HIlda Sabato y Marcela Ternavasio (coords.) Variaciones de la
república. La política en la Argentina del siglo XIX. Rosario: ProHistoria
Ediciones, 2020, 266 pp.[1]
PolHis, Revista
Bibliográfica Del Programa Interuniversitario De Historia Política,
Año 14, N° 27, pp. 242-250
Enero- Junio de 2021
ISSN 1853-7723
No dudo en calificar
el libro que han coordinado Hilda y Marcela como un libro indispensable. Y lo
hago por un doble motivo: es indispensable para sus colegas – a mi personalmente me ha abierto
nuevos caminos para seguir pensando e investigando- y también es indispensable
para todos aquellos que se internen en el fascinante territorio de la praxis
republicana. Y añadiría –lo digo con un énfasis semejante al de las
coordinadoras- un territorio durante aquel siglo en el que la Argentina se
formó con temperamento republicano. Un siglo en fin -esta es una opinión
discutible pero que comparto- de ascenso histórico.
Con una introducción y
un epílogo a cargo de las coordinadoras, el lector podrá recorrer este libro,
como nos ha dicho Hilda, en diez capítulos. No los voy a enumerar
sucesivamente. Más bien los insertaré en los temas que he seleccionado para
esta presentación. En ellos intentaré reflejar argumentos, para mí,
significativos.
Voy pues al primero, a
lo tantas veces dicho y que en este libro se presenta de manera novedosa. El
acontecimiento de la primera década del 800 que marca en palabras de las
coordinadoras “un cambio radical frente a la herencia del orden monárquico y
colonial”. Y al plantear esta fractura, Sabato y Ternavasio
plantean la autonomía de la política. Es decir, la visión que comparto
plenamente desde hace tantos años, de que la política es “una instancia del
quehacer humano no reductible a ninguna de sus otras esferas”. Este es un punto
de partida importantísimo. Decirlo ahora es mucho más fácil que decirlo hace 40
años, cuando la política para la historiografía estaba precisamente reducida a
otras esferas. Este libro muestra que esta instancia del quehacer humano
mantiene una plena y significativa autonomía. De aquí, creo, se derivan los conceptos
de repertorios republicanos, que incluyen ideas y acciones, y de lo que yo
llamaría la producción republicana del siglo XIX. Esta producción implica un
doble juego de roles: el papel de la participación popular y el papel de las
dirigencias. Son roles, uno colectivo, el otro más individualizado, que se
imbrican en situaciones cambiantes. Como dice Hilda Sabato en “Hacer política
en tiempos de la república”, el capítulo primero, el autogobierno en clave
republicana, los hechos consistentes “en instaurar la soberanía popular”
suponen una combinación de modelos y de adaptaciones.
El segundo tema es
comparable a lo que habrá de acontecer en la orilla opuesta del siglo XX. Me
refiero a la íntima relación que se presenta a lo largo del siglo XIX entre Nación
y República. Como señalan las coordinadoras en el epílogo, “la República y la
Nación habían llegado a funcionar prácticamente como sinónimos”. Más aún, según
Elsa Caula y Marcela Ternavasio en las “Las
repúblicas provinciales frente al desafío de crear una república unificada,
1824-1827”, capítulo 5, en aquellos años cobra sentido una circunstancia
paradójica: pese al fracaso de la constitución unitaria de 1826 la república es
sin embargo asumida como forma de gobierno y como orden moral. Ya lo habían hecho,
en efecto, las provincias a partir de 1820. Mientras tanto la Nación, nos dicen
estas autoras, fue en cambio un proyecto a poner en marcha. Acá tenemos por
consiguiente un cuadro sugestivo. No estamos frente a una nación precedente,
como resulta del artículo primero de la constitución de 1853, donde la señora
Nación adopta una forma de gobierno. Estamos, al contrario, frente a una
república precedente. Vale la pena subrayar, entonces, esta fusión entre Nación
y República que progresivamente habrá de desaparecer en el siglo XX, cuando la
Nación en tanto concepto englobante al servicio de varias experiencias
autoritarias se desvincula de la teoría y la praxis republicana en busca de
otros proyectos legitimantes que, por cierto,
fracasaron.
