en la firma del acta de fundación de la CAV, creada ese mismo día, y en la elevación de un primer petitorio de demandas dirigidas  a la policía y al poder judicial. De esta forma, la estrategia ideada por los familiares y vecinos se centró en institucionalizar el reclamo por los canales democráticos en lugar de buscar justicia “por mano propia”.[3]

A ello le siguieron la organización de marchas en el partido de Lomas de Zamora y en la Capital Federal, y la elevación de una solicitud de audiencia con el presidente Alfonsín, que no fue concedida. La movilización popular, y con ella la trascendencia del caso en los medios nacionales, fue determinante para la consumación del primer juicio oral realizado en 1990 (Gingold, 1991; Pita, 2010; Gayol y Kessler, 2018). Sin embargo, a partir de las primeras marchas en reclamo de justicia los vecinos del barrio comenzaron a recibir amenazas y fueron víctimas de secuestros y torturas.[4] Es por esto que, a las pocas semanas de su creación, la CAV debió improvisar un sistema de autodefensa para proteger a los testigos, mediante guardias permanentes y cacerolazos que alertaban la presencia de policías patrullando el barrio.

Para Gingold (1991), el caso Budge fue propiciado por el “marco de oportunidades” que ofrecía una coyuntura signada  por la política de justicia transicional llevada adelante por el gobierno radical y  por sus intentos de mostrar una imagen “democrática” de las fuerzas de seguridad, con la designación de Juan Ángel Pirker como comisario general de la Policía Federal (PFA).[5] Desde nuestro lugar,  hallamos que otro elemento determinante en la disputa política y jurídica, fue la incorporación y resignificación por parte de la querella (representada en la Comisión de Amigos y Vecinos de Budge) de una narrativa humanitaria que reunió bajo la figura de la “víctima inocente”, no ya a las y los jóvenes militantes asesinados y desaparecidos de la última dictadura, sino a los jóvenes varones, pobres y racializados que mueren en manos de la policía.[6]

En lo que respecta a la identidad de la protesta, encontramos que confluyeron una matriz cívica asociada a la incorporación del léxico transicional de demanda de ampliación de derechos y una matriz territorial, vinculada al proceso de toma de tierras iniciado durante la última dictadura que dio origen al barrio Cuartel Noveno. Aún así, distintos autores (Gingold, 1991; Pita, 2010; Vommaro y Cozachcow, 2018) ofrecen perspectivas diferentes para pensar las causas que determinaron esta particular forma de organización que tuvo como actor al “vecino” y al “familiar” y era ajena a los partidos políticos. Mientras que Laura Gingold argumenta que fue la desconfianza hacia las organizaciones partidarias tradicionales lo que motivó la independencia de la CAV; María Victoria Pita señala que este espacio de protesta, al igual que los organismos de derechos humanos, encontró en la elaboración simbólica y afectiva en torno al “locus del dolor” una retórica eficaz y distinta a las partidarias, que legitimó y a la vez autorizó el reclamo ante el Estado (Pita, 2010 p. 193). Partiendo del trabajo de Pablo Vommaro y Alejandro Cozachcow, podríamos afirmar que el surgimiento de la CAV se vinculó a modalidades de militancias locales que nacieron durante la dictadura como formas de organización de lo colectivo de carácter más bien vecinal en el Gran Buenos Aires. El acompañamiento de la Comunidad Eclesiástica de Base así como de distintas fuerzas de izquierda de militancia basista en los ochenta  ̶ como el MTP, el MST, la Federación Juventud Comunista, la Agrupación de Base Peronista, entre otras  ̶  sirven de indicadores de este rasgo.

Pero ¿qué significó el término “fácil”? ¿Qué se quiso nombrar, en el caso Budge, con esta palabra? Si la fuerza letal es el último recurso de la policía en el régimen democrático, gatillar debería ser una acción “difícil”, o mejor dicho, “compleja”: para su ejercicio debe cumplir con criterios de racionalidad, legalidad y proporcionalidad. Sin embargo, retomando el concepto de economía moral de la violencia de Fassin, podríamos afirmar  que la palabra “fácil” fue utilizada no sólo para denunciar el accionar ilegal, sino más bien para denunciar la ilegitimidad de la coerción estatal devenida en “represión”. La moralidad operó en el caso Budge por parte de los denunciantes para desmarcar a los jóvenes asesinados de los estigmas de la época que justificaban las ejecuciones extrajudiciales de la policía, más allá del discurso sobre la “subversión”: la vagancia, la drogadicción, la delincuencia.

