Solidaridad entre asalariados, informales y desocupados: cambios y continuidades en las fuentes de cohesión del peronismo (1990-2020)
MARCOS NOVARO
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
Universidad Nacional de Buenos Aires
Buenos Aires, Argentina
PolHis, Revista Bibliográfica Del Programa Interuniversitario De Historia Política,
Año 15, N° 29, pp. 98-126
Enero - Junio de 2022
ISSN 1853-7723
Fecha de recepción: 25/01/2022 - Fecha de aceptación: 11/07/2022
Resumen
Este trabajo analiza las relaciones entre los sindicatos y las organizaciones de desocupados en el marco de las tensiones internas que experimentó el peronismo en las últimas tres décadas (1990-2020). Pone en discusión hipótesis formuladas por ciertos autores sobre la supuesta causalidad entre las diferencias que los habrían enfrentado y la emergencia de facciones disidentes y cismas en dicha fuerza, y propone una explicación alternativa que considera una dinámica que combina conflicto y convergencia, históricamente cambiante pero que en lo esencial ha preservado un equilibrio: el que las administraciones peronistas, y no solo ellas, han tendido a establecer entre un mínimo de desempleo alcanzable con las reglas laborales tradicionales, y un máximo de planes sociales financiable para las cuentas públicas.
Palabras Clave
Peronismo, sindicatos, movimiento de desocupados, planes sociales, régimen laboral
SOLIDARIty between Employees, INFORMAL and Unemployed WORKERS: Changes and continuities in the cohesion sources of PERONISM (1990-2020)
Abstract
This paper analyzes the relationship between the unions and the unemployed workers organizations, in the framework of the internal tensions that Peronism experienced in the last three decades (1990-2020). It challenges the hypotheses formulated by certain authors that proposes a causal relationship between their differences and the emergency of internal party dissidences. It focuses on the dynamics that combine conflict and convergence producing a variable but historically identifiable balance: the one established by the Peronist administrations, but not only them, between a minimum of unemployment, achievable with traditional labor rules, and a maximum of direct social relief policies financed by public administration.
Keywords
Peronism, Unions, Unemployed Organizations, Income Transfers, Labor Laws
Solidaridad entre asalariados, informales y desocupados: cambios y continuidades en las fuentes de cohesión del peronismo (1990-2020) [1]
Introducción: dinámicas de diferenciación y composición en el peronismo
El debate sobre los ciclos de dispersión y unificación del peronismo tiene larga historia. Desde la crisis de 2001 hasta hoy, es decir, mientras el kirchnerismo ha sido su facción dominante, adquirió nuevos acentos. Sean ideológicos, al destacarse las diferencias de ese origen entre este y un peronismo más tradicional afirmado en las gobernaciones y los sindicatos. Sean organizativos y coalicionales, como los asociados a la renuencia de los Kirchner a aceptar las reglas partidarias del llamado “pejotismo” y su pretensión de formar una coalición a la vez más y menos extensa que el campo peronista, capaz de convocar a aliados y electores de otras tradiciones.
Entre los trabajos recientes sobre este tema cabe destacar el de R. Zarazaga (2019), que se inspira a su vez en textos de Torre (2017) y Murillo (2017) y pone el foco en las divisiones del peronismo observadas en las elecciones de 2015 y 2017, atribuyéndolas a una “fractura estructural” en su base de apoyo, que estaría enfrentando a trabajadores formales y sindicalizados con los más pobres, informales y desempleados beneficiarios de “planes sociales”. Zarazaga brinda evidencia sólida pero parcial para justificarlo: ella se refiere solo a las elecciones de 2017 en la provincia de Buenos Aires, donde compitieron el FPV-Unidad Ciudadana de Cristina Kirchner y el Frente Renovador-UNA de Sergio Massa.
Varios interrogantes se abren al considerar esta tesis: ¿fueron las diferencias de intereses entre asalariados, informales y desempleados tan insuperables como para motorizar ese cisma?, ¿no es significativo que, a pesar de los cambios vividos por esos segmentos del mundo laboral en las últimas décadas, las relaciones políticas entre sus representantes hayan seguido definiéndose mayormente con las claves y dentro de los canales que ofreció el peronismo?, ¿no es en este marco que conviene considerar las tensiones electorales que ellos hayan enfrentado?
En otro trabajo (Novaro, 2022) consideramos ya el fenómeno de las disidencias peronistas no solo como problema sino también como recurso de una compleja dinámica de diferenciación y composición, propia del modo en que esa fuerza ejerce, en forma más o menos sostenida y estable según las épocas, su predominio. Por lo que las vías de convergencia no desaparecen siquiera en momentos de tensión aguda entre sectores por algún motivo enfrentados. Enfoque oportuno desde que se contradijo, a mediados de 2019, el pronóstico planteado por Zarazaga, Torre y otros: la oportunidad de volver al poder alentó una veloz reunificación del peronismo, protagonizada por líderes hasta allí fuertemente enfrentados. La formación del Frente de Todos no solo interrumpió, así, la fragmentación previa, que no habría sido entonces reflejo de una crisis tan “estructural”, sino que dio continuidad al mencionado y más estructural “proceso de composición”, que es preciso comprender mejor.
Esta composición también tiene mucho para decir sobre la cuestión aquí planteada: las relaciones entre actores representativos de los campos en que se fue diferenciando el mundo laboral de los sectores subalternos en las últimas tres décadas (1990-2020), y los canales político-partidarios por los que ellos compatibilizaron sus agendas e intereses. Nuestra hipótesis destaca el rol de acuerdos y solidaridades entre trabajadores formales, informales y desocupados, que habrían articulado sus intereses “potencialmente en pugna” a través del peronismo. Es decir, recursos con los que tanto las elites como las bases de esa fuerza internalizaron la creciente diferencia de condiciones en el mundo del trabajo, en una etapa signada por profundos cambios en la generación de empleo y las relaciones laborales. En su ausencia podría haber sufrido una “crisis estructural” la representación de las cada vez más heterogéneas bases de apoyo del peronismo en los sectores populares. Lo que hay que explicar es por qué eso no sucedió.
Este tema se ha estudiado poco, pese a que tanto en los orígenes del movimiento peronista como en su evolución en los años sesenta y setenta mereció considerable atención (Murmis y Portantiero, 1971; James, 1988; Torre, 1990). Una explicación de la falta de interés en las manifestaciones recientes del fenómeno podría ser que se da por supuesta la mencionada solidaridad entre trabajadores formales, informales y desocupados. Un notable producto de la política peronista de nuestro tiempo que debería recibir la atención que merece.
