Universidad, formación jurídica y reformismo político: los casos de José Nicolás Matienzo y Rodolfo Rivarola. 

Por EDUARDO ZIMMERMANN

Departamento de Humanidades de la Universidad de San Andrés (UDESA)

Buenos Aires, Argentina.

 

PolHis, Revista Bibliográfica Del Programa Interuniversitario De Historia Política,

Año 13, N° 25, pp. 14-43

Enero- Junio de 2020

ISSN 1853-7723

Fecha de recepción: 08/4/2020 - Fecha de aceptación: 06/07/2020

 

Resumen

El artículo analiza las trayectorias intelectuales de José Nicolás Matienzo y Rodolfo Rivarola durante su paso por las distintas universidades en las que actuaron. Se enfoca en las convicciones que ambos compartieron respecto al papel que cumplía jugar a los académicos en el proceso de mejoramiento de las instituciones políticas y jurídicas en la Argentina de comienzos del siglo veinte. Intenta de ese modo contribuir a un retrato colectivo de la vida académica del período y de la interacción entre la vida académica y los movimientos reformistas que marcaron la época. Se concentra en particular en la forma en que los procesos de renovación de la educación jurídica, principalmente en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires se entrelazaron con visiones más amplias sobre la evolución de la política y la administración del estado durante los procesos de democratización generados por la reforma electoral de 1912 y la Reforma Universitaria de 1918. Finalmente, se analizan propuestas más específicas impulsadas por ambos en torno a la competencia y jurisdicción que hacían al funcionamiento de la justicia federal.

Palabras Clave

Universidad, derecho, abogacía, reforma política, enseñanza jurídica.

Universities, Legal Education, and Political Reform: the cases of José Nicolás Matienzo and Rodolfo Rivarola

Abstract

The article focuses on the intellectual trajectories of José Nicolás Matienzo and Rodolfo Rivarola in early twentieth-century Argentine universities. It focuses on the shared conviction about the central role that academics had to play in the process of reform of political and judicial institutions. It thus contributes to the reconstruction of a collective portrait of academic life during the period, and of the interaction between academia and the reformist movements that characterized the age. It pays special attention to the ways in which innovations in legal education, particularly at the Buenos Aires Law School, were closely linked to more general visions about the evolution of national politics and the administration of state institutions in the aftermath of the 1912 electoral reform and the 1918 Reforma Universitaria movement. Lastly, it touches upon specific proposals of reform of the jurisdiction of federal judicial institutions advanced by Matienzo and Rivarola.

Keywords

University, legal thought, law studies, political reform, legal education.

 

 

Universidad, formación jurídica y reformismo político: los casos de José Nicolás Matienzo y Rodolfo Rivarola

Introducción

Son muchos los puntos de contacto en las trayectorias intelectuales de José N. Matienzo y Rodolfo Rivarola: ambos formados en el Colegio Central de Buenos Aires y la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires; ambos influidos en su momento por la figura de José Manuel Estrada, y ambos con una larga trayectoria en la docencia universitaria en la que combinaron un saber particular, el de las ciencias jurídicas, con un afán renovador que se proyectaría luego a sus posiciones reformistas en lo político.

Es sobre este último aspecto en el que van a enfocarse estas páginas: la profunda convicción compartida por ambos en que los ámbitos universitarios, y en particular las escuelas de Derecho, eran el motor generador que debía impulsar un nuevo movimiento reformista en la cultura política argentina de comienzos del siglo veinte. Esa convicción se alimentaba de los nutrientes que el positivismo y las nuevas ciencias sociales proveían a una nueva generación, empeñada en renovar el contenido de la educación universitaria, para luego proyectar esos nuevos enfoques hacia una reforma de la cultura política argentina toda, y eventualmente alcanzar posiciones de prominencia en el escenario público en el que ese proceso tendría lugar. Fue en ese contexto marcado por la estrecha relación entre el proceso de formación de las elites dirigentes argentinas y la proyección de un nuevo espíritu reformista dentro y fuera de las aulas, que, -como bien señalo Pablo Buchbinder-, llegó a constituir una verdadera “cuestión universitaria”, en el que se inscribieron las trayectorias de ambos.[1]

El rosarino Rivarola sumó a la práctica profesional como abogado una amplia actuación en el ámbito judicial, para luego concentrarse en la actividad académica y la producción intelectual. Tuvo escasa o nula proyección en otros ámbitos de la administración pública o la política nacional. En lo que hace a la vida universitaria su trayectoria fue destacable: titular de distintas cátedras, fue decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires entre 1913 y 1918, y sucedió luego a Joaquín V. González en la presidencia de la Universidad Nacional de La Plata. Sus experiencias en el dictado de distintas cátedras ocuparon un rango notable de materias: Psicología, Metafísica (en la Facultad de Filosofía y Letras), Derecho Civil, Derecho Penal en las facultades de Derecho de Buenos Aires y La Plata. Junto a Matienzo y a Norberto Piñero elaboraron el proyecto de reformas al Código Penal de 1898. A esto debe sumarse su papel como fundador y director de dos importantes publicaciones periódicas: la  Revista de la Universidad de Buenos Aires, desde 1904; y la Revista Argentina de Ciencias Políticas, desde 1910. Fue, además, fundador y primer presidente de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas. Dos de sus libros, Partidos políticos unitario y federal (1905) y Del régimen federativo al unitario (1908) plantearon abiertamente la necesidad de reconsiderar la validez del federalismo como forma de organización para la Argentina y se insertaron, al igual que muchos de los trabajos publicados en la RACP en una importante agenda de reflexión colectiva sobre las instituciones políticas del país, de la que también participaría José Nicolás Matienzo.[2]