Una nota publicada en la revista El Porteño de mayo de 1987, a propósito de la “masacre” de Budge, nos permite ilustrar el uso que se le dio al término en esa coyuntura:

 

Pedro Pablo Iannote es un ciudadano que sufrió la muerte de su hijo Hugo, el 7 de abril de 1985, cuando un informante civil y un patrullero policial lo confundieron con un delincuente en Morón. Como el de Ingeniero Budge, fue aquel un crimen propio de una práctica acostumbrada al gatillo rápido, sin control alguno. Es decir, al fusilamiento ante cualquier atisbo de delincuencia, aun bajo denuncias imprecisas.[7]

 

Gatillar “fácil” era apuntar y disparar rápido “a cualquiera”,  significaba confundir al “inocente” (trabajador/normal) con el delincuente/drogadicto. Es indispensable retener aquí la construcción de la “víctima inocente” elaborada desde una narrativa humanitaria. Por “gatillo fácil” habían sido asesinados Aredes, Olivera y Argañaráz pero no Luis Orellana, otro joven del barrio que, de acuerdo con las versiones recogidas de los vecinos por Laura Gingold, “andaba en algo raro”. Orellana fue ejecutado/ultimado por la policía mientras dormía unas semanas más tarde de ocurrida la masacre y en el mismo barrio, pero su nombre no fue incorporado a los reclamos de justicia de la CAV (Gingold, 1991). El problema entonces no era el uso policial de la violencia letal, sino la falta de previsión con la que la policía disparab a matar. Por lo tanto, la noción de gatillo fácil tuvo un efecto paradójico: no apuntó a condenar sino a reafinar el ojo policial, aquel que determinaba quién era el “blanco” y quién era la víctima y necesitaba de su protección. De esta forma, la consigna “gatillo fácil” ocultaba valores morales compartidos entre “civiles” y “policías”, tornando lábil esta distinción. En palabras de Laura Gingold: "La crítica a la violencia institucional se limitó a la injusticia aplicada a jóvenes 'que no estaban en nada'. Sin embargo, no se cuestionó el derecho a matar 'chorros' (...) El derecho reclamado fue el derecho a no quedar afuera del derecho y tener las garantías que otros tienen, como la seguridad" (1991 p. 22)

En resumen, la tarea de politización de las muertes de los tres chicos de Budge revela el alcance, el despliegue y la apropiación de las prácticas de protesta de los organismos de derechos humanos (tanto su dimensión enunciativa como modal) por parte de los sectores populares y su eficaz articulación en un entramado territorial activo, ajeno a los actores políticos tradicionales (protagonistas, de acuerdo con la transitología, del “sistema político-institucional”), con rasgos autogestivos pero atravesado por el léxico transicional. Paradójicamente, la disputa en torno al carácter “inocente” de las víctimas ilumina el restringido alcance que portaba la noción de “ciudadanía” en la época.

La protesta social en Villa Martelli (1988)

El levantamiento carapintada de Villa Martelli (del 1 al 4 de diciembre de 1988), fue la tercera de una serie de rebeliones castrenses que culminó en diciembre de 1990 y presentó algunas diferencias con respecto a las asonadas militares anteriores. En primer lugar, fue comandada por el teniente coronel Mohamed Alí Seineldín, en contraste con los levantamientos de Semana Santa de abril de 1987 y Monte Caseros de enero de 1988, lideradas por el teniente coronel Aldo Rico (quien, para diciembre de 1988, se encontraba preso en el penal de Magdalena). En segundo lugar, el conflicto duró cuatro días y concluyó con un pacto secreto entre el líder de los carapintadas y el jefe del EMGE (Estado Mayor General del Ejército), general José Caridi. Esto evidenció la poca participación del gobierno en la resolución de la crisis castrense y, con ello, el escaso poder que ejercía sobre el Ejército. En tercer lugar, una multitud de civiles rodeó la unidad militar de Villa Martelli en repudio a los rebeldes y fue duramente reprimida. Por lo tanto, encontramos cuatro actores relevantes que participaron en el episodio: los carapintadas, los “leales”, el gobierno nacional y la “ciudadanía”.