Para analizar la cuestión proponemos un enfoque histórico. Rastrear, primero, el origen de la convergencia, en la segunda mitad de los años noventa, cuando los líderes del peronismo sindical y político -más allá de sus diferencias- coincidieron en una doble solución para el acuciante problema del desempleo: retirar de la agenda las reformas laborales, y ampliar y prolongar las transferencias directas de ingresos. A continuación, estudiar cómo esa suerte de “acuerdo neocorporativo” condujo a sucesivas adaptaciones de la política laboral y social en las décadas siguientes, acordes a las crisis y cambios económicos, a las necesidades políticas y posibilidades fiscales que se fueron presentando. Desde esta visión, el proceso iniciado en 2002, contra lo que se ha podido pensar, no ofrece tanto cambio como sucesivos esfuerzos de ampliación, adaptación y ajuste. Finalmente, consideraremos las circunstancias en que esos arreglos entraron en crisis, al agotarse el esquema de política laboral y transferencias de ingresos a comienzos de la segunda década de este siglo. Y su impacto, sin duda comprobable -aunque habrá que ver cuán determinante- en las divisiones del peronismo. Por esta vía volveremos sobre las solidaridades intersectoriales que el mismo construye, y sus límites. No prestaremos particular atención a la relación entre actores sociales agregados y sus representantes corporativos, tema desarrollado en trabajos antropológicos, sino que nos enfocaremos en la correlación entre estos y su actitud ante ciertos procesos políticos, incluidos movimientos electorales y de protesta.
La diferenciación en el mundo laboral y sus representaciones en los años noventa
Ante las reformas de mercado, los sindicatos encararon distintas estrategias de resistencia, negociación y adaptación, lo que resultó en tres campos sindicales diferenciados: de la CGT se alejaron en 1992 varios gremios estatales que formaron la CTA, y luego el MTA, integrado por sindicatos del transporte y los servicios (Murillo, 2005). No obstante, todos ellos mantuvieron una prioridad común: defender las reglas laborales y sindicales en que asentaban su poder. Esa prioridad fue funcional a una inclinación del gobierno y sus aliados empresarios a no priorizar cambios en esos campos. Estos empresarios estaban habituados y sabían sacar provecho de la representación monopólica y centralizada que ofrecía el modelo sindical, y estuvieron dispuestos a negociar su continuidad por otras reformas para ellos prioritarias. Y más aún lo estuvo el gobierno, que necesitaba para sobrevivir de una sólida alianza con los gremios y de la unidad del peronismo, más allá de estar dispuesto a tensionar ambas para hacer avanzar su agenda. De esto resultó un mix de iniciativas reformistas y conciliación, que, si bien supuso límites al derecho de huelga en los servicios públicos, y una nueva Ley Nacional de Empleo que propendía a desdoblar el mercado de trabajo entre el tradicional altamente regulado, y uno más flexible y barato para las empresas, no alteró las bases de poder del sindicalismo peronista, afirmadas en el primero. A esto se sumó una política de privatizaciones que compensó a los empleados afectados con generosos planes de retiro y cesantía, gracias a los cuales el impacto de esas medidas en el empleo se haría sentir recién avanzada la década (Gerchunoff y Cánovas, 1994).
A lo largo de esos años los gremios tuvieron, además, un variable poder para perseguir sus objetivos comunes. Este creció tras la reelección de Carlos Menem en 1995, por la menor gravitación de un presidente ya sin chances de extender su permanencia en el cargo, y cuya coalición entró en descomposición. Lo que coincidió contradictoriamente con la crisis del empleo, que estalló en 1994, se agravó en el paso a la segunda gestión menemista y se prolongaría hasta la década siguiente (Beccaria, 2003). Dadas esas circunstancias políticas, la crisis laboral no debilitó el poder de los sindicatos todo lo que se hubiera podido esperar. Y tampoco influyó mayormente a favor de profundizar los cambios en las reglas laborales para alentar la creación de empleo. Argentina se distingue, así, de otras experiencias reformistas de la región y de Europa (Vega Ruíz, 2005): cuando se volvió más palmaria la necesidad de flexibilizar su mercado de trabajo, se tornó menos favorable el contexto político para intentarlo. Los cambios siguieron acotados a permitir a las empresas realizar contratos flexibles, sin alterar los puestos de trabajo regulares y sindicalizados; luego fueron detenidos, y más adelante serían revertidos. Mientras, las compensaciones para los cada vez más numerosos excluidos del mercado laboral se ampliarían, acorde a la opción finalmente preferida por los gremios y el gobierno: que el Estado se hiciera cargo del problema. Veamos en detalle este proceso.
La crisis del empleo fue muy profunda en la Argentina, y tuvo rasgos inéditos. Pero se desató mucho después de la inflacionaria y la fiscal: la tasa de desocupación venía batiendo marcas ya en años anteriores, pero recién con la crisis del Tequila escaló, y en mayo de 1995 llegó a un pico del 18,4%. La reactivación posterior sería insuficiente para revertir la situación: en octubre de 1998 todavía era de 12,4% (Altimir y Beccaria, 2000).
En principio, al volverse la generación de empleo un problema acuciante y persistente, los legisladores oficialistas se mostraron más colaborativos con cambios laborales hasta allí resistidos y el Ejecutivo estuvo más decidido a impulsarlos. La flexibilización laboral fue -en consecuencia- aprobada a principios de 1995. Y poco después el gobierno logró firmar con sindicatos y empresarios el Acuerdo Nacional por el Empleo, la Productividad y el Bienestar Social.
Se sucedieron desde entonces anuncios sobre nuevas transferencias directas de ingresos y subsidios a empresas que contrataran nuevo personal, planes de capacitación y de empleo joven, y programas de obras públicas en municipios. En verdad no hacían más que redistribuir recursos ya asignados a esos fines, dada la prioridad que revestía para la gestión alcanzar el equilibrio fiscal, de lo que dependía la confianza de los mercados de deuda y a lo que se había comprometido ante el FMI (además de a acelerar y profundizar la flexibilización laboral), a cambio de ayuda para hacer frente al Tequila. Como mucho, esas medidas evitaron que los déficits del mercado de trabajo se agravaran, y al precio de permitir la expansión de empleos precarios y con menores retribuciones. Esto debilitó el vínculo de sentido que hasta entonces se había mantenido en pie, al menos para muchos votantes peronistas, entre las reformas y la solución de los déficits sociales. Además, aunque el gobierno siguió alegando que el problema provenía de la desocupación disfrazada (que Llach, 1997, estima en un millón de puestos) eliminada en las empresas públicas y la administración central (donde el empleo cayó alrededor de 600.000 puestos entre 1989 y 1996), no era menos cierto que ese disfraz no había dejado de crecer en provincias y municipios, que habían sumado a sus plantillas cerca de 500.000 cargos en ese período (Beccaria, 2003).
El gobierno quedó así atrapado entre las demandas de quienes, principalmente en sindicatos y gobernaciones, consideraban que sus reformas habían ido demasiado lejos, y era preciso volver a hacer “peronismo clásico”, y los que, sobre todo en el empresariado, creían que todavía debían avanzar más para terminar de hacer competitivo y sostenible el nuevo orden. A esta divisoria de aguas contribuyeron los hasta allí principales aliados políticos de Menem: Eduardo Duhalde, reelecto en la gobernación bonaerense en 1995, y Domingo Cavallo. El primero lanzó su campaña para sucederlo en la presidencia en 1999, buscando aprovechar su pérdida de apoyos para tomar control del partido. Y el segundo renunció al Ministerio de Economía a mediados de 1996 y formó una nueva fuerza política, que se arrogó la autoría y la continuidad del programa reformista.