El tucumano Matienzo vivió también una larga trayectoria pública, en la que la labor universitaria, la participación en el debate público, y la actuación política, se vieron fuertemente marcadas por su interés en los temas constitucionales y de organización política. Nacido en Tucumán en 1860, hijo de Agustín Matienzo, boliviano exiliado por razones políticas que llegó a Tucumán a mediados del siglo diecinueve, había estudiado primero en su provincia y luego en Buenos Aires, bajo la dirección de José Manuel Estrada, de quien reconocería su influencia en sus trabajos de madurez. Doctorado en jurisprudencia en la Universidad de Buenos Aires, fue luego profesor tanto en Buenos Aires como en la Universidad de La Plata, presidente de la Academia de Derecho y Ciencias Sociales, ministro de la Suprema Corte de Justicia de la provincia de Buenos Aires, y Procurador General de la Nación.[3] Como primer Presidente del Departamento Nacional del Trabajo creado en 1907, Matienzo representó las aspiraciones reformistas de una fracción del pensamiento liberal argentino de comienzos de siglo, que repartía sus iniciativas entre la reforma moral, social y política. En su clásico análisis del sistema político argentino de 1910, El gobierno representativo federal en la República Argentina, Matienzo culpaba al "sentimiento oligárquico" por el deterioro de la moral pública ejemplificado por "las pensiones, los subsidios y otras formas de ayudas pecuniarias con que se recargan los presupuestos." Esta misma causa explicaba "muchas omisiones de la legislación, entre ellas las que afectan a los obreros."[4] Pocos años más tarde, las aspiraciones reformistas de Matienzo encontrarían un nuevo cauce: los acontecimientos de la Reforma Universitaria de 1918 lo tendrían como participante al ser designado interventor de la Universidad de Córdoba por el presidente Yrigoyen, intentando llevar adelante una gestión marcada por el "liberalismo científico" que, según los dirigentes estudiantiles, enfrentaba al clericalismo y al dogmatismo vigentes. Como consejero y ex-decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (1906-1912), también allí defendió en 1918 un proyecto de reforma que asegurase “el continuo perfeccionamiento de la institución”, de acuerdo a su tradición progresista y liberal.[5] Más tarde, su participación en el gabinete de Marcelo T. de Alvear como Ministro del Interior reflejaría en mayor medida su compromiso con el constitucionalismo liberal y sus preocupaciones en torno a la evolución que el proceso de democratización política había tomado en el país.[6]

Su preocupación por el perfeccionamiento de la educación superior en la Argentina y del necesario vínculo que debía establecerse entre las universidades y la mejora institucional argentina fue compartida con Rivarola, como ya se ha mencionado, a lo largo de sus carreras. Ambas quedarían entrelazadas e impregnadas por esa combinación de tres elementos típica de comienzos del siglo veinte: la coincidencia en que los ámbitos universitarios eran el motor generador de la fuerza del reformismo institucional que ambos encarnaban; el optimismo en las posibilidades políticas de ese reformismo institucional ilustrado; y el contenido “cientificista” que proveían las nuevas fuerzas del positivismo y las ciencias sociales para dotar de impulso a ese proyecto.

 

Educación superior, universidades y reforma política

La Universidad de Buenos Aires experimentó en las primeras dos décadas del siglo XX un proceso de renovación cultural y científica que apuntó a consolidar el primer esfuerzo iniciado por las corrientes positivistas a favor de las actividades vinculadas con las ciencias. Sobre una orientación general que era todavía eminentemente profesionalista, la investigación científica hizo sus primeras apariciones a través de la creación de los primeros institutos de investigación. Sobre todo, comenzó a percibirse una revalorización general entre las elites letradas de la investigación como parte de la misión de la Universidad, a la par de la búsqueda de nuevas orientaciones y contenidos, iniciativas que reflejaban una extendida insatisfacción con la manera en la que se desarrollaban los estudios universitarios. Ya durante las últimas décadas del siglo diecinueve se había instalado el debate sobre el carácter excesivamente profesionalista de la Universidad de Buenos Aires, y sobre la necesidad de rescatar dicho ámbito para el cultivo de la ciencia y la investigación desinteresada. La incorporación de las humanidades a los claustros universitarios, y la creación de la Facultad de Filosofía y Letras en 1896 formaron parte de ese ambiente. En particular, se hizo cada vez más fuerte la demanda por la participación de las universidades en la creación de un nuevo cuerpo de conocimientos científicos sobre los problemas argentinos, fuesen estos históricos, literarios, políticos, económicos o sociales. En ese proceso participaron activamente algunas de las figuras más relevantes de la vida de la Facultad de Derecho del cambio de siglo. Del mismo modo, la creación de la Universidad Nacional de La Plata, impulsada por Joaquín V. González, significó otro paso en esa búsqueda de “una universidad científica para una sociedad reformada”.[7]

Tanto Rivarola como Matienzo vincularon los defectos institucionales argentinos que ellos apuntaban a corregir con la falta de reflexión sistemática en torno a los mismos, sobre todo a nivel universitario. En Del régimen federativo al unitario (1908), Rivarola imputaba entre las “causas morales” de la crisis política del país a “la ausencia de examen crítico de las instituciones, o despreocupación de las mismas, de que dan muestra, en general, los hombres políticos y los partidos, para quienes todas las instituciones son buenas” y a “la ineducación común de la conciencia cívica” (p. ix). Del mismo modo, en la introducción a El gobierno representativo (pp. 9-17), Matienzo apuntaba a la centralidad de la educación superior en el “experimento” político que llevaban adelante las nuevas naciones:

Los pueblos latino-americanos estamos haciendo un gran experimento: estamos ensayando el modo de gobernarnos bien, el modo de tener gobiernos que atiendan debidamente nuestras necesidades y estimulen eficazmente el progreso de nuestra cultura mental, de nuestra riqueza económica y de nuestra libertad.

Es un experimento inmenso, nunca visto en la historia de la Humanidad, y, sin embargo, cosa extraña, pasa desapercibido para muchas de nuestras Universidades, que no lo consignan en sus programas de estudio y no lo presentan a atención de los alumnos de hoy, que serán los profesores de mañana. La causa de esta omisión lamentable estriba en el excesivo respeto con que se conservan los hábitos de la enseñanza superior y las clasificaciones tradicionales de las ciencias y disciplinas profesionales en la cátedra.

Pocos años después, en 1915, Rodolfo Rivarola ensayaba una parecida interpretación sobre la necesaria vinculación entre las aulas universitarias y la educación política, en sus dos sentidos, el de la formación de una elite dirigente capacitada para dirigir el estado, y el de la creación de un electorado que pudiera estar a la altura de lo que reforma política generada por la ley Sáenz Peña demandaba. Esa línea de interpretación culminaría en su discurso en la Universidad Nacional de La Plata, en 1918, al asumir la presidencia de la misma: “El gobierno de los pueblos, por lo que vemos, y sin pensar en sus formas pasadas, exige ciencia política y técnica administrativa” (…) las Universidades tienen por misión preparar, como aparatos de selección, las clases dirigentes de la sociedad […] Las Universidades son la más alta expresión de la cultura del país, y de ellas salen los hombres que influyen después en los destinos del mismo o toman su dirección”(Cárdenes (2015). Puede concluirse, entonces,  como bien señaló Darío Roldán (2008), que “Ciencia, Universidad y élite política constituyen un trípode esencial en la visión que Rivarola ofrece de la política argentina” (p.35); diagnóstico que con toda justicia podría extenderse también a la figura de Matienzo.