La protesta social de Villa Martelli tiene como antecedentes las movilizaciones ciudadanas contra el intento de golpe de Estado de Semana Santa de 1987, ensayado por el sector “carapintada” del Ejército y encabezado por Rico. A diferencia de estas jornadas, en las que las protestas se efectuaron en las plazas públicas de distintas ciudades del país; en Villa Martelli encontramos que, aunque existieron movilizaciones en Plaza de Mayo, el lugar privilegiado fue el cuartel militar. Pero, al igual que en Semana Santa, la identidad de quienes protestaron (a pesar de su heterogeneidad) era de matriz cívica, como lo ilustran las consignas y demandas de las y los movilizados. El rasgo espontáneo es lo que caracteriza al episodio.

El anuncio de una nueva insurrección militar en Campo de Mayo tomó estado público el 2 de diciembre, confirmando los rumores que circulaban el día anterior. La guarnición militar amanecía en armas contra la jefatura de las FF.AA. que, de acuerdo con la Constitución, tiene como comandante al presidente de la Nación. Los amotinados liderados por Seineldín, como en las anteriores sublevaciones, pedían la amnistía de los más de trescientos militares juzgados, por entonces, por crímenes de lesa humanidad y la libertad de los rebeldes encarcelados por los alzamientos previos, entre otras demandas. Esa tarde, las tropas “leales” dirigidas por el jefe del EMGE se trasladaron hacia Campo de Mayo e iniciaron un enfrentamiento armado que no duró más de una hora y en la que murió un oficial rebelde. Tras este episodio, Caridi anunció que el conflicto había terminado, pero las novedades del día siguiente desmintieron sus palabras. El mediodía del 3 de diciembre, Seineldín y sus tropas abandonaron Campo de Mayo y se movilizaron hacia los cuarteles de Villa Martelli, ubicados en una zona densamente poblada y próxima a la Capital Federal, aumentando así la presión hacia el gobierno. Esa misma noche, el presidente Alfonsín (que recién arribaba al país luego de una gira diplomática), dio la orden por cadena nacional de reprimir a los insurrectos. Sin embargo, fue desoída por las fuerzas “leales” que aguardaban en las inmediaciones de Villa Martelli sin intenciones de iniciar otro enfrentamiento.

Ante esta situación, el equipo de prensa del gobierno llamó por los distintos canales de televisión a movilizarse bajo las siguientes consignas: “Dictadura o democracia: la opción es clara: ¡Viva la Constitución[8], “Vaya a la plaza de su pueblo de provincia”[9], “El pasado no puede volver. Todos al Congreso. Contra el golpe, todos al Congreso”. La respuesta civil no se dejó esperar; desde el día anterior la Plaza de Mayo había comenzado a ser colmada por multitudes de distinto signo político y organizaciones gremiales en rechazo a la sublevación, al igual que en otras localidades del país, llegando a concentrarse más de cien mil personas.[10] Militantes de distintos partidos (Movimiento al Socialismo, Partido Comunista, UCR, UCEDE, del peronismo de izquierda, PJ, Partido Socialista, Partido Intransigente, demócratas cristianos, entre otros) ocuparon de manera permanente la Plaza de Mayo hasta la madrugada del 5 de diciembre, luego de que el gobierno anunciara el fin del levantamiento, al grito de cantos tales como “a ver quién dirige la batuta, si el pueblo unido o los milicos hijos de p…”, “paredón a todos los milicos que vendieron la Nación”, si se atreven, les quemamos los cuarteles” o “ni rebeldes ni leales, los milicos son todos criminales”.[11]

La mayoría de los canales de televisión transmitían en vivo y en directo los movimientos de los rebeldes, a la vez que entrevistaban a personas que formaban parte de la multitud que se agolpaba en las inmediaciones del Batallón de Arsenales de Villa Martelli. Uno de los entrevistados afirmó estar allí “porque queremos vivir en democracia, todos votamos por eso y pienso que se debe respetar”; otro respondió: “quiero defender el sistema, por ese motivo estoy acá”; un tercer entrevistado sostuvo: “considero que es el lugar justo para defender la democracia por la que tanto se luchó”, mientras que un hombre declaraba “por mi hija estoy acá (...) por el país que le quiero dejar”. Así mismo, los manifestantes aprovechaban las cámaras para denunciar que habían sido reprimidos por los rebeldes mediante disparos efectuados desde el batallón.[12]

La violencia provocada por los carapintadas hacia los manifestantes derivó en otros recursos de protesta que la tornaron menos cívica y más espontánea. El diario Página 12 narra de la siguiente manera el clima que se vivía entre civiles y carapintadas durante la madrugada del sábado y el domingo en Villa Martelli:

 

