LAS LEYES DE PUNTO FINAL Y OBEDIENCIA DEBIDA Y EL PROBLEMA DE LOS “NIÑOS DESAPARECIDOS”. ¿“DELITO ABERRANTE” O “GESTO DE HUMANIDAD”?

FABRICIO LAINO SANCHIS  

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)

Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales - Universidad Nacional de San Martín

Universidad de Buenos Aires

Universidad Nacional de José C. Paz

Buenos Aires

Argentina

 

PolHis, Revista Bibliográfica Del Programa Interuniversitario De Historia Política,

Año 14, N° 27, pp. 188-216

Enero- Junio de 2021

ISSN 1853-7723

 

Fecha de recepción: 15/12/2020 - Fecha de aceptación: 08/06/2021

 

Resumen

Las leyes de “Punto Final” (1986) y “Obediencia Debida” (1987) fueron los instrumentos con los que el gobierno de Raúl Alfonsín buscó clausurar el tratamiento judicial de los crímenes cometidos por las Fuerzas Armadas y de Seguridad durante la última dictadura en Argentina (1976‑1983). Sin embargo, ambas leyes excluyeron de los beneficios de la extinción de la acción penal a la apropiación de niños y niñas. ¿Por qué se produjo esta exclusión? ¿Qué lugar ocupó este delito en el debate de las leyes? A partir de estas preguntas, en este artículo analizamos ambos debates parlamentarios e indagamos en los argumentos políticos, legales y jurídicos utilizados para justificar o rechazar dicha exclusión. Analizamos también las representaciones sobre la cuestión de los “niños desaparecidos” que estas intervenciones pusieron de manifiesto. Al complementarlo con las diferentes reacciones públicas de Abuelas de Plaza de Mayo, este análisis nos mostrará también el repertorio de interacciones posibles entre los organismos de derechos humanos y el poder político en la temprana posdictadura.

 

Palabras Clave

Ley de Punto Final – Ley de Obediencia Debida - Movimiento de Derechos Humanos- – Apropiación de niños y niñas – Abuelas de Plaza de Mayo.

 

THE FULL STOP AND THE DUE OBEDIENCE ACTS AND THE ISSUE OF THE “DISAPPEARED CHILDREN”: AN “ABERRANT CRIME” OR A “GESTURE OF HUMANITY”?

Abstract

The Full Stop (1986) and the Due Obedience (1987) Acts were the instruments with which the Raúl Alfonsín administration sought to close the discussion of the crimes committed by the Armed and Security Forces during the last dictatorship in Argentina (1976‑1983). However, both acts excluded the crime of children appropriation from the benefits of applying the statutes of limitation. Why did this exclusion occur? What was the role of this crime in the discussion of these acts? This article analyzes parliamentary debates and explores the political and legal grounds used to justify or reject such exclusion. It also deals with the representations on the issue of the niños desaparecidos(“disappeared children”) that these interventions revealed. Complemented with the different public reactions of the Grandmothers of the Plaza de Mayo, this paper also shows the repertoire of interactions between human rights organizations and the political power in the early post-dictatorship period.

 

Keywords

Full Stop Act - Due Obedience Act - Human Rights Movement - Children appropriation - Grandmothers of the Plaza de Mayo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LAS LEYES DE PUNTO FINAL Y OBEDIENCIA DEBIDA Y EL PROBLEMA DE LOS “NIÑOS DESAPARECIDOS”. ¿“DELITO ABERRANTE” O “GESTO DE HUMANIDAD”?