 

La Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires y la renovación en la formación jurídica

Ya desde fines del siglo diecinueve eran repetidos los señalamientos sobre otros problemas de la educación superior en general, y de la formación jurídica en particular: el del peligro que representaba la sobreproducción de abogados que podía culminar en la aparición de un “proletariado intelectual” de funestas consecuencias sociales;  y el de la resultante postergación de la formación en los conocimientos “prácticos” que demandaba la etapa de desarrollo que enfrentaba el país. Esa línea de pensamiento, que reproducía viejos debates europeos sobre  el “exceso de hombres de letras” y sus consecuencias en las sociedades democráticas, escondía frecuentemente un deseo más básico: el de ahuyentar a los advenedizos de los mercados de las profesiones liberales, revelando la proximidad de la batalla por establecer la autoridad simbólica de las nuevas disciplinas y los nuevos mecanismos institucionales de demarcación.[8]  Antes de examinar las posiciones de Matienzo y Rivarola sobre el tema, sólo cabe apuntar aquí algunos indicios de la presencia de esas preocupaciones en la Facultad del cambio de siglo, que como veremos, se reflejaba en opiniones divididas de parte de algunos de los juristas más destacados.

Como orador en la Colación de Grados de la Facultad en 1898, Baldomero Llerena, no reconocía un problema potencial en la superpoblación de graduados universitarios, sino en la degradación de la calidad de los mismos: “el mal no está en que las puertas de la Universidad se abran a todos los que quieran entrar en ella; el mal está en que las puertas de la sociedad no se cierran a las nulidades patentadas que pretenden saberlo todo.”[9] En 1907, Héctor Lafaille, insistía en esa línea: quienes hablaban del exceso de abogados “están transportando el pesimismo de Malthus al orden intelectual; aunque hay plétora de abogados, faltan jurisconsultos”. En 1909, en cambio Antonio Dellepiane ya advertía sobre el peligro de un “proletariado de levita, desocupado”; y tres años más tarde Carlos Octavio Bunge extendía sus preocupaciones por la crisis de los estudios jurídicos, también al campo “gremial”, y recomendaba “encarecer a los jueces la aplicación de medidas disciplinarias, y también (...) el establecimiento de un colegio de abogados, que excluya a los indignos por órgano de un tribunal de honor.”[10]  Cabe recordar que desde comienzos del siglo XX habían empezado a multiplicarse las iniciativas para establecer la colegiación obligatoria en la ciudad de Buenos Aires. En 1900 Miguel Cané presentó un proyecto, aprobado por el Senado en 1903 no llegó a convertirse en ley, y sus fundamentos apuntaban especialmente a la exclusión de los “indignos” del acceso al desempeño profesional: “abogados que han prostituido la profesión, hasta tal punto de convertirla en una verdadera maquinación contra los desgraciados que necesitaban acudir a la justicia (…) aves negras, por fin, como el enérgico lenguaje popular ha calificado a la sombría y movediza legión de las uñas largas que se arrastran en los pretorios para caer sobre los desventurados…”.[11]

Es en ese contexto en el que la huelga de estudiantes de la Facultad de Derecho iniciada a fines de 1903 impulsaría un proceso de replanteamiento de la vida interna de la Facultad que excedería en mucho las demandas iniciales que habían dado lugar al movimiento. Una solicitud de reforma del calendario de exámenes parciales y finales de noviembre de 1903, que ya había sido rechazada en anteriores oportunidades por las autoridades de la Facultad, sería el disparador de un conflicto que mantendría paralizada la institución por varios meses, y se convertiría en tema de debate público, impulsado sobre todos desde las páginas del diario La Prensa, alineado rápidamente con los estudiantes.[12]

El conflicto desató un intenso proceso de revisión de la enseñanza jurídica en la Facultad, que trascendía por mucho los problemas de regulación de clases y exámenes, para orientarse al contenido de los planes de estudio. A pocos meses de iniciado el conflicto,  Juan Agustín García intentaba explicar la huelga de los estudiantes como una cara más  de la “progresiva decadencia” de la Facultad. La raíz del problema estaba en “la indiferencia completa y absoluta por el progreso de nuestras ciencias sociales”, que provenía de “un concepto anticuado y falso de los fines de una Facultad de Derecho y Ciencias Sociales. Se cree que su papel social es formar abogados. Esa puede ser una de sus fases, la más inferior...” El análisis de García reflejaba no sólo la voluntad de rescatar a la investigación en ciencias sociales como una tarea central para los claustros de la Facultad de Derecho, sino también una misión más ambiciosa que vinculaba a los desarrollos en las ciencias sociales con la formación de administradores de estado.

Ese mismo espíritu de renovación del papel que la Facultad debía cumplir es el que impulsaba al proyecto de reformas al plan de estudio que José Nicolás Matienzo presentó en  agosto de 1904.  En sus fundamentos Matienzo aceptaba como legítima la crítica que se hacía a la Facultad de no cultivar suficientemente “el espíritu científico que corresponde a un instituto universitario”, resignándose a constituir, en cambio, “una simple escuela de abogados”. La ambiciosa propuesta de reforma sugería, entre otras cosas, convertir la mitad de los cursos existentes de derecho positivo en cátedras de derecho comparado, y reemplazar los cursos generales de Historia y de Filosofía (ya que ambas disciplinas podían ser estudiadas en la Facultad de Filosofía y Letras) por nuevos cursos en Historia del Derecho y Método de las Ciencias Sociales (Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, 1904: 23-26).

Ni bien recibido el proyecto de Matienzo, el Decano de la Facultad, Benjamín Victorica, formó una comisión especial encargada de estudiar el proyecto y proponer las reformas que consideraran convenientes, integrada por los académicos Manuel Obarrio, Baldomero Llerena, Wenceslao Escalante, Juan M.Garro, Emilio Lamarca, y el mismo Matienzo. Acto seguido elevó al claustro una encuesta requiriendo la opinión sobre cuestiones como la enseñanza de derecho y la enseñanza de ciencias sociales en la Facultad, y la posible división de la carrera en dos ciclos (abogacía y doctorado). En las respuestas predominaba la respuesta favorable al fomento de la investigación científico-social en la Facultad, y al mantenimiento de la aspiración a formar “hombres de estado”. Para Estanislao Zeballos, por ejemplo, era necesario mejorar el nivel de la enseñanza de la Economía Política y las Finanzas, que “no ha logrado en nuestra facultad exceder el modesto tono de las clases de algunas escuelas normales y colegios nacionales.”[13] Francisco Oliver, profesor de Finanzas, resumía en su respuesta el proyecto renovador: la Facultad debía ser “un instituto de alta cultura científica”, tanto de los estudios jurídicos como de las ciencias sociales y políticas, formando así generaciones de hombres,  no sólo aptos para el ejercicio de la abogacía, sino también para desempeñar eficazmente “las funciones docentes, administrativas, y políticas a que nuestras instituciones puedan llamarlos.”[14]