El sábado a la noche y la mañana del domingo los civiles quemaron un Fiat 600 ocupado por un militar en ropa de fajina que intentó unirse a la rebelión. La Guardia de Infantería utilizó gases y palos para salvar al rebelde de la ira generalizada. Dos camiones del Ejército fueron interceptados por la gente y sus ocupantes, rebeldes todos, agredidos de palabra y de hecho, con piedras y palos. Los militares reaccionaron disparando al aire sus ametralladoras y produjeron las primeras corridas. Las pedradas de los manifestantes continuaron durante todo el día. Cada vez que rompían un vidrio o golpeaban a un carapintada, los aplausos coronaban la acción… Un grueso manifestante llegó casi hasta la puerta donde estaban los rebeldes que lo bajaron virtualmente de un disparo de goma a quemarropa. El hombre se levantó y caminó dos pasos. Recibió otro impacto y empezó a retroceder tambaleante, hasta que una ambulancia se lo llevó. [13]

 

Durante las primeras horas de la mañana del domingo el clima era cada vez más denso, la CGT anunció un paro general para el lunes si la rebelión castrense continuaba y llamó al movimiento obrero a disponerse en “estado de alerta” “en defensa de los derechos y los principios básicos de la Constitución”.[14] Al tiempo que los carapintadas reprimían desde el cuartel a los manifestantes que lanzaban piedras, las tropas leales aguardan “a la sombra de los árboles del parque”,[15] mientras que la gente reclama la intervención del Ejército para poner fin a la sublevación. Alrededor de las 16 hs., el general Caridi se reunió en secreto con el coronel Seineldín. El líder carapintada negoció puestos en la jefatura del EMGE, mejoras salariales y que sólo él fuera procesado como rebelde a cambio de su rendición. Posteriormente, las tropas de Caridi abandonaron la zona, ante el desconcierto de las y los ciudadanos que se encontraban allí.

Sin embargo, afuera del cuartel, tanto la incertidumbre como la multitud continuaban creciendo. De acuerdo con el diario La Capital, había más de tres mil personas en las puertas del Batallón de Arsenales 101, mientras que centenares de civiles circulaban en el radio de operaciones previsto por el Ejército. Según el diario rosarino, la represión tuvo lugar en el momento de la retirada de las tropas de Caridi, aproximadamente a las siete de la tarde: “...y en tanto se notaba en Villa Martelli un virtual retroceso de los leales, continuaban los incidentes con los civiles, que sufrían más heridas de balas de goma pero no se retiraban e insultaban constantemente a los carapintadas”.[16] Por su parte, La Nación sostuvo: “se producen serios enfrentamientos entre militares insurrectos y civiles que se encontraban en la zona. Otro enfrentamiento se registra entre montoneros y efectivos policiales; mueren cuatro personas y hay numerosos heridos”.[17]

A diferencia de la versión dada por la policía bonaerense y sostenida por La Nación y la Revista Gente,[18] -  que señalaba que los civiles muertos iban armados, siendo miembros de la organización político-militar Montoneros y de la barra brava del club Chacarita Juniors ̶ ,[19] La Capital reforzaba la idea de que los manifestantes eran “vecinos” organizados de manera “espontánea” que arrojaban piedras y recibían a cambio balas de goma y plomo, principalmente de la policía bonaerense.[20] Por su parte, Página 12 afirmaba que, además de haber vecinos, entre los manifestantes había militantes de izquierda. Ambos periódicos notificaban que dos de las víctimas eran militantes del Partido Comunista.[21]

A pesar de que la represión en Villa Martelli fue un hecho público, durante los días siguientes tanto el gobierno como los candidatos de los principales partidos políticos no hicieron referencias a las muertes ocurridas y festejaron que la crisis fue resuelta “sin víctimas fatales”. Mediante las siguientes palabras el presidente Alfonsín negó los muertos de Villa Martelli en una alocución por cadena nacional: “Como diría mi madre. Dios puso su mano para que pudiéramos lograr este éxito importante sin que haya que lamentar ese riesgo grande que corrimos de derramamiento de sangre”.[22] Sin embargo, años más tarde en sus memorias, Raúl Alfonsín reconocerá los hechos:

...en últimas horas de la tarde los manifestantes reaccionaron airadamente ante las noticias de un posible acuerdo con los sublevados. Primero se enfrentaron con los guardias de la unidad, los Albatros, y luego fueron muy duramente reprimidos por la policía de la provincia de Buenos Aires y la Policía Federal. El resultado fue espantoso: tres muertos y cuarenta heridos (Alfonsín, 2003, p. 100).