A consecuencia de todo eso, Menem daría un giro conservador a su gestión, y abandonó la reforma laboral. A principios de 1996, luego de un segundo paro general de la CGT contra sus políticas, ya había otorgado un rol protagónico al sindicalismo en el Consejo Nacional del Trabajo y el Empleo, que consensuaría las medidas en la materia. En octubre de ese año la cartera de Trabajo presentó un más ambicioso proyecto de reforma, que permitía a las empresas acomodar condiciones de empleo y salarios a las posibilidades del ciclo económico o su situación particular, e introducía un régimen de suspensiones a acordar entre las partes. Anunció, además, un nuevo régimen de despidos e indemnizaciones. Pero la resistencia sindical escaló: la CGT llamó a un nuevo paro, en colaboración con la CTA y el MTA, de común acuerdo repudiaron el acuerdo de 1994 para la flexibilización y, peor aún, varios de sus dirigentes participaron del oportuno lanzamiento de la candidatura presidencial de Duhalde (Mastrocola, AHO 2006, Daer, 2006). Así que Menem desistió de ese camino: un acta tripartita prolongó la ultraactividad (la continuidad de convenios de 1975 que cubrían al 88% de los asalariados), fijó que solo para los nuevos empleos se reducirían las indemnizaciones, y que los convenios por empresa tendrían vigencia sólo si eran firmados por la conducción nacional de los sindicatos.
Mientras tanto, los excluidos fueron fortaleciendo su acción colectiva, a medida que su número se incrementó y su condición se volvió más permanente. Surgieron organizaciones específicas, aunque no del todo desligadas de los gremios, que tejieron relaciones con un amplio arco partidario para intervenir en la arena pública, hacer pesar su número y acceder a recursos (Garay, 2010). El peronismo tuvo en un comienzo dificultades para acomodarse a su presencia. En parte porque ellas expresaban a actores nuevos, inasimilables a la lógica sindical que sí manejaba al dedillo. Y también, porque la mera existencia de los excluidos los cuestionaba en lo que muchos peronistas se sentían más expuestos a la crítica: su apuesta a que las reformas de mercado resolvieran, no demasiado a la larga, los déficits de empleo y la pobreza, por más que inicialmente pudieran haberlos agravado. Esa expectativa tardó en ser abandonada, y solo entonces, gradualmente, la dirigencia de esa fuerza empezaría a prestar más atención a las demandas de los excluidos y a relacionarse con sus organizaciones.
El problema saltó a la luz a mediados de 1997, cuando explotaron los piquetes en rutas y calles de las organizaciones de desocupados. En abril de ese año los despedidos de YPF de Plaza Huincul y Cutral Co, en Neuquén, bloquearon las rutas que atravesaban esas ciudades para reclamar ayuda. Al mes siguiente los piquetes cortaban rutas de Jujuy, Salta y, por primera vez, el conurbano bonaerense, y ya era ostensible que las fuerzas de seguridad serían incapaces de lidiar con ellos (Auyero, 2002). Para julio los cortes se acercaban al centenar, repartidos en todas las regiones del país, y en agosto la CTA y el MTA concretaban un nuevo paro general, con una presencia protagónica de organizaciones de desocupados en los actos que, de todos modos, la dirigencia de la CGT siguió prefiriendo ignorar.
Esta limitación del peronismo dio una oportunidad a grupos de izquierda, sobre todo trotskistas, que venían compitiendo para representar al sector desde la primera Marcha Federal, en 1994, acto fundacional del movimiento de desocupados del que habían participado la CTA y diversos gremios. La reacción gubernamental había sido, por un lado, intentar alejar a los sindicatos de esos reclamos (lo que probaba que los vasos comunicantes con ellos eran políticamente relevantes); por el otro lado, debilitar a los agrupamientos más desafiantes (como la Corriente Clasista y Combativa- CCC- y el Movimiento Independiente de Jubilados y Desocupados -MIJD). Las protestas que siguieron, hasta 1997, mostrarían que solo en parte lograba el primer objetivo. Y más que nada por la renuencia de los líderes cegetistas a colaborar en la organización de los desocupados o a aceptar, siquiera, paliativos que sustituyeran el regreso al pleno empleo, como el seguro de desempleo y las transferencias directas de ingreso. Y que en aún menor medida estaba consiguiendo el segundo.
Así fue que la izquierda radical (además de muy activa en la CCC y el MIJD) impulsó el Movimiento Teresa Rodríguez, el Polo Obrero y el MTD-Aníbal Verón, entre otras organizaciones. De esta manera, aunque había venido fracasando desde 1983 en proveerse de una sólida base sindical, halló la oportunidad de tomarse revancha en la vacancia de representación en que dejaron a los desocupados la CGT y el peronismo en general. Y también a los barrios populares en que estos vivían, donde venía proliferando un asociacionismo desmarcado de la estructura territorial peronista (Svampa y Pereyra, 2003; Schipani, 2008). Una dura competencia por el control de esos espacios, y de las calles y rutas por obra del uso del piquete, comenzó entonces entre el peronismo y esas fuerzas. Y esto pasó a ser un dato gravitante en la disputa por la representación de los sectores subalternos.
El hecho de que la izquierda -tanto en su versión trotskista como peronista- a través de activistas y dirigentes con larga experiencia sindical (tanto en la CTA como en la CCC convivían agrupaciones gremiales y de desempleados) gravitara en el nuevo movimiento influyó y mucho para que este no se interesara en incorporar ninguna variante del reformismo laboral a su agenda. Este punto había sido planteado por esos sectores de izquierda como el decisivo para distinguirse y competir contra la “burocracia entreguista” de la CGT, identificada como responsable de la pérdida de derechos, y de los empleos mismos, a que el menemismo y los empresarios estaban sometiendo a los asalariados (De Gennaro, AHO 2008).
Así fue como el movimiento de desocupados definió su agenda y sus estrategias. La resistencia inicial a las asistencias focalizadas, por considerarlas un recurso que desactivaba la demanda por trabajo, pronto se debilitó, más todavía cuando esas compensaciones se volvieron muy útiles para nutrir a las propias organizaciones. En cambio, no se produciría un giro similar respecto a las reformas laborales, rechazadas de plano. Esto contribuyó, junto al background de sus dirigentes y militantes, la indisposición de sus socios sindicales (la CTA y el MTA), y la ausencia de un esfuerzo oficial en esa dirección: tampoco el Ejecutivo consideró recurrir a los excluidos, apelando a su interés en reducir las barreras de entrada al mercado de trabajo, para hacer ceder a los incluidos y a sus sindicatos (Caro Figueroa, AHO 2006; Amadeo, AHO 2012).