Finalmente, en el mes de octubre la Comisión presentó al nuevo Decano, Wenceslao Escalante, un nuevo plan de reformas al plan de estudios (firmado por Juan M. Garro, Estanislao Zeballos, Eduardo L. Bidau, Francisco Canale y Ángel Pizarro). Con fundamentos parecidos al proyecto de Matienzo (“es empequeñecer y desnaturalizar la misión de la Facultad el reducirla nada más que a formar profesionales”; “sobran profesionales y faltan hombres de ciencia”) presentaba tres grandes innovaciones: la primera era la creación del doctorado en Derecho y Ciencias Sociales; la segunda la creación de tres carreras complementarias a la de abogacía: diplomática y consular, administrativa, y notarial; la tercera la creación de diez nuevas cátedras (entre las que se destacaban la de ciencia política, legislación industrial, historia general del derecho, instituciones económicas fundamentales, y derecho civil comparado, todas obligatorias para el doctorado). La enseñanza de la carrera estaba distribuida en seis y siete años para la abogacía y el doctorado. Sobre este último, sin embargo, la Comisión se mostraba sorprendentemente poco entusiasmada respecto a las posibilidades de éxito del nuevo programa: “el cultivo de la ciencia por la ciencia misma no es común en medios como el nuestro, saturados de utilitarismo y faltos de espíritu científico.”[15]

Como he sugerido anteriormente (Zimmermann (2010), los objetivos principales de esas propuestas renovadoras en la Facultad de Derecho apuntaban a trascender la formación puramente “profesional” de los abogados, y lo hacían desde tres vertientes diferenciables: primero,  la crítica del formalismo y la exégesis de los códigos como método de enseñanza del derecho; segundo, la incorporación de las ciencias sociales positivas en la formación jurídica; finalmente, la percepción de la formación jurídica como un “saber de estado” (Plotkin y Zimmermann, 2012), orientado a la mejora en la dirección y administración del estado y sus instituciones. En estas tres dimensiones se enmarcaban las contribuciones de Matienzo y Rivarola a esos debates. Habiendo ambos reconocido la fuerte influencia de José Manuel Estrada en su educación, cabe recordar que fue el mismo Estrada no sólo quien primero criticó el excesivo tono “profesionalista” en la formación jurídica impartida en la Facultad de Derecho de Buenos Aires, sino también el primero en insistir en el percibir la política como “una ciencia experimental”, principio que sus dos discípulos abrazarían con entusiasmo.[16]

 

La crítica a la exégesis y al formalismo. Las ciencias sociales y el derecho

La entrada en vigencia del Código Civil (1871) y su adopción como instrumento de educación jurídica, principalmente por el liderazgo del titular de la cátedra de Derecho Civil, José M. Moreno, consolidó la predominancia de la escuela de la exégesis francesa, que dominaría por décadas la formación de abogados. El formalismo jurídico, coincidente con los rasgos generales del pensamiento jurídico clásico, impondría entonces al estudio minucioso del articulado del Código como el ideal de formación jurídica, y postergaría durante mucho tiempo la apertura a métodos alternativos, como la interacción con las nacientes ciencias sociales como instrumento explicativo de los principios del derecho civil, o la formación práctica en el estudio de casos concretos. Del mismo modo, la sacralización del texto reforzaría los argumentos de defensa de los contenidos doctrinarios del código, herederos de la codificación liberal europea.[17]

En 1902 Rodolfo Rivarola intentó modificar el programa de derecho civil para apartarse de esa tendencia, al hacerse cargo de un curso como profesor suplente, generando un serio conflicto que tras sucesivos intercambios de notas con las autoridades de la Facultad terminó con la separación de Rivarola del curso. El intercambio de notas entre Rodolfo Rivarola, la Comisión de Enseñanza, el Decano Juan José Montes de Oca, el Rector Basavilbaso, y las respectivas resoluciones, fueron reproducidos en la Revista de Derecho, Historia y Letras. La simpatía que Estanislao Zeballos, director de la Revista, sentía por la causa renovadora en la Facultad seguramente facilitó la publicación del descargo de Rivarola. [18] En 1907, como Decano de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de La Plata, Rivarola extendería su crítica al profesionalismo como una búsqueda exclusiva del interés privado: “ningún alumno inscripto en el curso profesional de abogado, puede ser considerado por la dirección de esta Facultad ni por sus Profesores, como un mero aspirante a ca­rrera de utilidad personal. Todo alumno es, desde el primer día de su presencia en la clase, un aspirante a los más altos dominios de las ciencias jurídicas y sociales, y a la suprema dirección de los intereses nacionales”[19] Del mismo modo, como hemos visto, el plan de reforma del plan de estudio presentado por Matienzo en 1904 criticaba ese “predominio excesivo del estudio de los códigos argentinos”, en detrimento de lo que Matienzo consideraba debían ser las dos corrientes de revitalización de la formación jurídica: la legislación comparada, y “el estudio científico que merecen hechos e instituciones sociales”.[20]

"La ciencia política tiene que ser positiva y experimental, como las demás biológicas, so pena de degenerar, cayendo al rango de las disertaciones puramente verbales", sostendría luego Matienzo en El gobierno representativo en la República Argentina (1910). Sus presentaciones en tal sentido en el Congreso Científico Panamericano, reunido en Santiago de Chile en diciembre de 1908, culminaron en una resolución por la que se recomendaba “a las Universidades de las repúblicas americanas el estudio comparativo de la práctica de sus respectivas instituciones políticas, con el de las extranjeras análogas, con el propósito de inferir las condiciones y leyes sociológicas a que se ajustan el funcionamiento y desarrollo de la forma republicana de gobierno.” Y finalmente, en sus Lecciones de Derecho Constitucional, concluía:

Las instituciones políticas son un fenómeno general de la humanidad, fenómeno cuyo origen y desarrollo estudia la Sociología, de la que el Derecho Constitucional no es sino una parte más o menos especial y concreta. De ahí, que el estudio del Derecho Constitucional tiene que ser comparativo, sin lo cual no podrá alcanzar el carácter de científico. Naturalmente, no son los textos los únicos objetos de comparación: más que los textos, hay que comparar los hechos, las prácticas y las costumbres constitucionales.[21]

En su estudio de 1914 sobre la enseñanza del derecho en la Universidad de Buenos Aires, Agustín Pestalardo señalaba al prestigio alcanzado por el positivismo en las ciencias naturales, y el ascendiente de algunas personalidades asociadas al mismo, como Florentino Ameghino y José María Ramos Mejía, como elementos facilitadores para su llegada a las aulas de la Facultad de Derecho.[22] Las propuestas de reformas a los planes de estudio ya mencionadas reflejaban esa convicción en torno a la centralidad de las nuevas disciplinas para la formación de los abogados, y poco a poco la aparición de una mayor cantidad de cursos signados por los nuevos contenidos reflejó el avance de las nuevas tendencias. Siguiendo los cambios ideológicos de la primera posguerra, también en la Facultad de Derecho la “obsesión cientificista” fue gradualmente debilitándose y ya en los años veinte se percibe una marcada declinación de esos argumentos, en parte acelerada también por la muerte de muchos de sus principales expositores: en 1918 Carlos Octavio Bunge, en 1923 Juan Agustín García y Joaquín V. González (Tau Anzoátegui, 2007: 31-35).