Introducción

Tras el fin de la última dictadura militar en Argentina (1976-1983), la revisión y el juzgamiento de los crímenes cometidos por las Fuerzas Armadas y de Seguridad ocuparon el centro de la escena política nacional. La exigencia de justicia retributiva, sintetizada en la consigna “juicio y castigo para todos los culpables”, se convirtió en una de las demandas centrales del movimiento de derechos humanos (Jelin, 1995, Crenzel, 2008). El Juicio a las Juntas, desarrollado en el año 1985, aceleró este proceso de juzgamiento, ya que promovió la apertura de nuevas causas y el llamado a indagatoria y procesamiento de varios imputados (Galante, 2014). Esta situación encontró una fuerte resistencia en el sector castrense y, además, contradecía la expectativa de un juzgamiento limitado propuesto por el presidente radical Raúl Alfonsín. El gobierno impulsó entonces dos leyes para clausurar el tratamiento judicial de los crímenes dictatoriales: la 23.492 de “Punto Final” y la 23.521 de “Obediencia Debida”. La primera apuntaba a fijar un plazo muy breve para la presentación de nuevas denuncias penales, tras el cual los crímenes quedarían prescriptos. Ante su fracaso, la segunda buscó eximir de responsabilidades penales a quienes, por su rango, se suponía que habían actuado obedeciendo órdenes superiores. Ambas provocaron el rechazo unánime de los organismos de derechos humanos que, a pesar de las multitudinarias movilizaciones que convocaron en su contra, no pudieron frenar su aprobación (Lvovich y Bisquert, 2008).

Ahora bien, un aspecto a destacar es que ambas leyes incluyeron cláusulas que excluían de sus beneficios a quienes hubieran cometido el delito de “sustracción y ocultación de menores”. ¿Por qué estos instrumentos legales, que buscaban manifiestamente clausurar la revisión judicial del pasado dictatorial en pos de la “pacificación”, la “reconciliación nacional” y, en última instancia, de la resolución de la “emergencia” planteada por las presiones militares, abrieron la puerta a la continuidad de la acción penal para este delito? A partir de esta pregunta, en el presente artículo indagaremos el lugar que ocupó la cuestión de los “niños desaparecidos[1] en el tratamiento de estas dos leyes. A partir del análisis de los debates parlamentarios reconstruiremos los argumentos legales, jurídicos y también políticos utilizados para justificar esta exclusión. Esta indagación será complementada con otras fuentes, como prensa de la época y publicaciones y comunicados de Abuelas de Plaza de Mayo (APM), lo que nos permitirá echar luz sobre dos aspectos que resultan centrales para la comprensión de la vida política de la temprana posdictadura en la Argentina. En primer lugar, nos mostrará las diferentes dinámicas de interacción posibles entre los organismos de derechos humanos (en este caso particular, APM) y el poder político, un repertorio que incluía la confrontación y la presión pública pero también el diálogo y la búsqueda de alianzas con sectores afines. Al mismo tiempo, el análisis nos permitirá observar los diferentes discursos y representaciones sobre la cuestión de los “niños desaparecidos” presentes entre las principales fuerzas políticas del país y su imbricación con concepciones de fuerte arraigo social.

 

El problema de los “niños desaparecidos” en la temprana posdictadura

La cuestión de los “niños desaparecidos” se había configurado durante los años finales de la dictadura como un problema público autónomo, distintivo, con especificidad propia dentro de la agenda de reclamos del movimiento de derechos humanos, en gran medida gracias a la acción pública de un organismo particular: Abuelas de Plaza de Mayo. Esta organización se había constituido progresivamente durante la dictadura (en principio como un pequeño grupo dentro de Madres de Plaza de Mayo que, con el tiempo, fue adquiriendo cada vez mayor autonomía hasta consolidarse como una organización independiente), con el objetivo específico de encontrar a los/as niños/as secuestrados/as junto con sus padres y a los que debían haber nacido durante el cautiverio de sus madres, para restituirlos a sus familias biológicas (Laino Sanchis, 2020). Como plantea María Luisa Diz (2019) retomando las categorías De Certeau, bajo el régimen militar APM desarrolló un conjunto de “tácticas” (acciones calculadas en los intersticios del poder militar) para localizar a esos niños. Entre ellas, las más destacadas fueron las “labores detectivescas” de investigación, de enorme audacia y creatividad, que les permitieron avanzar en el conocimiento sobre el destino de varios de los/as niños/as.