Es importante destacar, por otro lado, que nada de esto alcanzó para que una porción importante de los votos populares se alejara del peronismo y se volcara a la izquierda. Ni siquiera por la opción más electoralmente exitosa, el Frepaso, en la que confluyeron, en la segunda mitad de los noventa, la mayoría de los dirigentes de la CTA. Fue clave para que ello no sucediera el intenso trabajo social del peronismo en provincias y municipios, y la toma de distancia de muchos de sus candidatos, en las siguientes elecciones, de las políticas de Menem. Como ejemplo, bastan dos datos especialmente visibles en el conurbano bonaerense. El primero de ellos, a través de programas sociales que hacia fines de la década coordinaban, con crecientes recursos, la nación (el Plan Trabajar, principalmente) y la provincia (la red de “manzaneras” creada por la esposa del gobernador fue la más paradigmática). Y es que, más allá de las diferencias que pudiera haber entre ellos, financiar esos esfuerzos se fue volviendo una cuestión crítica para la supervivencia electoral de todos los bandos en pugna del partido oficial.
Éste había tardado en reaccionar al nuevo escenario. Pero cuando lo hizo, fue a través de una estrategia defensiva que resultaría bastante eficaz. En 1997 perdió las elecciones legislativas en la provincia de Buenos Aires, interrumpiendo una década de triunfos; aunque fue un consuelo que Duhalde lograra retener su voto más fiel en los barrios populares del conurbano. Dos años después, las redes clientelares mejoraron lo suficiente para que la gobernación de la provincia más importante del país siguiera en manos del PJ, pese a su derrota en las presidenciales.
Volviendo a Menem, tras el trastazo electoral de 1997 también él buscó mejorar su relación con los gremios, completando el giro que venía practicando sobre los proyectos laborales: a pesar de que para cumplir con el FMI el Ejecutivo habilitó su tratamiento legislativo, reemplazó en Trabajo a Armando Caro, el último superviviente del equipo de Cavallo, por Erman González, en acuerdo con la CGT; así, sus reclamos se irían atendiendo. Se suprimieron los contratos a término, los cambios en las indemnizaciones y se ratificó la ultra actividad (Etchemendy, 2005). Se pasó, por ende, de una gestión trabada y parcial de las reformas, a una auténtica contrarreforma.
Mientras tanto, el gasto social en general, y en particular las transferencias directas de ingresos siguieron subiendo. Para 1999 el primero había crecido casi 100% en los últimos seis años (y el de las provincias, sobre todo en personal, en algunos casos cerca del 60%, Dal Massetto y Repetto, 2012). En simultáneo, los planes sociales adquirieron un peso inédito. En 1989 Menem había lanzado el Bono Solidario (BS) para reemplazar al Programa Alimentario Nacional (PAN) de Raúl Alfonsín, primera política social de gran escala orientada a los excluidos. Pero mientras el PAN había llegado a tener 5.000.000 de beneficiarios, se previó que apenas 2 millones recibirían el BS. Igualmente, esto no llegó a suceder, pues enseguida fue reemplazado por los Programas Intensivos de Trabajo y, luego, por el ya mencionado Trabajar, que tendría aún menos alcance (cubrió en sus comienzos a poco más de 100.000 personas, un 10% de los desempleados, Golbert, 1998; la cobertura de los PITs había sido aún menor, 2,2% según Lodola, 2005), tanto debido a tensiones con las provincias como al declive de las protestas. En cambio, para fines de la década había ya 65 programas de asistencia y transferencia de ingresos: el Trabajar tuvo dos reediciones y amplió su cobertura tras la ola de protestas de 1997 (llegó a cubrir a unas 350.000 personas, Garay, 2010), y se le sumaron Servicios Comunitarios, el Programa de Emergencia Laboral y muchos otros. Además, ya 14 provincias contaban con sus propios programas y redes organizativas para distribuirlos, en algunos casos muy extendidas. Tal fue el caso de las mencionadas “manzaneras”, que llegarían a atender a medio millón de familias.
Y lo más importante de todo fue que estas transferencias pasaron de ser transitorias y breves, a permanentes, porque quienes sufrían la falta de trabajo seguían en esa condición a lo largo de los años. Y también porque las organizaciones que intermediaban cada vez más entre los beneficiarios y el Estado (administrando los proyectos dentro de los que aquellos cumplían sus contraprestaciones de trabajo o entrenamiento laboral), junto a las burocracias que hacían su parte desde las oficinas públicas, las contaban como recurso para sobrevivir y acumular poder, y hacían lo posible por perpetuar y ampliar sus partidas.
En suma, entre fines de los años noventa y principios de la década siguiente se consolidó, junto a los trabajadores formales y estables (cada vez más una aristocracia de las clases subalternas) y los precarizados y los informales, un sector de excluidos estructurales que crecientemente dependían de ayuda del Estado para sobrevivir. Y que adoptaron como principal meta asegurar ese flujo de recursos, a través de la acción política, por medio de organizaciones específicas.
Lo más sintomático de la consolidación de ese sector fue el tránsito que experimentó desde su demanda inicial, que reflejaba un modo de pensar tradicional sobre la falta de empleo, a la aceptación de una solución bien distinta, como era la dependencia crónica de un subsidio estatal, por la imposibilidad permanente de conseguir trabajo. Dicho tránsito tiene directa relación con el foco de nuestro interés: la eficacia de una solidaridad adaptativa entre distintas capas de las clases populares y sus organizaciones, que reformuló solidaridades más antiguas, entre asalariados calificados y no calificados, y entre nuevos y viejos trabajadores urbanos, que el peronismo había sabido hilvanar.
Hemos visto que la CTA y el MTA contribuyeron en esto promoviendo acuerdos entre las agendas y las estrategias de acción de los incluidos y excluidos del mundo laboral. Y que, a través suyo, las organizaciones de desocupados lograron más eco para sus demandas. También vimos que una condición básica de ese entendimiento fueron sus diferencias con los demás sindicatos que, reunidos en la CGT, venían negociando salidas transaccionales con las autoridades nacionales, cediendo al menos en parte a los planes de reforma. Pero, además, los gremios en conjunto supieron usar a los grupos piqueteros como instrumento de presión en su provecho: la posibilidad de confluir con ellos fue una amenaza para el orden social que hicieron pesar una y otra vez frente a las autoridades, de modo equivalente a como el vandorismo usara en el pasado a los sindicatos combativos, en sus juegos de presión y negociación, bajo distintos regímenes políticos.
Estos entendimientos adquirirían mayor alcance en la década siguiente, gracias a que los sindicatos disidentes de los años noventa, en particular el MTA, ganaron protagonismo. Junto con ello, sus acuerdos con los desocupados cobrarían un tono aún más reproductivo y conservador.
Consolidación de la conciliación peronista entre excluidos e incluidos (2003-2011)
Los dos mil fueron escenario de una profunda transformación en el peronismo, que volvió al gobierno nacional, tras el breve interregno de De la Rúa (1999-2001), con ideas y políticas en muchos aspectos opuestas a las que abrazara en los noventa. Sin embargo, en relación con los desocupados y sus organizaciones hubo notables continuidades. El “dualismo” seguiría siendo el enfoque preponderante, acorde a lo que se advertía como una distinción estructural entre integrados y excluidos, que podría experimentar variaciones según el ciclo económico, la disponibilidad de recursos fiscales o los costos laborales, pero no alterarse en lo esencial.