Si esos argumentos tendieron a debilitarse con el paso del tiempo, la idea que la formación jurídica debía orientarse a la preparación de “hombres de estado” fue cobrando, en cambio, creciente fuerza en las décadas siguientes.

 

La formación jurídica como “saber de estado”

La tercera vertiente que alimentaba los reclamos renovadores, se orientaba a la necesidad de mejorar la enseñanza del derecho para garantizar que la Facultad cumpliera adecuadamente su papel como proveedora de hombres aptos para poblar la administración de los poderes del estado. Como hemos visto, esta línea de argumentación estaba siempre presente, dada la predominancia de los abogados en la elite política del período, pero su importancia se incrementó con la reforma del sistema electoral de 1912, y los consecuentes temores en torno a los efectos que la democratización podía producir en el perfil y las capacidades de los llamados a ejercer funciones públicas. Del mismo modo, la intención por fomentar una discusión del sistema político que trascendiera la “cuestión electoral” para encarar la construcción de un verdadero gobierno representativo, a través de diversas reformas institucionales, necesariamente incorporaba al debate la cuestión de los elencos responsables por llevar adelante esos procesos de cambio.

La Revista Argentina de Ciencias Políticas, fundada por Rivarola, ocupó un lugar central en el intento de los círculos intelectuales y políticos de conformar una opinión pública racional y objetiva, un ámbito de deliberación de los asuntos públicos abstraído de los intereses partidistas y capaz de orientar el proceso de construcción de la ciudadanía en el que esos grupos estaban fuertemente involucrados. Los intelectuales allí congregados enfocaron su espíritu reformista hacia un amplio listado de problemas: el sistema presidencialista, el federalismo, los partidos políticos, la política fiscal, el funcionamiento del poder judicial, la legislación laboral, la legislación penal, la política educativa, la inmigración y los problemas sociales, fueron temas sobre los podían encontrarse propuestas en las páginas de la Revista.[23] Las demandas por conseguir que las universidades proveyeran entonces recursos humanos capacitados y operasen como cuerpos de consulta técnica para la elaboración de las políticas de estado estaban bien sintetizadas en las  páginas de la Revista. Podemos citar como ejemplo la propuesta de Leopoldo Maupas de formar cuerpos consultivos para delinear las políticas de estado, con autonomía respecto a los resultados producidos por el régimen electoral:

Las universidades, verdaderos establecimientos científicos, imponen con sus investigaciones, direcciones a la acción gubernamental, y con sus enseñanzas forman individuos idóneos para el cuerpo administrativo. Las asociaciones libres, adelantándose a la acción oficial, estudian, proponen, y exigen de las autoridades, leyes y medidas de carácter político y administrativo que responden a sus intereses. En estas condiciones, se comprende la poca importancia que relativamente pueden tener los resultados de las elecciones populares, como no sea en lo que se refiere a la dirección general de la política.

El verdadero problema de la política argentina, concluía Maupas, era el de la ausencia de los cuerpos que contaban con el saber especializado; la falta de esos cuerpos consultivos era consecuencia de  “la acción casi nula de nuestras universidades”.[24] Pero también en este punto, se oían argumentos contrarios a esa intención de convertir las universidades en proveedoras de planteles para la administración pública. En su discurso de incorporación a la Academia de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires Carlos Octavio Bunge afirmaba a fines de 1912: “se quiso dar al problema la imposible solución ecléctica que había de satisfacer a todos, y que en realidad no satisfizo a ninguno.” Por una parte, Bunge rescataba a la vieja formación “profesionalista” (a la que de todos modos no dejaba de ver como necesitando una urgente puesta al día en términos de exigencia y rigor), contra lo que parecía una incontenible ola renovadora de impulso a la incorporación de las nuevas ciencias sociales en la Facultad como requisito para la formación de hombres de estado:

Las asignaturas político-sociales no ofrecen muy señalada utilidad sino para los abogados que, sin ejercer la profesión, se dediquen a especulaciones científicas o a funciones gubernativas. Son éstos unos pocos, a quienes no pueden sacrificarse los intereses positivos de la mayoría, destinada a vivir de los honorarios que a cada cual proporcione el ejercicio de la profesión.

Pero sobre todo, Bunge se mostraba particularmente crítico de ese ideal impulsado por tantos de ver a la Facultad como “semillero” de hombres de estado:

Al darse en la facultad jurídica una enseñanza de orientación política se alientan ilusiones perturbadoras, que contados estudiantes verán después realizarse. No es posible que todos sean llamados a funciones de administración y gobierno, porque entonces llegaría la hora en que la república contase tantos ciudadanos que vivieran a costa del presupuesto como los que se desvivieran para costear el presupuesto.

Para Bunge, la solución residía en restaurar la formación técnica profesional para todos, y relegar “los estudios políticos y sociales” a los cursos de doctorado en la misma Facultad de Derecho, o a los ofrecidos en la Facultad de Filosofía y Letras.[25] Raimundo Wilmart, en cambio, se oponía también a la idea que la facultad debía convertirse en un semillero de hombres de estado, pero por razones distintas: creía que la Facultad debía cultivar la ciencia por la ciencia misma, y consideraba perniciosa la pretensión de que la institución se convirtiese en una “fábrica de conductores de pueblos” (Buchbinder, 2012: 124.).

Como hemos visto, tanto Matienzo como Rivarola apuntaban en la dirección contraria. La formación jurídica, iluminada por enfoques positivistas y comparativistas, debía ser un elemento central para orientar la discusión de los problemas institucionales argentinos. Uno de esos problemas que concitaría la mayor atención fue el de la revisión del modelo federal sobre el cual organizar el país, y en particular el papel que la justicia federal debía cumplir en ese modelo.