El tercer tema de esta
revisión crítica alude a la tensión inevitable que según mi entender se plantea
en el argumento republicano. Es la tensión entre dos dimensiones de la
república. La primera, que alude a su conformación institucional, y la segunda,
que alude al comportamiento de los actores. Estos vínculos ponen en evidencia
un concepto objetivo de República, su constitución y sus leyes y, asimismo,
remiten a la subjetividad de los agentes que interiorizan o rechazan esas
instituciones por medio de sus demandas y expectativas. Dicho esto, estas
dimensiones son las de la participación en la esfera pública, que precisamente
se va creando al ritmo de dicha participación y, por otra parte, la
representación del pueblo soberano en las instituciones de la república mediante
procedimientos electorales. Esto se corresponde, en parte, con el doble papel
que acabo de señalar acerca de la producción republicana: el papel del pueblo y
el papel de la dirigencia. Pero el argumento va más lejos, como dice Hilda
Sabato en el texto ya citado “no se puede entender la política decimonónica sin
atender a la intervención popular en sus diferentes manifestaciones e
intensidades con su mayor o menor autonomía respecto de los dirigentes”.
Ahora bien, si por un lado la intervención
popular o participación política es expansiva, con alzamientos en armas que
impugnaban a los gobernantes y con las voces de la opinión pública que recogían
tribunas y periódicos, por el otro, el sistema representativo formado por
ciudadanos, legisladores y electores que emiten votos fue más restrictivo. Como
nos muestran Leonardo Hirsch, Hilda Sabato y Marcela Ternavasio en “Representar la República”, capítulo dos, la
representación del pueblo tuvo diversos momentos y sobre todo diversas
intensidades. Hay en ellos dos momentos extremos. Un extremo hace referencia a
la unanimidad, un horizonte que atrae constantemente la praxis del régimen de
Rosas merced a la combinación del sufragio universal masculino, establecido en
la provincia de Buenos Aires en los años 20, con los procedimientos electorales
de la lista única y del plebiscito. Más adelante, Marcela Ternavasio
y Micaela Miralles Bianconi en “Guerra y política
durante el terror rosista entre el 38 y el 42”,
capítulo 6, señalan que ese sistema de dominación preanuncia “un tipo de
cesarismo democrático” que hasta el mismo Sarmiento reconoce cuando admite que
al fin de cuentas Rosas era “la expresión de la voluntad del pueblo”.
Inevitablemente estas apreciaciones desembocan en el Marx del Dieciocho de Brumario de Luis Napoleón
Bonaparte, entronizado éste último por el plebiscito y el sufragio
universal masculino. Añadiría, como nota al pie de este párrafo, el juicio
condenatorio de Tocqueville al reeleccionismo en la Democracia en América y la rotunda
aversión del mismo al Bonapartismo tal como quedó registrada en sus Souvenirs de la Revolución de 1848 en Francia.
Claro está que este texto no era conocido en tiempos de Rosas, recién se
publicó veinte años después. Pero el aire de familia que circula por estas
memorias y por la enorme preocupación de la generación del 37 acerca de los
efectos posibles del sufragio universal en tanto resorte de un despotismo
popular es muy significativo.