Tanto el gobierno provisorio de Duhalde como el de Néstor Kirchner prestaron gran atención al desempleo, que en mayo de 2002, tras el colapso de la Convertibilidad, superó el récord de 1995 y llegó a 21,5%. Fue entonces que Duhalde inició el más amplio programa de transferencia directa de ingresos hasta entonces concebido, el Plan Jefes y Jefas de Hogar, que llegó a atender a casi 2,5 millones de familias en 2003 (Golbert, 2004). A pesar de que la crisis social remitió en los años siguientes, y el “Jefes y Jefas” se preveía concluyera con ella, seguiría cubriendo cerca de 2 millones de hogares hasta la segunda mitad de la década. En 2011 sería reemplazado por “Argentina Trabaja”, con similares contraprestaciones laborales y educativas.
Duhalde, además, continuó la política de De la Rúa de ceder a las organizaciones de desocupados la gestión de los planes: "Jefes y Jefas" fue gestionado a través de consejos consultivos en los que sus dirigentes tomaron parte junto a sindicatos, ONGs y municipios. Y ellas, a su vez, orientaron definitivamente en este período sus reclamos al incremento de esas transferencias: cuando a fines de 2001, junto a la CTA, realizaron una gran consulta pública sobre las vías para combatir la pobreza, incluyeron la creación de un ingreso familiar universal, un seguro de desempleo y la distribución de pensiones no contributivas, pero poco y nada referido a fuentes de empleo.
Al iniciarse el mandato de Kirchner, dado que la economía volvía a crear puestos de trabajo privado formales, la presión de la protesta social declinó. Pero no por eso las organizaciones de desocupados se debilitaron, ni desapareció la demanda por transferencias. Porque quedó lejos el pleno empleo (en 2008 la desocupación llegaría a un piso de 7,9% y volvió a subir), la informalidad dio un salto (y todavía en 2011 sería del 42,7% sobre el total de ocupados, Contartese et. al., 2015), y el subempleo precario de bajos ingresos se mantuvo bien arriba de los niveles de una década antes. También, porque el movimiento de desocupados siguió siendo muy activo políticamente y, sobre todo, logró aún más atención de las autoridades: contra la expectativa de algunos análisis de aquellos años (Escudé, 2007), estas no apuntaron a desactivarlo y, ni siquiera, se conformaron con contenerlo; apuntaron más bien a incorporarlo a la coalición y la gestión, cooptando a sus dirigentes afines, varias decenas de los cuales se convirtieron en funcionarios o legisladores del oficialismo en esta etapa.
En cuanto a la dirigencia gremial, acompañó en su mayoría tanto a la gestión de Duhalde como a la de Kirchner. En parte, porque vio en esas administraciones la posibilidad de seguir preservando las reglas laborales y sindicales ante las amenazas que significaban otras opciones (Daer, AHO 2006). El gobierno de De la Rúa también colaboró a ello, al liquidar la credibilidad de las reformas laborales como medio para combatir la exclusión: hizo aprobar una nueva ley de flexibilización en el año 2000 que descentralizaba la negociación salarial; pero además de que no llegó a aplicarse, quedó contaminada por sospechas de sobornos a senadores justicialistas que la habían respaldado. Aún más gravitante para esa deslegitimación fue la abrupta devaluación del peso: ofreció una solución drástica para los sobrecostos laborales y la baja competitividad de la economía, alternativa a las reformas flexibilizadoras. Por esta razón el empresariado dejó de interesarse en estas. En tanto, la dirigencia gremial asumió que, colaborando a administrar los conflictos derivados de la devaluación, tendría más chances de revertir o evitar los cambios para ella más perjudiciales. Dicho de otro modo: podría cobrarse el sacrificio inmediato que estaba haciendo el poder de compra de los salarios de sus representados, con tolerancia para las reglas de juego necesarias para preservar sus organizaciones.
Kirchner se esmeró en consolidar esta convergencia de intereses. A poco de asumir promovió la derogación de la flexibilización de 2000, y en 2006 reforzó este curso restaurador de las viejas relaciones laborales con dos leyes: la primera, volvió a privilegiar a la justicia laboral sobre la comercial en diferendos entre empleados y empleadores, lo que aumentó los costos de despido; y la segunda obstaculizó la modificación por las patronales de las condiciones de trabajo de sus empleados. También promovió la reunificación sindical, coronada con el ascenso del líder camionero y del MTA, Hugo Moyano a la conducción de una CGT única, y la multiplicación de acuerdos paritarios anuales por rama de actividad, premiando en ellos a los sindicatos más afines, como Camioneros. Pronto estas paritarias centralizadas y periódicas se volverían una pieza aún más vital para asegurar el poder de la conducción nacional de los sindicatos sobre sus organizaciones y afiliados: al reinstaurarse el régimen de alta inflación se volvieron la única barrera efectiva contra el deterioro de los ingresos.
Volviendo a las organizaciones piqueteras, el trato con ellas tuvo -como ya adelantamos- más que una meta de contención, una de control político interno y externo a la coalición oficial. Incorporar a la misma y -en ocasiones- también a la gestión a sus dirigentes le permitiría al presidente controlar en forma más directa el territorio donde ellas se asentaban, la periferia de las grandes ciudades: no solo contra intentos de movilización autónoma y disruptiva de organizaciones independientes o fuerzas de oposición sino también, o sobre todo, contra otros actores del peronismo, especialmente intendentes y gobernadores (Logiudice, 2019). La Federación Tierra y Vivienda (FTV), ligada a la CTA, Barrios de Pie y el Movimiento Evita fueron las organizaciones más importantes en ese rol (Garay, 2010; Maneiro, 2014; Gradin, 2014) De esta manera, posibilitaron que el sector deviniera una pieza más de la interna oficial y, en algunos aspectos, con más gravitación que los sindicatos, que no volvieron a pesar en las listas de legisladores ni en cargos de gobierno.
Así, el entendimiento entre las tres partes se consolidó: los gremios siguieron afirmados en las reglas laborales sumamente rígidas que ahora imperaban sin matices en un renacido mercado formal de trabajo, en particular las convenciones colectivas, que los entronizaban como garantes de la conservación o mejora del nivel de salario de sus afiliados. Por su parte, el movimiento piquetero fortaleció su rol como intermediario de la masa creciente de recursos con que el Estado proveía a los excluidos sus medios de subsistencia y, gracias a eso, consolidó su poder territorial y en la coalición oficial, compitiendo con ventaja con estructuras más tradicionales. Por último, el vértice gubernamental se aseguró aliados firmes en dos ámbitos que regulaban el conflicto social.
Se confirmaba, además, lo que Kurt Weyland había advertido varios años antes sobre la tendencia de los trabajadores formales y sus organizaciones a defender su condición de privilegio en el mercado laboral, “bloqueando reformas que beneficiaran a los excluidos” (Weyland, 1996). En el caso argentino (y esto era importante para la suerte de la fuerza gobernante) lo estaban logrando sin chocar con estos últimos, colaborando con sus representantes en base a una estable división del trabajo para la atención diferenciada de sus respectivas demandas. Ambas dirigencias coincidían, ahora con más claridad, en un orden para las dos redituable, aunque tal vez no el mejor para sus representados: definido, según las circunstancias fiscales, económicas y políticas del momento, por el equilibrio entre el máximo número de excluidos que podía atenderse con planes sociales, y el mínimo resultante de la continuidad de las reglas laborales tradicionales.