 

Federalismo e instituciones judiciales

Tanto Matienzo como Rivarola reaccionaron en sus escritos e intervenciones públicas contra algunas de las consecuencias que el afianzamiento definitivo del gobierno nacional en todo el territorio producido tras la federalización de Buenos Aires y la asunción a la presidencia del General Roca en 1880. Para el momento en el que el roquismo entraba en crisis, ya en la primera década del siglo veinte, las consecuencias de ese proceso centralizador habían desatado un intenso debate sobre el sistema político en general y sobre las posibilidades del federalismo en la Argentina en particular.

Si bien los dos autores diferían en cuanto a la eventual solución de dicha crisis, –Rivarola postulando la necesidad de abandonar el experimento federalista y adoptar un sistema unitario de gobierno; Matienzo intentando rescatar una versión mas centralizadora del federalismo, acorde con la fórmula original de la Constitución de 1853– ambos estaban de acuerdo en que el exagerado poder de los localismos provinciales constituía un serio obstáculo en el proceso de saneamiento institucional de la república.[26]

Para Rivarola, el modelo de federalismo que había implantado el roquismo adolecía de una insalvable contradicción que lesionaba especialmente el correcto funcionamiento de las instituciones judiciales:

mientras en todos los ramos de administración y de gobierno, en cuanto a intereses generales de educación, de obras públicas, de vías de comunicación, etc, las funciones del Gobierno Nacional se han extendido y extienden considerablemente a punto de substituir en sus funciones a los gobiernos provinciales, en materia de educación y de justicia se mantienen doctrinas federalistas inconciliables con los antecedentes y las conveniencias actuales y futuras del país.

Rivarola consideraba entre las causas de este fenómeno a “cierta tendencia de las cátedras de la Facultad de Derecho de Buenos Aires”, que desde 1860 en adelante habían estado marcadas por un excesivo localismo porteño. Sus conclusiones apuntaban a una reforma profunda en esta área, y “aún cuando el federalismo debiera persistir todavía por algún tiempo” debía llegarse a una reforma de la administración general que estableciera “una sola justicia nacional”.[27]

Tanto para Rivarola como para Matienzo, el fortalecimiento de la justicia federal era un necesario primer paso, dado que la reforma constitucional de 1860 había debilitado a la justicia federal de varios modos: 1) confiando a los tribunales de provincia la aplicación ordinaria de los códigos nacionales en materia civil, comercial, penal y de minería; 2) excluyendo de la jurisdicción federal la libertad de imprenta y los recursos de fuerza; 3) quitando a la Corte Suprema la decisión de los conflictos entre los distintos poderes públicos de una misma provincia y la de las causas entre una provincia y sus propios vecinos.[28]

Además de lo dicho en su libro, en 1912, al cumplirse exactamente medio siglo de la organización de la justicia nacional por ley del Congreso, Matienzo amplió su análisis crítico en un artículo publicado en la Revista Argentina de Ciencias Políticas, sobre el cual conviene detenerse con más detalle.  El artículo era una reelaboración de una nota publicada en El Diario en septiembre de 1902, que bajo el título “La reforma judicial” discutía la ley de reorganización de la justicia federal sancionada en enero de ese año, y retomaba argumentos que Matienzo había desarrollado también en El gobierno representativo federal, en 1910. La reforma constitucional de 1860 había deformado trágicamente el sistema diseñado según el texto de 1853, introduciendo bajo la inspiración de un fuerte “espíritu provincialista” una serie de restricciones y trabas a las facultades de los poderes nacionales que, en particular, habían debilitado a la justicia federal y acrecentado las jurisdicciones provinciales (proceso agravado por un número de leyes sancionadas por el congreso en el mismo sentido en los años siguientes a la reforma constitucional). Por la reforma de 1860 el congreso nacional había sido privado de la facultad de examinar las constituciones provinciales para asegurar la administración de justicia y el cumplimiento de las garantías federales de funcionamiento de las instituciones locales de acuerdo con la constitución nacional, y se había quitado a la cámara de diputados el derecho de acusar ante el senado a los gobernadores de provincia. Estas modificaciones habían otorgado a los gobiernos de provincia un margen mayor de maniobra sobre los sistemas judiciales, facilitando aún más la concentración de poder en la persona de los gobernadores. Las leyes orgánicas de 1863 y 1878 habían restringido aún más la jurisdicción federal, excluyendo de la competencia de los jueces federales a una gran cantidad de casos. Según Matienzo, la ley de 1902 no había modificado mayormente la situación del poder judicial federal respecto de los provinciales. Pero la evolución del marco legal-institucional era sólo meramente indicativa de los que las prácticas políticas habían conseguido:

Todas las referidas limitaciones puestas desde 1860 al ejercicio de la justicia nacional han servido en definitiva para favorecer la arbitrariedad y desamparar el derecho, expuesto a todo género de incertidumbres en presencia de quince administraciones de justicia diferentes, sin que se haya conseguido realizar el régimen federativo de los Estados Unidos, a cuya imposible imitación se han sacrificado los antecedentes y necesidades reales de la República Argentina.

Los verdaderos resultados jurídicos de la soberanía provincial, nombre que los defensores de la reforma de 1860 daban a lo que para Matienzo no era más que “el poder excesivo confiado al caciquismo local”, eran una absurda diversidad de interpretaciones locales dadas a los códigos nacionales, una arbitraria variedad de procedimientos, y el facilitar la indebida influencia de los poderes políticos provinciales sobre sus instituciones judiciales: “una larga experiencia ha demostrado que los jueces de provincia hacen lo posible para no fallar contra su gobierno, o mejor dicho, contra los deseos del gobernador, salvo escasas y honrosas excepciones.” Las soluciones residían en una reforma constitucional que eliminara las cláusulas introducidas en 1860 (solución ya propuesta en El gobierno representativo federal) y en la derogación de las leyes del congreso que habían transferido a los jueces locales atribuciones de carácter federal. En lo que hace a la jurisprudencia, convenía que ésta adquiriera “rumbos más nacionalistas, estableciendo el principio general de que, en caso de duda, las cuestiones de competencia entre jueces federales y provinciales deban decidirse a favor de los primeros; porque ellos representan la justicia suprema del país…” Las leyes orgánicas posteriores sancionadas por el Congreso habían debilitado aún más la justicia federal al sustraerle la competencia en una serie de asuntos (concursos de acreedores, partición de herencia, etc.), y la jurisprudencia de la Corte Suprema, “bajo la influencia de las teorías americanas”, había limitado la competencia de los tribunales federales, terminando por exagerar “el provincialismo judicial, cooperando a consolidar la arbitrariedad de los gobernadores, que (…) no tienen nada que temer de los jueces que ellos nombran…” Paradójicamente, Matienzo que defendía contra las aspiraciones unitarias de Rivarola la vigencia del federalismo, concluía contemplando como solución “la concentración de todo el Poder Judicial en manos de los jueces federales”. [29]