En segundo lugar, vuelvo al texto ya citado de
Hirsch, Sabato y Ternavasio,
el desarrollo de la competencia electoral nos ofrece un contrapunto con el
horizonte de la unanimidad. Es un contrapunto que conlleva, por cierto,
variaciones. En la primera década, que comienza en 1810, los ensayos
electorales coexisten con la participación directa de vecinos y de gente
movilizada en el foro popular de los cabildos abiertos. En la segunda década,
tal vez por temor al tumulto y por las ansias de orden y moderación, se
establece en Buenos Aires una muy avanzada ley electoral en aquella la época de
sufragio universal masculino para elegir legisladores que posteriormente
designarán los cargos ejecutivos. El remedio que encontraron Sieyès y más tarde Tocqueville en la elección indirecta
para mejorar la calidad de la representación y contener las pasiones populares
se difundió también en Buenos Aires al
depositar en la legislatura la misión de designar al Gobernador. Por cierto, lo
que se estaba haciendo en la provincia de Buenos Aires practicante se repitió
en todas las provincias, salvo alguna que otra elección– recuerdo, por ejemplo,
el estatuto del 19 en Santa Fé establecía, creo que
textualmente, que el pueblo elige a su caudillo de manera directa. Pero, en
general, el sufragio indirecto nació en la Argentina mucho antes de 1853. La
competencia electoral, según estos autores, tuvo momentos fuertes y otros menos
intensos; vibró, por ejemplo en las décadas del 20 y del 60; se apagó en la
década del 80, cuando en el Partido Autonomista Nacional se encapsularon –no
sin sobresaltos- los procesos atinentes a la sucesión de los gobernantes; y se
intensificaron al principio de los años 90. En todo caso, como apuntan Laura Cucchi, Irina Polastrelli y Ana
Romero en “Construir y Limitar el poder en la República”, capítulo 3, aún en el
sistema de hegemonía gubernamental posterior al 80 y a la llegada de Roca a la
presidencia, jamás se clausuraron los debates en torno al gobierno limitado.
¿Cómo, en efecto, -pregunto- establecer el poder político y simultáneamente
limitarlo? Dos momentos distinguibles en el plano histórico que se funden en
términos republicanos en una operación única. El problema que introdujo Madison
en una página del federalista recorre este texto.
Empero, culminar este
empeño, aunque más no sea parcialmente, será preciso que el ánimo belicoso se
atempere y que las instituciones más benignas del Estado de derecho implanten
otros valores sobre los recientes campos de batalla. Es lo que nos muestran
Alejandro Rabinovich e Ignacio Zubizarreta en “De la
Guerra a la construcción de la paz en el Estado de Buenos Aires posterior a
Caseros”, capítulo 7. Es la historia de una transición circunscripta a una
provincia dominante convertida en Estado independiente. La transición de una
sociedad guerrera, según el concepto de Rabinovich, a
una sociedad pacificada en la cual, sin cancelar la coacción, cobraba
importancia la acción de jueces, de policías y de un ejército más
profesionalizado. Obviamente no faltaba la educación pública en esta empresa.
Educación básica que transmitía valores de libertad y de orden. Sarmiento nunca
dejó de acentuar este doble cometido de la educación. Y, por cierto también,
aquí intervendría Alberdi, educación moderadora de las costumbres asistida por
el papel extendido que van representando la Iglesia y las órdenes
eclesiásticas. Esta combinación entre liberalismo y clericalismo no tiene por
qué extrañar, si reparamos en lo que nos dicen Ignacio Martínez y Julián Feroni en “Entre la República católica y la Nación Laica”,
capítulo 4. En este texto asistimos a otra transición, cuando caduca el régimen
de unanimidad católica de la monarquía hispánica. Es una transición que aún no
ha terminado, pues consiste “en el abandono de un modelo de imbricación entre
poder temporal y espiritual jalonado por sucesivos intentos de redefinir el
vínculo sin disolverlo del todo”. Lo que
ocurrió en el siglo XIX abrió las puertas a lo que acontecerá en el siglo
siguiente. Es un relato que trasunta un itinerario muy lento -si lo comparamos
por ejemplo con el itinerario del Uruguay- que en el 800 partió de una concepción
republicana con religión de Estado y luego recaló en el eclecticismo de la
constitución de 1853 y en su reforma de 1860.