La reapertura democrática, si bien no supuso un cese de este tipo de tareas, habilitó el desarrollo de nuevas estrategias para su causa. En efecto, el nuevo contexto permitió formas múltiples de interacción con el Estado, impensadas en el pasado dictatorial, pero también más complejas que lo que cierto imaginario actual sobre el alfonsinismo y el movimiento de derechos humanos podría suponer. Es cierto que existieron inocultables diferencias entre el proyecto de justicia transicional alfonsinista y las propuestas del movimiento de derechos humanos, y que estas diferencias devinieron rápidamente en tensiones y luego en confrontaciones abiertas. Pero ese rechazo distó de constituir una postura homogénea dentro del movimiento de derechos humanos (Crenzel, 2008). Es cierto también que la vocación dialoguista del nuevo gobierno fue en gran medida una forma de construir su legitimidad bajo las condiciones que imponía el nuevo juego político democrático. Pero no lo es menos que los organismos de derechos humanos participaron de esa interacción (a la par que continuaron con la acción directa) con el objetivo de incidir en las políticas de revisión del pasado. Incluso aquellos organismos, como Madres de Plaza de Mayo -que más frontal y abiertamente rechazaron las propuestas del gobierno- propiciaron el acercamiento con el gobierno para lograr consensos (Galante, 2017). Podemos ir más allá y pensar en la imbricación existente entre algunos sectores del movimiento de derechos humanos y el gobierno alfonsinista. Los referentes de algunos de estos organismos llegaron a ocupar diferentes cargos en su gestión. Destaca entre ellos Eduardo Rabossi, miembro de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), que integró la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) y luego fue designado como Subsecretario de Derechos Humanos.

Dentro de este espectro tan variado de actitudes, APM fue uno de los organismos que más formas de colaboración entabló con diferentes áreas del gobierno nacional y de los gobiernos provinciales. La organización buscó de manera decidida incidir en la agenda estatal en pos de generar políticas públicas que pudieran satisfacer sus demandas de localización, identificación y restitución de los “niños desaparecidos” a sus familias biológicas. Con esta lógica, APM mantuvo un vínculo fluido con la CONADEP (Crenzel, 2008). También trabajó activamente con el gobierno nacional, el de la Provincia de Buenos Aires y el de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires en la conformación de diferentes comisiones para rastrear el paradero de los “niños desaparecidos”, aunque sus efectos (con muy pocos casos resueltos) fueron bastante decepcionantes para APM (Laino Sanchis, 2020). Con todo, otra forma de cooperación entablada en esos años terminó siendo decisiva para el futuro de su causa: la creación del Banco Nacional de Datos Genéticos (BNDG). Surgido a demanda de APM su concreción fue posible porque, tras diversas instancias de negociación y mesas de trabajo conjuntas, el gobierno radical terminó apoyándola, con el propio presidente enviando el proyecto al congreso (BNDG, 2017). La mediación de Rabossi, considerado como un “aliado” por algunos colaboradores de APM de ese momento, fue clave en este proceso (Laino Sanchis, 2020).

De la mano de las acciones impulsadas por APM, el problema de los “niños desaparecidos” cobró cada vez mayor visibilidad y relevancia en la agenda pública. La reapertura democrática fue también una oportunidad para confrontar con las representaciones castrenses e instalar en la opinión pública un relato distinto sobre la cuestión de los “niños desaparecidos”. Como señala María Marta Quintana (2015) esta estrategia discursiva, expresada en publicaciones como el libro Botín de guerra, buscaba construir una nueva verdad socialmente aceptada, que legitimara y generara una base de apoyo para sus demandas. La generación de este consenso social estaba estrechamente vinculada, o directamente imbricada, con la posibilidad de incidir en la generación de políticas públicas en la materia.

La palabra pública de Abuelas, si bien fue recuperada y legitimada por instancias estatales (como el informe final de la CONADEP) e importantes productos culturales (como el premiado film La Historia Oficial), también fue tensionada y objetada por otros discursos antagónicos. Los adversarios de la causa de Abuelas cuestionaron con argumentos de orden legal, moral y psicológico la demanda de la organización de separar a los niños de sus apropiadores y devolverlos a sus familias biológicas. Esta confrontación se produjo en particular alrededor de los procesos judiciales por la “restitución” de los niños y las niñas que eran localizados/as. Sin embargo, como ha mostrado Sabina Regueiro (2013) estas “batallas judiciales” sobrepasaron los estrados, impactaron en la opinión pública e implicaron a actores extra-judiciales, como los profesionales de la salud y los medios de comunicación. Esta confrontación debe ser enmarcada en la disputa de sentidos sobre el traumático pasado reciente que caracterizó a la transición a la democracia (Feld y Franco, 2015).