Ese equilibrio no había sido fácil de hallar en el ocaso de la Convertibilidad. De allí el auge de la protesta y la imposibilidad de sacar del todo de la agenda pública las reformas laborales en esos años. Pero tras la devaluación y otros cambios que habían ayudado a bajar los costos empresarios y a mejorar las cuentas públicas, los márgenes dentro de los que se podía establecer se ampliaron, y los instrumentos para alcanzarlo se volvieron más potentes y previsibles: tanto por el estado de disponibilidad política de sindicatos y organizaciones piqueteras (y el inicial deterioro de las condiciones de vida y nivel de demandas de sus asociados) como por los recursos al alcance del gobierno nacional para aumentar las transferencias de ingresos.
Así, la consolidación de la fórmula de convivencia entre integrados y excluidos, en el tránsito de la gestión de Duhalde a la de Kirchner, redundó en una directa correlación entre los datos de desempleo y de cobertura de los planes sociales que atravesaría tres etapas. Tras una primera fase de expansión de las transferencias, entre 2002 y 2003 -coincidente con la más aguda crisis de empleo- la masa de prestaciones tendió a estabilizarse y luego a declinar, más sensiblemente que en términos absolutos, en relación al volumen del gasto público y la masa de población económicamente activa, lo que se prolongó hasta el fin del mandato de Kirchner. Esto coincidió con el incremento muy sensible del número de afiliados a los sindicatos y de acuerdos paritarios (Etchemendy y Collier, 2007; Marticorena y D´Urso, 2018: 241 y ss.) que, para el sector privado tendió a agotarse en 2007 y para el sector público declinó más paulatinamente a partir de 2010. Entre esos años justamente se produciría un nuevo salto de las transferencias de ingresos, y un cambio también en sus modalidades. Esta tercera etapa supondría novedades, por tanto, en las organizaciones, en sus actividades y objetivos.
El giro de 2009: innovación en los medios, para preservar el mismo equilibrio
A fines de 2009, igual que en 1997, coincidieron una nueva ola de piquetes, la derrota del peronismo gobernante en elecciones legislativas, y un nuevo ciclo de expansión de los planes. Con el lanzamiento de la Asignación Universal por Hijo (AUH) el número de personas atendidas tocó máximos históricos: la AUH llegaría a más de 4 millones de menores en los años siguientes (30% de la población de ese rango etario); a dicho número habría que sumarle los beneficiarios de pensiones no contributivas, de moratorias previsionales, y de programas de asistencia focalizados (Argentina Trabaja, Programa de Inserción Laboral, etc.).
La generación de empleo privado, como dijimos, había disminuido. Su auge se había basado en un cambio circunstancial en los precios relativos y las condiciones en que había operado la economía, tanto privada como pública (postergación de pagos de deuda, uso a bajo costo de la capacidad instalada en servicios públicos, infraestructura y energía, más demanda para las exportaciones tradicionales), y no en reglas de juego más eficientes, al menos no las laborales. De allí que, con la parcial normalización de las relaciones con los mercados de deuda y el retraso del tipo de cambio, los costos de generar empleo formal volvieran a trabar la inclusión al mercado.
Mientras tanto, la acción organizada de los excluidos profundizó sus rasgos reproductivos en nuevas modalidades. Los grupos con mayor protagonismo en la salida de la crisis de 2001 tenían todavía mucho en común con los que habían cumplido ese rol en los años noventa: eran piqueteros, actuaban en el territorio como las clásicas organizaciones de base peronistas o de izquierda, y se financiaban con una porción de las transferencias que recibían informalmente de sus asociados. El FTV, el Evita y Barrios de Pie siguieron estas pautas hasta fines de los 2000, aun cuando se hubieran integrado en el ínterin a la gestión pública, dando continuidad al modelo forjado en las etapas iniciales del movimiento por la CCC y el MIJD.
Pero desde la segunda mitad de esa década ganó terreno un nuevo tipo de organización, especializada en la creación de cooperativas de trabajo y otras iniciativas de “economía popular” que, hasta entonces, había sido atendida por programas acotados como el Manos a la Obra, y entendida como refugio “hasta recuperar el empleo”, por lo que las contraprestaciones se orientaban a mejorar la empleabilidad de los beneficiarios (Arcidiácono, 2012: 72 y ss.). Desde entonces se pasó a considerar ese ámbito y las prácticas laborales asociadas como permanentes, y para desarrollarlos se orientó el financiamiento a entidades especializadas y a una más amplia gama de actividades: cooperativas de autoconstrucción de viviendas, producción de alimentos, textiles, comercio alternativo, etc. Los beneficiarios de estos planes cooperativos superarían los 650.000 en 2010. Para 2015 se habían reducido a la mitad, pero desde entonces volvieron a crecer y a inicios de la siguiente década sumaban más de 1.200.000 (Schipani, Zarazaga, Forlino, 2021).
En el ínterin, las organizaciones preexistentes se plegaron a esta modalidad y adoptaron ideas que lo justificaran: en especial, la aspiración de formar comunidades libres de “pautas patronales”. La exclusión se volvía, para este nuevo paradigma, una “ventaja” para impulsar un nuevo modelo social que cabía considerar, según se prefiriera, anticapitalista, poscapitalista o precapitalista.
En ese marco, estructuras como la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP, que sumó, entre otras agrupaciones preexistentes, al Movimiento Evita), la Organización Barrial Tupac Amaru (originaria de Jujuy y que llegó a tener presencia en 15 provincias), y el programa de cooperativas de las Madres de Plaza de Mayo “Sueños Compartidos”, se volvieron los ejemplos a seguir. Una declaración de la CTEP ilustra su visión y ayuda a entender su eficacia:
“Comprendimos que, en el mercado capitalista, no hay ni habrá lugar para nosotros…. tenemos dos opciones: conformarnos con subsistir como “ciudadanos de segunda” magramente asistidos por el Estado en las periferias del mercado, o construir una nueva economía que rompa con la lógica de la ganancia, la Economía Popular” (CTEP, 2013).
La CTEP apuntó a construir, con esta idea, un monopolio de la mediación entre el Estado y los “trabajadores de la economía popular”, estructurando un sistema exhaustivo de registro y categorización.
El dualismo entre excluidos e incluidos, concebido a fines de los noventa como “problema a resolver” y desde entonces asumido progresivamente como un “parámetro al que adaptarse”, se reinterpretó así en base a una nueva idea de integración. En un proceso facilitado por el suelo común de solidaridad e identidad que ofreció el peronismo, tal como explican los referentes de esta corriente Emilio Pérsico y Juan Grabois, al destacar el rol de la tradición sindical y territorial de base en “un proceso de auto-organización… que permite erradicar las tendencias patronales del seno de nuestro pueblo pobre” (Grabois y Pérsico, 2017: 6-7). Y que, dada la esperada “extinción paulatina del trabajo asalariado” (op cit: 34) debería conducir, a la larga, a un vuelco en la relación de fuerzas con el sindicalismo.