Voy por fin, amigas y
amigos, a la última parte de esta presentación. Es un análisis para mi
fascinante y que recorre varios capítulos. Un análisis y una cuestión que alude
a la relación conflictiva entre, por un lado, el pueblo en armas que con un
sector de la dirigencia provoca revoluciones –según el término entonces tan
difundido- y por otro lado, es una cuestión que alude al principio
representativo que condena esos alzamientos. Este conflicto queda enmarcado por
dos artículos de la constitución nacional, para colmo sucesivos, que parecen
dispuestos como dos aguijones a punto de entrar en combate. Los recuerdo: el
artículo 21 afirma que todo ciudadano argentino está obligado a armarse en
defensa de la patria conforme a leyes y decretos; de inmediato el artículo 22
postula que el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus
representantes y autoridades. El artículo 22 remata con esta sentencia: toda
fuerza armada y reunión de personas que se atribuye los derechos del pueblo y
peticiona a nombre de este comete delito de sedición. En el epílogo, Hilda y
Marcela observan que “las revoluciones armadas se convirtieron en una práctica
habitual que coexistió con los mecanismos de legitimación electoral a lo largo
de todo el siglo.” Por su parte, Cucchi, Polastrelli y Romero destacan la praxis de un “derecho de
insurrección”; un derecho, añado, asimismo incesante, como si a partir de las
primeras asonadas que se manifestaron en los años 10, se hubiese decantado en
las provincias unidas o desunidas una legitimidad habitual, cercana acaso, pese
a su corta duración, al concepto de legitimidad tradicional de Max Weber. El
alzamiento en armas era, por consiguiente, una suerte de rutina establecida. Y,
además, esta retórica la respaldaban unas interpretaciones, abonadas
precisamente por esa retórica, del artículo 21 de la Constitución. Hay una
cita, creo que en el trabajo sobre el alzamiento del 74, o tal vez el del 90,
en el diario La Prensa que lo dice
todo: el alzamiento está revestido como una empresa de reparación moral. Sin
embargo,, los alzamientos implicaban, en la medida de
lo posible, una respuesta del poder constituido que ponía en marcha el
dispositivo coercitivo del artículo 22. De esta manera se generaba un choque
entre dos legitimidades: la habitual del alzamiento y (prosigo en la vena weberiana) la de los procedimientos propios de la
legitimidad racional legal. En estos procedimientos, parece redundante
recordarlo, sobresale la coacción legal.
Es decir, no hay legitimidad racional legal sin coacción legal.
Merced a este enfoque podríamos trazar una
frontera imaginaria en el siglo XIX entre las primeras décadas hasta llegar a
1862 y las subsiguientes hasta desembocar en el centenario. Y creo que son dos
franjas muy diferentes. En la primera, el propósito de las revoluciones tuvo
éxito porque produjo derrocamientos; las armas, salvo algunas excepciones,
guiaron los procesos sucesorios en la cumbre del poder político. Así cayeron
triunviratos, directores supremos, gobernadores hegemónicos y el segundo
presidente – Derqui-
según la Constitución de 1853. Esta es la franja de los levantamientos
en armas y de las batallas exitosas: Cepeda en 1820, Caseros en 1852, Pavón en
1861. Las batallas que respaldaron poderes constituidos fueron las menos; entre
ellas la segunda de Cepeda, que abrió curso a la reforma de 1860. La segunda
franja presenta en cambio una situación opuesta. Después de Pavón, la política
armada fracasa siempre frente al poder del Estado. En ese fracaso interviene el
poder protagónico y paradójico de Bartolomé Mitre en la revolución que él
lidera de 1874. Debemos a Flavia Macías y a María José Navajas en “De los comicios
al campo de batalla”, capítulo 8, la descripción de una atmósfera
revolucionaria por obra de la opinión pública y de la movilización popular