 

El proyecto alfonsinista de justicia transicional limitada

El problema de los “niños desaparecidos”, con la dimensión propia que había adquirido, fue parte de las exigencias globales de justicia retributiva del movimiento de derechos humanos. No es de extrañar, entonces, que se hiciera presente en las discusiones en torno a la clausura o limitación de la revisión judicial planteada por el gobierno radical, en especial durante el tratamiento de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Como veremos, en el debate de ambos instrumentos legales emergieron representaciones contrapuestas sobre esta cuestión, en sintonía con los sentidos antagónicos que circulaban socialmente. Pero antes de avanzar en el análisis del trámite de estas leyes, cabe señalar de forma somera sus antecedentes.

Ya durante la campaña electoral de 1983, con el asesoramiento de juristas como Carlos Nino y Jaime Malamud Gotti, Alfonsín había propuesto un modelo de justicia limitada, ejemplar y preventiva que se sustentaba en un esquema de división tripartita de las responsabilidades entre los partícipes de la represión ilegal: los que habían dado las órdenes, los que las habían ejecutado y los que habían cometido excesos en su ejecución (Crenzel, 2015; Franco, 2018). Sólo se sometería a juicio a los que habían dado las órdenes y a quienes “se excedieron en su cumplimiento” (sin aclarar qué prácticas y acciones podían considerarse “excesivas”), mientras que las Fuerzas Armadas en democracia iniciarían un proceso de “autodepuración” para separar al personal más involucrado con la represión, sin ampliar el procesamiento judicial a todos los responsables. Esta forma de justicia tendría por sobre todo el papel político de simbolizar el quiebre entre el pasado dictatorial y el presente (y futuro) democrático: funcionaría como una bisagra entre dos tiempos, como un momento fundacional del nuevo orden constitucional (Crenzel, 2015; Galante, 2015). 

El primer intento de fijar los límites de esta acción penal se produjo en los primeros días de su gestión presidencial, con el proyecto de ley de Reforma del Código de Justicia Militar. Sin embargo, en el tratamiento parlamentario del proyecto, a instancias del senador Elías Sapag del Movimiento Popular Neuquino (y por presión del peronismo y del movimiento de derechos humanos) se incluyó como reparo que la presunción de obediencia debida tenía como límite la comisión de “hechos atroces y aberrantes”, figura penal amplia que virtualmente podía cubrir todos los crímenes cometidos durante la represión (Acuña y Smulovitz, 1995). Posteriormente, el gobierno radical albergó esperanzas en que la Cámara Federal de la Capital Federal, en su sentencia del Juicio a las Juntas, delimitara con mayor precisión los alcances de la llamada “obediencia debida”. Esto no sólo no ocurrió, sino que, como un corolario de la interpretación de la “autoría mediata” en la que se basó el tribunal (que suponía la responsabilidad penal solidaria entre el comandante y el ejecutor de un crimen), en el punto 30 de la sentencia la Cámara ordenó a los tribunales militares la investigación de los otros militares partícipes de los crímenes juzgados (Pérez y Divito, 2005).

El oficialismo comenzó a pensar nuevas estrategias jurídicas o legales para intentar frenar la apertura exponencial de procesos judiciales que la sentencia de la Cámara Federal habilitaba. La primera alternativa fueron las “Instrucciones al Fiscal General del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas” enviadas por el Procurador de la Nación, Juan Octavio Gauna, el 24 de abril de 1986. Estas instrucciones ofrecían una interpretación de amplio alcance a la figura de la “obediencia debida”. Establecían que los subordinados sólo serían penalmente responsables cuando hubieran ejercido “capacidad decisoria” al apartarse de las “órdenes impartidas”, o bien cuando hubieran cometido un “delito aberrante” en el “exceso” en su cumplimento. En cualquier otro caso, se consideraría que los subordinados habían actuado acatando órdenes superiores, con “error insalvable sobre la legitimidad de la orden” (es decir, creyendo de manera equivocada en la legitimidad y juridicidad de la orden que debían cumplir), quedando eximidos de culpas.[2] Sin embargo, esta estrategia de limitación de la acción penal contra los militares encontró fuertes resistencias. Además de la oposición del movimiento de derechos humanos, las instrucciones hallaron el rechazo del peronismo, de algunos sectores del radicalismo y, sobre todo, de parte del poder judicial, en particular de la Cámara Federal de la Capital (Acuña y Smulovitz, 1995). Finalmente, el gobierno tuvo que dar marcha atrás y las instrucciones quedaron sin efecto.