El acontecimiento de Villa Martelli exige que sea observado de forma desdoblada. Por un lado, es preciso explicar qué motivó a las personas a acudir al cuartel; por otro, determinar qué hizo que la represión estatal no fuese considerada “violencia de Estado” y que los muertos de Villa Martelli no fueran politizados y, por lo tanto, no tratados como “víctimas” (y tampoco como “héroes” en la defensa de la democracia). Ambas cuestiones pueden ser explicadas reteniendo el concepto de “economía moral” de la violencia.

La demanda que originó la protesta responde al clivaje autoritarismo-democracia que estructuró el discurso transicional (Lesgart, 2003): los carapintadas eran vistos, tanto por los civiles como por el gobierno, como un peligro para la democracia y el gobierno debía subordinarlos. Ante las muestras de debilidad por parte del Ejecutivo y la complicidad de las fuerzas “leales”, acudir al cuartel para “parar un golpe” era evaluado como un acto legítimo, orientado por la moral política de la transición.

Si en la “masacre de Budge” encontramos que el barrio era una condición estructural de la protesta, en Villa Martelli el cuartel cumplió esa función. Podríamos afirmar que el cuartel apareció tanto como un lugar a impugnar y un topos de la política durante la transición, como un lugar de disputa y toma de decisiones entre cúpulas (civiles y militares). Como señala Rut Diamint (2014), en los ochentas el Ejército se retiró de las instituciones públicas a los cuarteles. Este repliegue, más que una intención de alejamiento de la escena pública fue la búsqueda de conservación del cuartel como emplazamiento que establecía un haz de relaciones de poder en donde lo militar definía no sólo lo político sino también las jerarquías entre los actores. Como si la transición se disputase espacialmente entre la plaza y el cuartel, trayecto que recorrió Alfonsín el domingo 19 de abril de 1987 de manera “personal”, legitimando así tanto a los amotinados como al territorio militar. Si en la Semana Santa de 1987 el presidente decidió ir a Campo de Mayo en representación del “pueblo” movilizado en la plaza, en Villa Martelli no hubo líder ni representante, el camino fue el inverso al abril de 1987: la plaza estaba en el cuartel, se yuxtaponía e impugnaba sentidos. El diálogo entre un periodista de ATC y un militar carapintada la tarde del sábado 3 de diciembre en Villa Martelli es ilustrativo:

 

Periodista: Constesteme una cosa: ¿por qué están pintados? ¿ustedes están perteneciendo al grupo de los insurrectos en este momento? ¿están en rebeldía?

Militar 1: Váyase, váyase... Mi jefe de batallón es el único que le puede dar una información. Es una situación normal.

Periodista: Usted conoce muy bien como representante de las Fuerzas Armadas que la cara no se pinta en épocas de democracia... ¿Por qué no me explica por qué están pintados?

Militar 1: Otro día, otro día.

Periodista: Otro día no, nosotros queremos que este día termine, que no pase Nunca Más…Usted sabe que nosotros no estamos armados, que simplemente lo único que queremos es llevar información.

Militar 2: No nos dejan pasar a nadie

Periodista: ¿Pero por qué? ¿La orden de quien? Usted contésteme quien dio la orden y yo me retiro ¿ésto [refiriéndose a la unidad militar] no es tanto suyo como mío?”[23]

La irrupción de la “ciudadanía”, con pancartas en las que se leían frases como “Nunca Más, el pueblo no lo permitirá” o “Basta de carapintadas ¡Viva la constitución!”[24] tenía el efecto de transgredir un lugar vedado para las y los “civiles”, como eran las unidades militares.

Sin embargo, aunque el gobierno alentó la participación masiva en los lugares públicos y estimuló la circulación de ideas-fuerza y afectos legitimadores acerca de la defensa del régimen democrático, es preciso advertir que existía un marco de amenazas para la acción: el levantamiento carapintada de Villa Martelli nuevamente dejaba entrever que el monopolio de la violencia por parte del Estado era puesto en cuestión. La autonomía relativa de las FF.AA. y las fuerzas de seguridad en relación al gobierno civil fueron condiciones determinantes tanto para la ineficacia de la demanda civil como en la represión y posterior impunidad de la misma.[25] 

En cuanto a la dimensión performativa, los gritos y las piedras contra un cuartel que años antes había sido un centro clandestino de detención, pudieron ser vistos por los protagonistas como una expresión de participación ciudadana. Pero las agrupaciones de izquierda definieron los hechos de Villa Martelli como una “batalla” entre civiles y militares, al igual que la Comisión de Luchadores de Villa Martelli, creada en el seno del PC y LADH y liderada por Elisa Delboy, esposa de una de las víctimas. La noción de “batalla”, que supone la existencia de dos bandos similares en fuerza y enfrentados, era también sostenida por la prensa conservadora que buscaba justificar la represión a civiles (LN, 05/12/88; Gente, 08/12/88).