De todos modos, la CTEP puso gran esmero desde sus inicios, a fines de 2011, en asegurarle a aquel que no sería funcional a iniciativas que promovieran la flexibilización laboral: en su estatuto estableció expresamente su compromiso con preservar “la ley de contrato de trabajo y los convenios colectivos de trabajo vigentes” (op cit, 70 y ss.), pese a que ni aquella ni estos protegían a sus representados. Esta posición cobra sentido a la luz de su intención de que el Estado los reconociera como “trabajadores de pleno derecho”, representados por su propio sindicato, y solventara la cobertura social que la ausencia de una patronal les negaba (98 y ss.). Así apuntaban a recuperar, a sus ojos, la “unidad de los trabajadores”, extraviada a raíz de la segmentación del mercado laboral. En esta misma línea, el registro de la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP) como sindicato de desocupados por el Ministerio de Trabajo y su ingreso a la CGT se volvieron objetivos preeminentes del sector (Muñoz y Villar, 2017).
El grueso del gremialismo resistió, aunque acompañara los reclamos por aumentar las transferencias y formalizar el vínculo entre sus beneficiarios y el Estado. Los sindicatos marcaron de este modo un límite y una pauta: considerarlos “trabajadores de pleno derecho” supondría compartir con ellos canales de representación y gestión de intereses, a lo que no estaban dispuestos, pero sí lo estaban a colaborar en obstruir un mercado de trabajo más abierto y fluido, en que el desempleo pudiera presionar a la baja aún más a los salarios.
Es que, en los términos que describimos el equilibrio entre desempleo y planes sociales, cuya dinámica podemos ahora considerar en plenitud, la satisfacción de las expectativas salariales de los trabajadores formales se vuelve, al menos parcialmente, una función del monto de gasto que el sector público está en disposición o condiciones de realizar para asegurar la supervivencia de los desempleados. Con una tasa fija de desocupación, cuanto más se eleve ese gasto, menor será la disposición de sus beneficiarios a entrar al mercado de trabajo en condiciones de informalidad e ingresos desfavorables, compitiendo con los asalariados bajo convenio.
Podemos concluir que hacia fines de la década del 2000 esta composición de intereses entre los excluidos y los incluidos se había consolidado y proveía a ambos pautas firmes de interacción. De allí que, al comienzo de la década siguiente, cuando el oficialismo entró en crisis, más que una ruptura de dichos mecanismos lo que se produjo fue su reacomodamiento y adaptación.
En primer lugar, al inicio del segundo mandato de Cristina Kirchner, cuando sectores sindicales hasta allí oficialistas (Camioneros, otros gremios del transporte y una porción de la CTA) pasaron a la oposición, volvieron a encontrar apoyos en el movimiento de desocupados, de la porción que no había sido cooptada y de otros grupos que también tomaron distancia del gobierno (CCC, Barrios de Pie, MST Teresa Vive). Todos ellos concretarían en noviembre de 2012 el primer paro nacional contra el kirchnerismo. Medidas similares, en que volvieron a converger representantes de los incluidos y los excluidos, se repetirían en 2014 y 2015, en un cuadro similar al del segundo mandato de Menem: en tanto los trabajadores integrados adquirían un rol más vital para el orden social a ojos del gobierno, los sindicatos que permanecían en la coalición oficial fortalecían su poder interno, lo que redundó en fondos para sus obras sociales y porcentajes de aumento salarial por arriba de las pautas moderadoras establecidas; a la vez, el gobierno siguió aumentando los planes, en particular los administrados por organizaciones que también mantuvieran su lealtad (Novaro, Bonvecchi y Cherny, 2014).
Así, aún en un contexto que dificultaba la atención simultánea de los intereses de los integrados y los excluidos, y de mayor tensión entre sectores del peronismo político y sindical, actores fundamentales de ambos segmentos del mundo laboral hallaron la forma de mantener o redefinir sus acuerdos. Y lo hicieron tanto dentro del oficialismo como en la oposición.
También fue, en parte, expresión de esta dinámica la emergencia del Frente Renovador (FR), que vencería a las listas oficiales en la provincia de Buenos Aires en 2013. El FR expresó intereses crecientemente desatendidos por el gobierno nacional (en el caso de los sindicatos, debido entre otras cosas a la carga del impuesto a las ganancias sobre los salarios de convenio de sus sectores de actividad) y significó una amenaza para los mecanismos de integración con que aquel se venía manejando. Pero a la vez implicó un intento de recomponer esa relación en tensión.
El declive del FPV y de la conciliación entre excluidos e incluidos (2013-2017)
Hacia 2013 tanto el régimen económico kirchnerista como el sistema de poder montado para gestionarlo daban muestras de agotamiento. Un indicio de ello fue, precisamente, el éxito del FR. La mayoría de las organizaciones de desocupados integradas al FPV en su etapa de auge siguieron alineadas. Pero no todas: Barrios de Pie se había alejado ya en 2009, y en dicho momento lo imitaron la CCC y el MST “Teresa Vive”; finalmente los seguiría el Movimiento Evita, en búsqueda de una sucesión del liderazgo que entendieron impostergable. Las nuevas derrotas sufridas por el FPV en las elecciones de 2015 y 2017 parecieron confirmar esa tesis. De hecho, alentaron análisis sobre una “crisis estructural del peronismo”, entre los que cabe destacar el de J. C. Torre, quien se preguntó si no estaba llegándole ahora “su 2001” (Torre, 2017), la crisis de la que hasta allí había escapado, primero descargando en otros la responsabilidad por el derrumbe de la Convertibilidad, y luego disimulando la fractura social con masivas dosis de presupuesto público.
En verdad, a su manera el peronismo venía padeciendo “su 2001” desde entonces: había atravesado todos esos años dividido por clivajes territoriales, ideológicos, programáticos y de intereses sectoriales. Estos últimos son los que Torre y Zarazaga atribuyeron, centralmente, a la diferencia cada vez más marcada entre incluidos y excluidos en los sectores populares. Y en particular Zarazaga asocia esas diferencias con el cisma electoral protagonizado por el FR, vía el atractivo que éste habría ejercido sobre los sindicatos disidentes y sus representados, debido al impacto creciente de los impuestos en los asalariados de remuneraciones medias, lo que ciertamente se volvió motivo de pujas entre el gobierno y los gremios en esos años. Y esto era un indicio indirecto de que el equilibrio entre gasto social destinado a los excluidos (y su financiamiento vía impuestos), y el desempleo resultante de la rigidez del mercado laboral estaba complicándose. Ahora bien: el argumento de Zarazaga requiere pasar de la tensión “contable” entre los reclamos sindicales por menos impuestos y las demandas por más gasto de los desocupados, a una vinculación política efectiva entre ambos. Y no existen indicios sólidos al respecto. Al contrario, hay al menos dos motivos para dudar de su existencia. Por un lado, el FR no logró atraer con sus planteos al resto de la disidencia peronista, y ni siquiera conservó todos sus apoyos iniciales: varios sindicalistas que colaboraron con él en un principio luego se alejaron. Por otro lado, es dudoso que los reclamos gremiales que recogió hayan motivado o profundizado diferencias en el comportamiento político de los asalariados y los desocupados e informales, algo que da por supuesto Zarazaga: esa explicación se contradice al menos parcialmente con el hecho de que en las principales protestas del período, como los 5 paros generales impulsados por la CGT disidente y organizaciones piqueteras entre 2012 y 2015, los reclamos por el mínimo no imponible de ganancias, y el restablecimiento de las asignaciones familiares universales para los asalariados bajo convenio (Marticorena y D´Urso, 2018: 243) siguieron acompañando los de aumentos para las transferencias de ingresos. El entendimiento entre trabajadores integrados y excluidos parecía subsistir en lo esencial, pese a las condiciones económicas y fiscales más desfavorables y la toma de distancia de algunos de sus respectivos representantes del gobierno nacional.