 

Los “niños desaparecidos” en la Ley de Punto Final

El siguiente instrumento ideado por el Poder Ejecutivo fue la ley conocida como de “Punto Final”, enviada al Congreso el 5 de diciembre de 1986. El proyecto planteaba que, pasados sesenta días de la promulgación de la ley, se extinguiría la acción penal contra todo miembro de las Fuerzas Armadas o de Seguridad involucrado en cualquier delito que hubiera podido cometerse durante la dictadura militar. Como señala Galante (2015), este proyecto presentaba dos ventajas para el gobierno radical, frente a un proyecto que legislara la “obediencia debida”: por un lado, parecía atenuar los costos políticos de sancionar la impunidad; por el otro, procuraba prevenir los problemas jurídicos que podían quedar ligados a la sanción de una amnistía selectiva como la que el principio de la “obediencia debida” implicaba.

En el proyecto original del ejecutivo todos los crímenes cometidos en el marco de la represión durante la pasada dictadura quedarían prescriptos, sin excepciones.[3] Sin embargo, en el mensaje televisivo que dirigió a la población el 5 de diciembre de 1986, previo al tratamiento del proyecto en el Senado, Alfonsín hizo una salvedad acerca de la limitación a la persecución penal que establecía el proyecto enviado al Congreso ese mismo día. La ley contemplaba únicamente los hechos cometidos como actos de servicio lo que, en palabras del presidente, excluía “a actividades por entero ajenas a la alegada acción contra el terrorismo, como por ejemplo, la supresión del estado civil de menores”.[4] La “desaparición de niños”, que en el discurso presidencial aparecía como un ejemplo posible de una acción no encuadrable en los “actos de servicio” (y, por ende, no afectada por la ley), se transformó en el debate en comisiones en la Cámara de Senadores en el único crimen explícitamente excluido de la extinción de acción penal. ¿Qué había ocurrido durante el tratamiento del proyecto para que se produjera este cambio? Según la versión ofrecida por el senador radical Antonio Berhongaray, miembro informante del proyecto, la bancada oficialista había propuesto incorporar este artículo al proyecto original después de mantener conversaciones con diversos sectores, incluida APM:

Nosotros conversamos largas horas con distintos sectores de la vida nacional, con las ‘Abuelas de Plaza de Mayo’, y pensamos que esto que había expresado nuestro presidente tenía que quedar muy explícito en el texto de la ley. El presente proyecto no extingue las acciones penales en los casos de delitos de sustitución del estado civil, y vamos a proponer que se agregue ‘y de sustracción y ocultación de menores’ para alcanzar, exactamente lo que conversamos en comisión, que en esta redacción no queda absolutamente claro. Queremos que los artículos 138, 139 inciso 2°, 146 y 149 del Código Penal queden comprendidos dentro de este artículo 5°.[5]

No hemos podido corroborar con otras fuentes el contenido o siquiera la existencia misma de esas “conversaciones” a las que alude Berhongaray. Por el contrario, al igual que los demás organismos de derechos humanos, APM se opuso públicamente a la ley, participó de todas las marchas en su rechazo y emitió o se sumó a diferentes declaraciones de repudio. En testimonios posteriores, las integrantes de la organización han negado haber incidido de alguna manera en la inclusión de esta excepción. [6]