 

Conclusiones

La experiencia de la era radical iniciada en 1916 tuvo un impacto considerable en el pensamiento de Rivarola y Matienzo. Ambos habían coincidido en los años anteriores en un mismo punto de observación de la política argentina: ambos habían relativizado el poder transformador que el perfeccionamiento de la cuestión electoral podía tener sobre el funcionamiento institucional en términos más generales, para concentrarse en el análisis de los mecanismos que pudieran implementar un genuino gobierno representativo en la Argentina: desde el sistema presidencialista y el papel de los ministros en el mismo, el régimen municipal, el sistema de partidos, hasta el funcionamiento del federalismo y las instituciones judiciales habían concitado su atención y ocupado una buena cantidad de páginas en sus libros y artículos.[30]

Luego de la sanción de la ley Sáenz Peña, dos artículos de Matienzo en la RACP, “Los deberes de la democracia” (1914), y “El gobierno de la opinión pública” (1915), habían profundizado ese análisis, y más tarde, ya durante el primer gobierno de Yrigoyen, la segunda edición del El gobierno representativo (1917), culminaba esa línea marcada por la preocupación por dilucidar el cambio y la continuidad en el desarrollo del sistema político institucional y la cultura política argentina tras  la reforma del sistema electoral. Se ponía el acento en esos artículos en la necesidad de contar con partidos políticos que fueran auténticos canales de una opinión pública ilustrada, a la que se veía como la mejor garantía de funcionamiento del gobierno representativo. Tras el golpe militar de 1930, Matienzo orientó su análisis al fenómeno del personalismo, que, lejos de ser visto como un mal introducido por Yrigoyen en la política argentina, era más bien otra expresión de las dificultades de la cultura política argentina por desarraigar rasgos que venían de mucho más atrás en el tiempo.[31]

Rivarola, por su parte, también se permitió profundizar su análisis del sistema democrático argentino a la luz de la primera experiencia yrigoyenista en un par de artículos publicados en 1917 en la RACP. El tono de los mismos, más bien desesperanzado, señala Roldán, está marcado claramente por la apreciación que los efectos de la democratización social y política iban a tener sobre la estructura y funcionamiento del sistema político:

la inquietud de Rivarola se debe a la certeza del progresivo desplazamiento de las viejas élites sociales –incapaces de reconstruirse un lugar en el seno de los nuevos mecanismos de

selección– o de las nuevas élites científicas –en las que, a pesar de todo, deposita una persistente confianza– debido a la conjunción de la prioridad absoluta del principio mayoritario con la ausencia de restricciones para participar en aquellos procesos que, ampliados al conjunto de la ciudadanía, se fundan en el sufragio universal.

Para los años treinta, esas conclusiones convergerían con viejas preocupaciones de Rivarola en torno a la necesidad de incorporar a las instituciones políticas mejores mecanismos de representación de los distintos intereses sociales y lo llevarán a una apreciación de experimentos políticos de muy distinto signo, como la Constitución brasilera de 1934. (Roldán, 2008: 29-49.)

Ese mismo tono de desilusión con las consecuencias que esa primera experiencia de democratización del siglo veinte había producido, seguiría impregnando los debates en la Facultad de Derecho por unos cuantos años. Si Matienzo y Rivarola habían inspirado sus reflexiones desde el conocimiento de la ciencia política y el derecho constitucional, sería ahora un nuevo tipo de discurso proveniente desde el derecho administrativo el que reclamaría la necesidad de purificar y profesionalizar la administración pública, a la que se veía en un proceso de deterioro alarmante, producido por  el avance del “caciquismo” y el “spoils system” que la nueva política generaba.[32] El temor al progresivo desplazamiento del sistema político de las tradicionales elites sociales o las nuevas elites científicas que había expresado Rivarola, se veía ahora confirmado en un proceso paralelo en la administración pública, según el análisis que Rafael Bielsa hacía, ya en los años treinta, de la experiencia yrigoyenista en la burocracia estatal:

Desde el punto de vista de la condición social, la burocracia actual –salvo excepciones- se recluta en la pequeña burguesía y en la clase proletaria y, desde luego, también en las familias de burócratas. (...) El advenimiento del partido radical al gobierno y a la Administración pública, tuvo como primera consecuencia la formación de una burocracia más popular, generalmente reclutada en el comité; ella desplazó así, progresivamente, a la anterior burocracia de origen y cuño oligárquicos. Sin duda ese reclutamiento, no sujeto a normas regulares-tampoco lo estaba antes-, determinó algunos inconvenientes; en general, parte de la Administración pública se resintió. (...) Cientos y miles de partidarios y correligionarios políticos han considerado esta condición como título suficiente para el empleo público; y como, por otra parte, el requisito constitucional de la “idoneidad” no ha sido reglamentado en punto a su comprobación, prácticamente el vínculo moral entre el que nombra y el nombrado es la “lealtad” o “consecuencia política”.[33]

Finalmente, también la apreciación de la Universidad como generadora de ideas para la reforma político-institucional se vería transformada en los años de entreguerras. La Reforma Universitaria iniciada en 1918 sería a los ojos de muchos de los colaboradores de la Revista Argentina de Ciencias Políticas (de la que Rivarola ya había dejado la Dirección) la expresión de un parecido deterioro: la invasión de la política electoralista en los claustros universitarios inauguraba una forma de articular la universidad y la política completamente distinta a la que Matienzo y Rivarola habían soñado (Buchbinder, 2006: 237-268). Las décadas siguientes mostrarían el escaso éxito que alcanzarían sus visiones iniciales sobre el papel que le cabía a los claustros universitarios en la conformación de un movimiento cultural que contribuyera a sanear los problemas del sistema político argentino, problemas que la regeneración electoral no parecía haber curado.

 

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[1] Sobre ese contexto véase Buchbinder, 2012: 115-142.

[2] Sobre aspectos biográficos de Rodolfo Rivarola y su trayectoria intelectual véase Lucero (1991); Roldán, “La Revista Argentina de Ciencias Políticas” y “La República Verdadera impugnada”, en Roldán (2006); Roldán (2008); Cárdenes (2013) y Cárdenes (2015).