Así, las muertes de Villa Martelli no alcanzaron a convertirse en un tema de agenda, no tuvieron impacto político ni provocaron una respuesta jurídica ejemplar contra las fuerzas represivas estatales. El problema pareciera radicar no sólo en las representaciones acerca de la represión sino también en las formas que contingentemente adquirieron las metodologías de protesta en “defensa” de la democracia cuando no se correspondían con los canales legales y procedimentales de expresión que el mismo discurso oficial homologó como las formas legítimas de participación política.

En síntesis, por un lado puede reconocerse la matriz cívica en la identidad de las y los movilizados en Villa Martelli, motivados por la convocatoria de defender la democracia ante los militares sublevados. Por otro, el discurso elaborado por las agrupaciones de izquierda y la Comisión de Luchadores de Villa Martelli en torno a la represión implicó un desajuste con respecto al léxico transicional y a la narrativa humanitaria (cuyo éxito estratégico consistió en presentar a las víctimas desprovistas de todo componente político y, por lo tanto, inocentes) representando a los muertos como “luchadores” de una “batalla” contra los “milicos”. Retomando el concepto de economía moral, el desajuste entre la condición moral de los muertos en Villa Martelli y la noción de víctima que la época elaboró, alumbra la distancia entre la humanización abstracta que orientó la gestión de la violencia pasada por la justicia transicional e instaló varios sentidos sobre ella, y las formas de expresión política concreta, histórica y conflictiva que el discurso transicional buscaba disciplinar.

Reflexiones finales

Al observar ambos casos, surgen una serie de consideraciones con respecto a las modulaciones tanto de los repertorios de acción como de la represión estatal en la transición.

Si la “masacre de Budge” es considerada un hito en las luchas contra la violencia policial y la violencia institucional, instaurando nuevas formas de activismo barrial y posicionando a los familiares y vecinos como actores legítimos; Villa Martelli, por el contrario, puede ser vista como una protesta social casi sin pasado ni futuro en los términos de Schuster (2005), agotada en sí misma. Asimismo, esta temporalidad de la protesta es trasladable a los tiempos de los lugares en los que se juegó la disputa política en la transición: el cuartel y el barrio emergieron como territorios en los que se entrelazaron, resistieron y traccionaron relaciones de fuerza. Pero, en contraste con el barrio, el cuartel como lugar en pugna dejará de ser relevante en los años posteriores.

A diferencia del caso Budge, en el que la demanda fue exitosa en tanto que los repertorios de protesta estuvieron regulados, disciplinados en el espacio público y sometidos a la ley; en Villa Martelli encontramos que los rasgos de violencia espontánea caracterizaron a la situación así como los desbordes emocionales, producto de la represión carapintada (ilegal desde un principio ya que se encontraban en estado de insubordinación). Si en la primera distinguimos una coyuntura que presentó un “marco de oportunidades” para la acción, a pesar de las amenazas y hostigamientos que sufrió la comunidad de Budge, en Villa Martelli es posible reconocer un “marco de amenazas” determinado por la autonomía de las FF.AA, tanto “leales” como “rebeldes”, frente al gobierno civil sin la autoridad suficiente para someterlas.

Allí, el “espectro de la subversión” como justificación de la represión de la protesta primó sobre los enunciados que la denunciaban. A ello se le sumó una narrativa combativa y reivindicativa, propia de ciertos sectores de la izquierda basista de los ochenta (Copello, 2020),[26] que no logró conjugar una práctica discursiva de denuncia eficaz contra la violencia estatal. De esta forma, advertimos que en Villa Martelli hubo muertos y heridos pero no víctimas. Mientras que, en el caso Budge, puede observarse un proceso de elaboración exitoso entorno al reconocimiento de los jóvenes fusilados en tanto que víctima, mediante el desmarque enunciativo de los estigmas sociales que justificaron el asesinato de jóvenes pobres por parte de la policía. La consigna “no eran delincuentes, eran inocentes” elevada por las y los vecinos ilustra la disputa por ampliar la ciudadanía al mismo tiempo que exhibe los límites epocales de ese mismo concepto.