Ahora bien, aun cuando estas “conversaciones” no hubieran ocurrido formalmente, su posibilidad no era inverosímil porque, como hemos señalado, APM mantenía canales de comunicación con el gobierno y, a través de diferentes funcionarios “aliados”, trabajaba en conjunto para la creación del BNDG. Sin embargo, los indicios existentes parecen mostrar que más que como resultado de una negociación puntual (altamente improbable), la exclusión de los delitos tipificados en el Código Penal que estaban vinculados con la “desaparición de niños” estuvo relacionada con el fuerte rechazo que estos crímenes tenían para una parte importante de la opinión pública. Como ha señalado Inés González Bombal, en el proceso de revisión pública de estos crímenes que se inició con la apertura democrática, las figuras de las madres embarazadas y los bebés secuestrados eran percibidas como “hipervíctimas”, víctimas de inocencia absoluta e incuestionable cuyos sufrimientos resultaban injustificables aún dentro de la lógica militar de la “guerra antisubversiva” (González Bombal, 2005). [7] En una entrevista realizada años después, Estela de Carlotto afirmó que los legisladores radicales “dejaron abierta la puerta para la búsqueda de los chicos porque era demasiado vergonzoso, pero no a pedido nuestro. Jamás se nos hubiese ocurrido”.[8]  

Podemos conjeturar, por ende, que el cambio en la consideración de este delito fuera parte de la estrategia del oficialismo para mitigar el costo político de la ley. No extraña entonces que Alfonsín, como hemos visto, hiciera hincapié en esta salvedad en el mensaje dirigido a la población previo al debate de la ley. En este cambio de consideración sí puede haber influido APM, no ya a través de una negociación directa sino por sus cuestionamientos públicos. En un telegrama del 27 de noviembre, dirigido al presidente Alfonsín, la organización rechazaba el proyecto de ley y afirmaba que éste condenaba a la “muerte jurídica a los niños secuestrados y a todos los desaparecidos”.[9] En una carta del 1 de diciembre, dirigida al Secretario de Estado de Justicia, Ideler Santiago Tonelli, fueron todavía más específicas en su postura:

Abuelas de Plaza de Mayo expresamos a Ud. nuestra profunda preocupación por la NEGACIÓN DE JUSTICIA que significaría el envío al Parlamento de un proyecto de ley destinado a acortar los plazos para la presentación de acusaciones a los miembros de las Fuerzas Armadas y de Seguridad que cometieron violaciones a los Derechos Humanos…..De acuerdo con la ley proyectada, no podríamos citar a sus apropiadores para ser interrogados o indagados, quedando entonces para siempre en manos de sus secuestradores sin que los podamos liberar de esa esclavitud ni restituirles su identidad….El desamparo e indefensión en que se colocaría a centenares de niños no se condice con el referente ético y moral que deben constituir para la niñez, la juventud y el pueblo mismo los poderes del Estado….Declarar la muerte jurídica de los niños desaparecidos significará privilegiar la conducta criminal de los autores de las violaciones de los Derechos Humanos, a sabiendas de que todo privilegio repugna a nuestra Constitución Nacional y amenaza la continuidad del Estado de Derecho.[10]

Desde el punto de vista de la organización, al privilegiar la conducta criminal de los apropiadores, el “Punto Final” implicaba la “muerte jurídica” de los “niños desaparecidos”, lo que no solo los dejaba a ellos/as en el “desamparo e indefensión” sino que también ponía en riesgo “la continuidad del Estado de Derecho”. De esta forma, el argumento se ligaba con uno de los puntos centrales de la discusión en torno a esta ley, y luego también a la de Obediencia Debida: la estabilidad y consolidación del recobrado orden democrático. Para el gobierno radical, estos proyectos legislativos eran herramientas indispensables para el fortalecimiento y la perdurabilidad de la democracia. APM, en sintonía con los otros organismos de derechos humanos, invertía el razonamiento: eran justamente estas leyes las que, al garantizar la impunidad de los represores, amenazaban el orden constitucional y el Estado de Derecho (Galante, 2015).