porteña que impugnaba por fraudulenta la elección de Nicolás Avellaneda. La
revolución se expandió por el país y fue derrotada en dos batallas, en La
Verde, pero sobre todo en la de Santa Rosa. Diez años más tarde sucedió otra
revolución, casi una guerra civil por la
violencia desatada en los combates urbanos -quien no lo leyó recomiendo el
libro “Buenos Aires en armas” de Hilda Sabato- que también impugnó por
fraudulenta la elección de Julio Argentino Roca. Como sabemos otro fracaso al
precio de miles de víctimas. Como ven, las rebeliones van por décadas, se
repite en 1890, cuestionando esa vez una legitimidad de origen y una
legitimidad de ejercicio. Lo que da lugar a una renuncia presidencial y a una
sucesión en regla sin el derrocamiento pretendido por los revolucionarios del
Parque. Tres años después, según el relato de Inés Rojkind
y Leonardo Hirsh en “La república convulsionada”,
capítulo 9, irrumpirá una escena análoga: revolución, estado de sitio y
renuncia del presidente en ejercicio que será reemplazado por el
vicepresidente. El siglo se clausura pues con ese poder de resistencia legal
del Estado Nacional. El último sobresalto revolucionario en 1905 tendrá el
mismo destino. ¿Significa acaso esta secuencia que se ha abolido la tradición
del pueblo en armas? De aquí cabe señalar otra paradoja que exponen los dos
capítulos que acabamos de revisar. Porque mientras era evidente el fracaso a
corto plazo de los movimientos revolucionarios estos resultaron ser, en un
plazo más prolongado, el acicate para impulsar una ética reformista bajo el
supuesto de que los gobiernos que excluían a la oposición no podían sostenerse
más. Lo que dijo Pellegrini en los vibrantes discursos en la Cámara de
Diputados poco tiempo antes de su muerte.
Bueno pues con estos
comentarios concluyo esta presentación de un libro que ha tenido la virtud de
avivar las semillas de entusiasmo sin las cuales la investigación del pasado
corre riesgo de padecer astenia o esclerosis. Doble entusiasmo por el encanto
que proporciona el hecho inexcusable, como decía Raymond Aron, de que cada
generación escribe y reescribe la historia de nuestro pasado, bienvenida sea; y
por la dicha que despierta en un viejo caminante por la ciudad porteña la
contemplación de la puesta en escena de la República en tantas estaciones de
dicho pasado, recorrido que nos proponen en el último capítulo Alejandro
Eujanian y Ana Wilde. Por todo eso, queridos colegas, muchísimas gracias.
[1] Disertación llevada a
cabo en la Presentación del libro Variaciones de la república. La
política en la Argentina del siglo XIX (Prohistoria,
2020). Conversación entre Natalio Botana, Alejandro Eujanian, Hilda Sabato y
Marcela Ternavasio, coordinada por Fernando Rocchi en el marco de las V Jornadas de Historia Política 2021 y XII
Jornadas de Historia Política “Formas del Federalismo Argentino y
Latinoamericano siglo XIX-XXI” del Programa Interuniversitario de Historia
Política el 18 de mayo de 2021. Disponible en
https://www.youtube.com/watch?v=0SAD6SUjYGg&t=2422s
[2] Natalio Botana es Doctor
en Ciencias Políticas y Sociales por la Universidad de Lovaina (1968), profesor
emérito de la Universidad Torcuato Di Tella, y ha sido profesor visitante de
universidades argentinas, de América Latina y Europa. Es presidente de la
Academia Nacional de la Historia y miembro de número de la Academia Nacional de
Ciencias Morales y Políticas. Entre sus libros se encuentran El Orden Conservador. La política argentina
entre 1880 y 1916, La tradición republicana. Alberdi, Sarmiento y las
ideas políticas de su tiempo, La libertad política y su historia y Monarquías y
Repúblicas. La encrucijada de las
independencias, obras de referencia sobre la caracterización de los
sistemas políticos y constitucionales del país, y la región de los siglos XIX y
XX.