Este resultado da cuenta, no sólo de la incorporación del léxico transicional y del discurso humanitario, sino más bien de la performatividad y los usos que continuaba teniendo el “léxico del terror” en el régimen democrático como modo de disciplinamiento social y de restricción de la participación política, así como la pragmática que ofrece como enunciados de legitimación de la coerción estatal. De esta manera, el discurso transicional validaba, conservaba e incorporaba ciertos saberes constituidos en la dictadura en torno a los sentidos coercitivos del Estado para la gestión del conflicto social en el presente democrático.

 

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[1] Las nociones de "movimiento social" y "protesta social", si bien no son antagónicas, remiten a diferentes momentos y aspectos de la acción colectiva. Según Palacio Hoyos (2019), quienes se inclinan por tomar como unidad de análisis la "protesta social", como es el caso de Federico Schuster y el Grupo de Estudios sobre Protesta Social y Acción Colectiva (GEPSAC), buscan dilucidar el paso de la acción individual a la acción colectiva, observando hechos fragmentarios y a veces esporádicos que no necesariamente alcanzan a confluir en un movimiento social. Para ello se sirven de las teorías norteamericanas como marco teórico. Por su parte, los trabajos de Maristella Svampa (2003) se enfocan en las formas de elaboración de identidades durante la acción colectiva, por lo que la noción de "movimiento social" permite acceder a ciertas dimensiones de análisis de la acción, como la cultural y la ideológica de las identidades colectivas, que el concepto de "protesta social" no logra capturar. Véase Palacios Hoyos, D. (2019).

[2] Acerca de las distinciones entre “violencia insurgente” y “terrorismo” nos remitimos a las conceptualizaciones elaboradas por Pilar Calveiro (2012). Para la autora, el terrorismo “consiste en el uso de la violencia masiva e indiscriminada contra una sociedad o un grupo de ella, al atentar contra la vida, la integridad y demás valores de la persona y al usar el terror como mecanismo de control e inmovilización social (...) Ello hace que cualquiera pueda ser -y sentirse- su víctima; lo que potencia la inmovilidad de la razón y, por lo tanto, la inmovilidad política” (Calveiro, 2012, p. 83). En contraste, la violencia insurgente no tiene como blanco la población civil, sino actores y estructuras estatales o económicas; su propósito es conseguir el apoyo activo de la comunidad, por lo que su uso de la violencia buscaría lo contrario que el terrorismo: movilizar la comunidad política. A sí mismo, si la violencia es siempre un medio, en el caso de la violencia insurgente, el fin es anti-sistémico y por lo tanto político y social.

[3] De acuerdo con Gingold (1991), al día siguiente de la “masacre” una multitud intentó incendiar la comisaría de Puente La Noria. En los testimonios de los vecinos recogidos en el documental “La masacre de Budge” (1988) pueden rastrearse al menos dos discursos distintos con respecto a las prácticas de protesta legítimas. Mientras que los adultos, referenciados en las madres y los padres de los chicos asesinados, insisten en no buscar venganza sino que reclaman garantías constitucionales (enunciado que emula el de la mayoría de los organismos de derechos humanos), el discurso de los jóvenes se estructura a partir de la dicotomía “nosotros-ellos”, un “ellos” que involucra tanto a la policía como a las instituciones democráticas y las clases altas o “quienes tienen el poder”. Véase documental La masacre de Budge, de Tulio Cosentino, del Grupo de Cine "Se puede, se debe" (1988). Recuperado de https://www.youtube.com/watch?v=VBouFpqYOm8&t=909s.

[4]  Jorge Ubertalli (1988) menciona el caso de Pedro, quien la noche de la masacre había resultado herido de bala durante el operativo de dispersión montado por la policía. Días más tarde de realizar la denuncia por la represión de la que fue víctima, tres hombres de civil lo esperaron a la salida de una asamblea de la CAV, lo golpearon y cortaron su rostro con hojas de afeitar. Ubertalli (1988) recupera testimonios de más de cinco personas que sufrieron hostigamientos similares. Aun así, solo el caso de Noemí Diz de Rivas –integrantes de la Comisión de Apoyo a Madres y Abuelas de Plaza de Mayo-- trascendió en los medios de alcance nacional (La Nación, 30/05/1987). Diz de Rivas fue secuestrada en la vía pública mientras caminaba por una calle céntrica de Lomas de Zamora, sus captores la ingresaron a un automóvil en donde la torturaron durante media hora. Las víctimas aseguraban que los torturadores eran miembros del servicio de inteligencia de la bonaerense (DIPPBA).