El análisis del debate de la ley de “Punto Final” en la Cámara de Diputados pareciera confirmar que el cambio con respecto a la cuestión de la “sustracción de menores” fue promovido exclusivamente por el oficialismo. Casi ningún diputado de la oposición hizo referencia a la modificación introducida en Senadores. Los únicos dos legisladores que la aludieron, directa o indirectamente, fueron Miguel Monserrat, del Partido Intransigente (PI), y Augusto Conte, del Partido Demócrata-Cristiano (PDC). Ambos se encontraban muy ligados al movimiento de derechos humanos. Conte, de hecho, era uno de los fundadores del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) y de alguna forma era una voz de los organismos en la cámara baja (Franco, 2018). Monserrat y Conte habían sido parte del grupo de cinco diputados que en 1984 habían presentado en el Congreso un primer proyecto de creación del BNDG, por lo que el vínculo con APM era muy fluido.[11] No sorprende, por ende que, lejos de recuperarlo para hacer una valoración positiva, sus intervenciones abonaran a una interpretación globalmente muy crítica del proyecto de ley. Monserrat señaló que el único cambio producido por el Senado fue que “salvó el tremendo error en el que se incurrió en el mensaje dirigido al país por el presidente, al establecer que se excluía de estas prescripciones el secuestro de niños.” Aunque la enmienda subsanaba ese “tremendo error”, en esencia el proyecto seguía siendo el mismo, ya que extinguía la acción penal “contra los responsables a las violaciones a los derechos humanos”.[12] Por su parte, en un durísimo discurso contra el gobierno radical, Conte señaló que la reconstrucción de la verdad sobre los crímenes dictatoriales y el impulso para avanzar en su juzgamiento había provenido siempre de los familiares y de las víctimas, con poco o nulo apoyo del Estado. Esto ocurría también con la búsqueda de los “niños desaparecidos”:

El poder público no ha recuperado un solo niño. Ha sido la tarea esforzada y heroica de las Abuelas de Plaza de Mayo, que aun en los casos de niños cuyo secuestro fue detectado tuvieron que luchar contra magistrados que demoraban su restitución, y afrontar los casos de detentores ilegales que se fugaron con los menores, cuyo paradero aún no ha sido determinado.[13]

Aun sin hacer una mención explícita al artículo 5°, con su crítica Conte objetaba cualquier pretendida afinidad entre la acción del gobierno y la causa de APM que pudiera llegar a deslizarse de su inclusión. Así pues, aunque el oficialismo quiso legitimar la exclusión del delito de “sustracción de menores” apelando a la existencia de algún acuerdo con la organización, en el debate público tanto ésta como sus aliados en el parlamento lo rechazaron de manera tajante, con lo que finalmente el cambio en el proyecto quedó ligado exclusivamente a la iniciativa oficialista. En una sesión marcada por la represión a la movilización convocada por los organismos en rechazo a la ley, y los cánticos y abucheos que provenían de los palcos ocupados por varios de sus miembros, la ley fue aprobada con los votos del radicalismo y de los partidos provinciales, el rechazo de la centro-izquierda (PI y PDC) y de la derecha liberal (Ucedé) y la ausencia de casi todo el bloque peronista.[14]

 

La exclusión del delito de “sustracción de menores” en la Ley de “Obediencia Debida”

Lejos de cumplir con el fin previsto de limitar la acción penal y contribuir, según las palabras de Alfonsín, “a la pacificación de los espíritus y el afianzamiento del encuentro entre los argentinos”[15] (lo que podía leerse como una búsqueda de apaciguar de los caldeados ánimos de las Fuerzas Armadas), el acortamiento de los plazos previsto por la ley de “Punto Final” generó un aluvión de presentaciones judiciales y de procesamientos. Algunas cámaras federales levantaron la feria judicial y durante enero y febrero de 1987 se abocaron exclusivamente a recibir las denuncias contra militares y personal de las fuerzas de seguridad; en un par de meses, el número de imputados se multiplicó por veinte (Acuña y Smulovitz, 1995; Nino, 1997).

En este proceso, la tensión con los militares aumentó hasta desembocar en el levantamiento “carapintada” de Campo de Mayo, durante la Semana Santa de abril de 1987. Después del fin del motín, los partidos políticos y la opinión pública se concentraron en el debate sobre cómo resolver lo que llamaban la “situación militar” (Acuña y Smulovitz, 1995; Canelo, 2006). Fue entonces que, a través de un nuevo proyecto de ley el gobierno radical volvió a introducir en la discusión la noción de “presunción de obediencia debida” para establecer “el debido reconocimiento de los niveles de responsabilidad de las conductas y hechos del pasado”.[16] El proyecto, que ingresó en el Congreso el 13 de mayo de aquel año establecía, en su artículo primero (y fundamental) la presunción, “sin admitir pruebas en contrario”, de que quienes revistaban como oficiales jefes, oficiales subalternos, suboficiales y personal de tropa de las Fuerzas Armadas, de seguridad, policiales y penitenciarias no serían punibles por los posibles delitos cometidos “por haber obrado en virtud de obediencia debida”.[17]