 

[3] Autor de El gobierno representativo federal en la República Argentina, su obra más importante publicada en Buenos Aires en 1910, con una segunda edición en Madrid en 1917; Cuestiones de derecho público argentino, Lecciones de Derecho Constitucional, y colecciones de ensayos y artículos como Temas políticos e históricos (1916), Nuevos temas políticos e históricos (1928), Remedios contra el gobierno personal (1930). Para una bibliografía completa de Matienzo, véase Menegazzi (1940). Para otros aspectos biográficos pueden verse también Cutolo (1975); Wright y Nekhom (1990).

[4] Sobre Matienzo y la cuestión social de comienzos de siglo, véase Zimmermann (1995).

 [5] Portantiero, 1978: 30-57; Buchbinder, 1997: 90. Ya en la introducción de El gobierno representativo y federal en la República Argentina (1910, 1917), Matienzo había sostenido que el desinterés por el estudio de los procesos políticos latinoamericanos se originaba en "el excesivo respeto con que se conservan los hábitos de la enseñanza superior y las clasificaciones tradicionales de las ciencias y disciplinas profesionales en la cátedra" (p. 9).

[6] En Zimmermann (2006, 2008) anticipé mucho del análisis aquí desarrollado sobre la trayectoria de Matienzo.

[7] Halperín Donghi (2002, 2da edic); Buchbinder (1997); Buchbinder (2005); Roldán (1993).

[8] Charle, 2000: 126-127. Para otros antecedentes de estos debates en la historia europea, O’Boyle (1970). Para similares debates sobre el “excesivo” número de juristas y letrados en Hispanoamérica y en la Argentina del siglo diecinueve, véase, Uribe (1999) y Zimmermann (1999). Para los debates en torno a la educación letrada y la educación “práctica”, Safford (1976).

[9] Baldomero Llerana, “Discurso de Colación de Grados, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, 8 de julio de 1898”, Revista de Derecho, Historia y Letras, tomo I, 1898, pp. 226-237.

[10] Héctor Lafaille, “Colación de Grados 1907. Discurso Universitario”, Revista Jurídica y de Ciencias Sociales, 1907 Antonio Dellepiane, “Discurso de Colación de Grados”, Revista Jurídica y de Ciencias Sociales, 1909, ambos en Stagnaro, ms.; Bunge (1913).

[11] Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores, 1900, p. 157, citado en Leiva, 2005: 228. El Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires fue fundado en 1913. La colegiación obligatoria llegaría décadas más tarde, pese a la reiteración de proyectos en esa dirección. Véase Leiva, (2005) y Leiva (2002).

[12] Sobre la huelga de estudiantes, Halperín Donghi (2002); Buchbinder (2005). Sobre el papel de La Prensa en el movimiento, Agulla (1995).

[13] Ibid. Véase también Leiva (1985). 

[14] Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Proyecto de Reformas de Plan de Estudios (con sus antecedentes).Buenos Aires: Imprenta Didot de Félix Lajouanne, 1904., p. 78.

[15] “Nuevo plan de estudios de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales”, Revista de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, no. 2, enero 1908, pp.304-309. Para observaciones parecidas sobre “la falta de estímulo social suficiente” pueden verse los discursos de apertura de cursos del Decano Wenceslao Escalante en 1907 o 1910, publicados por la Facultad en esos años.

[16] Rodolfo Rivarola, “El maestro José Manuel Estrada en la ciencia política argentina”, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Discursos Académicos, tomo II, 1911-1921 (2da. Parte), Buenos Aires, 1921. Veáse también José Manuel Estrada. “Reforma Universitaria. Enseñanza científica. Enseñanza profesional (1873), en José Manuel Estrada, Miscelánea, Buenos Aires, 1904, en Buchbinder, 2012: 118.

[17]Pestalardo (1914); Polotto (2006); Tau Anzoátegui (1977); Seoane (1981); Zeberio (2008).

[18] Rodolfo Rivarola, “Cuestiones universitarias. El caso de la Facultad de Derecho”, Revista de Derecho, Historia y Letras, 1902, 5-28.

[19] Lucero (1991); Cárdenes (2015).

[20] Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Proyecto de Reformas de Plan de Estudios (con sus antecedentes) (Buenos Aires: Imprenta Didot de Félix Lajouanne, 1904), pp. 23-26.

[21] José Nicolás Matienzo, Lecciones de Derecho Constitucional (Buenos Aires, 1916), p. 10. Para una discusión más general sobre el impacto de las nacientes ciencias sociales argentinas en la formación universitaria de comienzos de siglo veinte, Zimmermann (1992); Zimmermann (2005);  Altamirano (2004).

[22] Pestalardo (1914); Tau Anzoátegui (1977); y su “Introducción. Peculiaridad del pensamiento jurídico argentino”, en Tau Anzoátegui (2007).

 

[23] Roldán, “la revista argentina de ciencias políticas” y “la república verdadera impugnada” en Roldán (2006); Myers (2006). Sobre la vinculación entre política y conocimiento ilustrado en la RACP véase también Bosch (2001).

[24] Leopoldo Maupas, “Trascendencias Políticas de la Nueva Ley Electoral”, Revista Argentina de Ciencia Política, Tomo IV, 1912, citado en Myers, 2006: 121-122.

[25] Carlos Octavio Bunge, “La actual crisis de los estudios jurídicos”, Discurso de recepción en la Academia de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires, 17 de diciembre de 1912 (Buenos Aires, 1913).

[26] Rodolfo Rivarola, Partidos políticos unitario y federal (Buenos Aires, 1905) y Del régimen federativo al unitario (Buenos Aires, 1908); José Nicolás Matienzo, El gobierno representativo federal en la República Argentina, (Madrid, 1912).

[27] Rivarola, Del régimen federativo al unitario, pp. 233, 239-40.

[28] Matienzo, El gobierno representativo, pp. 293-303.

 

[29] José N. Matienzo, "Ampliación de la justicia federal", Revista Argentina de Ciencias Políticas, vol. IV, 1912.

 

[30] Roldán, “La república verdadera impugnada”, en Roldán, 2006: 53-102.

[31] Cf. Zimmermann, 2006: 269-297; y Zimmermann, 2008: 51-73.

 

[32] Rafael Bielsa, El cacique en la función pública (Buenos Aires, Imprenta “Nacional” de J. Lajouanne & Cia., 1928); Rafael Bielsa, Ciencia de la administración (Rosario: Facultad de Ciencias Económicas, Comerciales y Políticas, Universidad Nacional del Litoral, 1937). Véase también Persello (2004), y Bacolla (2017).

[33] Rafael Bielsa, Ciencia de la administración (Rosario: Facultad de Ciencias Económicas, Comerciales y Políticas, Universidad Nacional del Litoral, 1937).p. 119.