[5] Juan Ángel Pirker (1934-1989) fue designado como jefe de la Policía Federal en 1986 y presentado públicamente como un “policía demócrata” cuyo objetivo era reconciliar a las fuerzas federales con la ciudadanía. Su gestión se caracterizó por establecer canales de diálogo con el periodismo así como sostener un discurso democrático. Su mayor éxito fue el de desbaratar en 1985 “la banda de los comisarios” responsables del secuestro, desaparición y asesinato del empresario Osvaldo Sivak, ocurrido en 1985.

[6] Véase Gingold (1991) y el documental La masacre de Budge, de Tulio Cosentino, del Grupo de Cine "Se puede, se debe" (1988). Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=VBouFpqYOm8&t=909s

[7] Alejandro Margulis y Alejandra Traverso, “Fusilar primero y preguntar después”, El Periodista, N° 141, mayo de 1987.

[8] Programa “La Noticia al Atardecer”, Canal 11, 03/12/1988. Recuperado de: https://www.youtube.com/watch?v=_Ybw2cLSSsc&t=428s

[9] ATC Noticias, 03/12/1988. Recuperado de: https://www.youtube.com/watch?v=_Ybw2cLSSsc&t=428s)

[10]  Nota de tapa, La Nación, 04/12/1988

[11] “La fuerza de la ciudadanía”, La Nación, 05/12/1988

[12] ATC Noticias, 03/12/1988. Recuperado de: https://www.youtube.com/watch?v=_Ybw2cLSSsc&t=428s

[13] “Combate en Villa Martelli”, Página 12, 05/12/1988 p. 3. Esta versión de los hechos ocurridos el sábado por la noche en Villa Martelli relatada por Página 12 también es brindada por los noticieros el día domingo. Fuente: https://www.youtube.com/watch?v=kGuAAhTgA8E

[14] “La CGT frente a los sucesos”, La Nación, 05/12/1988.

[15] “El coronel Seineldin depuso su actitud tras reunirse con Caridi”, La Nación, 05/12/1988.

[16] “En violento enfrentamiento hubo 3 muertos y 35 heridos”, La Capital, 05/12/1988.

[17]  “Síntesis de la crisis en el Ejército, día por día”, La Nación, 05/12/1988.

[18] En la edición del mes de diciembre de la Revista Gente, las cinco fotografías dedicadas a los civiles son acompañadas por leyendas que instalan la sospecha en torno a la legitimidad de los manifestantes, con frases tales como “¿Quiénes son? se dijo que un grupo de activistas montoneros y barras bravas protagonizó los hechos de violencia de Villa Martelli” (“Confusos episodios en Villa Martelli”, Gente, diciembre de 1988).

[19] Nota de tapa, La Nación, 05/12/1988

[20] “Denuncia de Brunatti: hubo voluntad de asesinarlos”, La Capital, 06/12/1988

[21] Los diarios de tirada nacional coinciden en que hubo tres víctimas civiles y un policía. Los nombres que circularon públicamente fueron los de Alejandro Nicoles (19 años), Rogelio Rodríguez (48 años) y el del policía Carlos Alderette (19 años). Los únicos diarios que brinda el nombre de la tercera víctima  son Página 12 (06/12/1988 p. 6) y La Capital 07/12/1988 (p. 5), quienes sostiene que se trataría de Carlos Meza, por lo que la información recogida hasta el momento no es consistente.

[22] Nota de tapa, Página 12, 05/12/1988

[23] Recuperado de: https://www.youtube.com/watch?v=_Ybw2cLSSsc&t=428s

[24] Archivo gráfico del fotoperiodista Carlos Brigo, registro del tercer levantamiento carapintada: https://www.flickr.com/photos/carlosbrigo/2658850785/

[25] Por motivos de extensión no podemos detenernos en este punto, vale decir que el posterior proceso judicial tanto por la insubordinación carapintada como por la represión a civiles fue tramitado en tribunales militares (véase entrevista a Elisa Delboy, Madres de Plaza de Mayo, enero 1989).

[26] Sobre las transformaciones del PC en los ochenta véase Stratta (2011), Casola (2011), Bona (2022), sobre las pervivencias de los proyectos revolucionarios de izquierda durante la transición véase Copello (2020).