Esto continuaría observándose durante el gobierno de Mauricio Macri (2015-2019) cuando la convergencia en la protesta se intensificó, favorecida por la tendencia a la reunificación tanto del movimiento sindical como de las organizaciones de desocupados. Fue en este período que la CTEP adquirió un rol de coordinación más destacado, en relación con éstas últimas, acompañando también ella las movilizaciones y paros tanto de la CGT como de las CTAs.
En resumen, Torre y Zarazaga aciertan al afirmar que a mediados de la segunda década de los 2000 el peronismo enfrentó una crisis severa. Pero ello se debió en alguna medida -al menos- a que el modo en que él había enfrentado la crisis anterior, la de 2001, el mix de competencia y colaboración que ofreció el “pluralismo peronista” (Novaro, 2022) estaba dando lugar a tensiones cada vez más difíciles de procesar. No sólo entre sindicalizados y desocupados, sino más en general entre distintos grupos beneficiarios del gasto público, que sufrían recortes crecientes a medida que las posibilidades del fisco de siquiera sostener el nivel de erogaciones se reducían. La solidaridad entre integrados y excluidos sin duda se fue resintiendo en este contexto. Pero el peronismo había sido suficientemente flexible para conciliar la atención de los intereses de ambos como para asegurarse que ninguna otra fuerza fuera capaz de disputarle sus votos. Y eso seguiría siendo así no “a pesar de”, sino “gracias a” la competencia entre listas peronistas.
El peronismo había ofrecido una forma de convivir a los cada vez más diferenciados mundos del trabajo y capas de las clases subalternas que implicaba cierta jerarquía y segregación, pero también mecanismos de compensación y convivencia entre ellos. Los niveles de ingreso y condiciones laborales se diferenciaron cada vez más debido a este régimen, pero los excluidos hallaron vías para hacerse oír y acceder a recursos públicos de forma regular y predecible. Incluso, como vimos, su peso político superaría en ciertos terrenos el de los sindicatos en los sucesivos gobiernos peronistas (no sólo sucedería en los de los Kirchner; también se volvería a repetir con Alberto Fernández). En un contexto de crisis fiscal, por tanto, aunque la tensión entre sectores del peronismo escaló, no lo hizo tanto entre las organizaciones de asalariados y de desocupados, que siguieron dirigiendo a los sucesivos gobiernos reclamos ora coincidentes, ora divergentes, pero no contrapuestos: aunque en ocasiones pujaron porque el gasto privilegiara a las obras sociales o a los planes sociales, y por mayores esfuerzos del Estado tanto para la generación de empleo formal (privado o público) como para sostener a quienes no accedían a él, o bajar impuestos a los ingresos, la búsqueda de equilibrio y composición entre ambos conjuntos de demandas seguiría presente y activa.
La ley de emergencia social, propuesta que en 2016 impulsaron la CTEP, la CTA y la CGT, fue una buena muestra de ello. El proyecto, aprobado por unanimidad, introdujo un “salario social complementario” para los trabajadores informales, entre otros beneficios (Muñoz y Villar, 2017). Aunque la CTEP seguiría chocando con la negativa de la CGT a reconocer a la UTEP como sindicato de desocupados, sí logró eco para aquella y otras demandas del sector, a medida que la situación se deterioró en los últimos años de la gestión de Macri (Maldovan Bonelli et. al., 2017).
La reunificación peronista de 2019 y algunas consideraciones finales
Este deterioro descripto abrió la oportunidad para la reunificación justicialista que tuvo lugar en el marco de una recuperación del kirchnerismo, pues su estrategia de oposición dura pareció validarse y había resistido mejor que la moderación de los disidentes los triunfos macristas de 2015 y 2017. También se debilitaron, en consecuencia, las aspiraciones florecidas en esa disidencia durante estos años. El peronismo se reunificó, en suma, con ánimo restaurador. En este marco se entiende que preservar el equilibrio entre el mínimo desempleo alcanzable y el máximo de planes sociales financiable se volviera uno de los objetivos prioritarios del nuevo gobierno.
Más en general, ¿qué nos dice dicho equilibrio sobre la dinámica de conciliación de intereses en el mundo laboral, y sobre nuestra forma de comprenderla? Ante todo, relativiza la visión de las políticas sociales focalizadas como un instrumento clientelar que supuestamente usarían los gobiernos para dispersar la potencial oposición de las clases subalternas al ajuste o las reformas (Auyero, 2001; Levitsky, 2003). Como vimos, en nuestro caso al menos, esas políticas se empezaron a aplicar cuando las reformas laborales retrocedían, y tuvieron además por logro, más que dividir, hacer converger detrás del peronismo distintas demandas que, ante déficits en la generación de empleo que se volvieron crónicos, le comenzaron a plantear los segmentos en que se fue dividiendo la fuerza de trabajo.
Esa convergencia se logró gracias a un delicado equilibrio entre las demandas por transferencias y el rechazo a reformas dirigidas a reducir las barreras de acceso al empleo que erigía el régimen de contratación vigente. Ello definió una relación entre desempleo y planes sociales que ayudaría a sucesivos gobiernos administrar formas de convivencia entre las demandas de los excluidos y los incluidos. Y así fue como una solidaridad, implícita o explícita, entre representantes de los distintos segmentos del mundo laboral sobreviviría a la alternancia entre gobiernos peronistas de muy distintas orientaciones y coaliciones de apoyo. Y al tránsito de un ciclo económico y fiscal expansivo a otro de persistente estanflación. Estos cambios, de todos modos, también alentaron variaciones en la gestión de las transferencias, en su financiamiento y, en consecuencia, conflictos entre los contribuyentes (entre ellos, los asalariados formales) y los beneficiarios del gasto social. Pero a esos cambios y conflictos no cabe atribuirles una causalidad directa con los problemas del peronismo para actuar como una fuerza unificada. Y si bien las dificultades económicas desde 2011 sin duda tuvieron su parte en la agudización de los mismos, la convergencia de intereses aquí analizada parece haber seguido cumpliendo su función cohesiva, moderando tensiones que en su ausencia hubieran sido más intensas. Esto ayuda a entender también, y finalmente, la exitosa reunificación de esa fuerza a fines de la década.
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[1] Agradezco los comentarios de Alejandro Bonvecchi, Nicolás Cherny, Gerardo Scherlis, Agustín Salvia, Danilo Degiustti, Eduardo Amadeo y Armando Caro Figueroa.