El Poder Ejecutivo justificaba el proyecto, en un mensaje presidencial que lo acompañaba, con el argumento de que la principal función de la justicia en una etapa transicional, que era el “aspecto ejemplarizador [sic] de las condenas” para “sentar las bases sólidas para la perdurabilidad de las instituciones democráticas” ya se había alcanzado con los procesos concluidos o en marcha, principalmente con el Juicio a las Juntas. Al mismo tiempo, consideraba que frente al “problema” al que se enfrentaba la sociedad por los “actos de insubordinación”, sería una “irresponsabilidad política (...) profundizar los conflictos o alentar la venganza”.[18] La sociedad no podía quedar presa de los conflictos judiciales derivados del pasado. Como analiza Galante (2015) la judicialización del pasado, que en el discurso fundacional del alfonsinismo aparecía como indispensable para garantizar la consolidación de la democracia (en tanto que la justicia se erigía como fundamento simbólico del nuevo régimen, como hito de ruptura total con el pasado dictatorial) pasaba ahora a transformarse en una amenaza para su estabilidad.

A diferencia de lo que había ocurrido con la primera versión de la ley de “Punto Final”, el proyecto de “Obediencia Debida” en su artículo 2° excluía de la presunción de no punibilidad tres tipos de delitos: la violación, la sustracción y ocultación de menores o sustitución de su estado civil y la apropiación extorsiva de inmuebles. La cuestión de los “niños desaparecidos” volvía a aparecer entonces en la nueva herramienta legal propuesta por el gobierno radical para dar una clausura al tratamiento judicial del pasado dictatorial. El principal fundamento para esta excepción provino del fallo del Juicio a las Juntas. En esa ocasión la Cámara Federal de Apelaciones de la Capital Federal dictaminó que no era posible considerar que la “sustracción de menores” hubiera respondido a órdenes superiores, o que hubiera sido “prevista y asentida por quienes dispusieron de ese modo de proceder”.[19] Esto no suponía que el tribunal negara la posible comisión de estos hechos, sino que invertía la atribución de responsabilidades sobre la que se fundamentaba la condena por los otros delitos. Los comandantes militares juzgados habían sido autores mediatos de los crímenes que habían ordenado ejecutar a sus subalternos y también eran responsables por aquellos que, sin ordenar explícitamente, habían previsto o consentido; pero, en opinión del tribunal, no podían ser culpados por aquellos otros delitos que los ejecutores habían cometido “excediéndose” en su cumplimiento. Esto suponía, por ende, que el principio de “obediencia debida”, instituido en el Código Militar vigente al momento de los hechos, no podía regir para los perpetradores de “excesos” (en apariencia ocasionales) como la sustracción de menores.[20]

Mientras que una exceptuación similar para este delito en la ley de “Punto Final” había generado pocas discusiones, más allá de alguna mención ocasional, el artículo 2° de la ley de “Obediencia Debida” ocupó un lugar mucho más relevante en el vehemente debate parlamentario. Además de ser uno de los ejes alrededor de los cuales senadores y diputados del oficialismo y de la oposición sentaron posturas, a favor y en contra, del proyecto tratado, también resultó una ocasión que permitió alumbrar las diferentes representaciones y posicionamientos de algunos de los actores políticos presentes en el Parlamento en torno al problema de la “desaparición de niños”.

En el caso de la “Obediencia Debida” las expresiones públicas de APM, en consonancia con las del conjunto del movimiento de derechos humanos, fueron de rechazo total e incondicional a la normativa. No hay registro de ninguna comunicación dirigida a funcionarios del poder ejecutivo para que tuvieran alguna contemplación particular por el caso de los “niños desaparecidos”.  Un comunicado del 16 de mayo calificaba la iniciativa de “claudicación del gobierno”, una “aberrante ley” para “imponer la impunidad de las Fuerzas Armadas y su aberrante accionar terrorista”.[21] El uso de calificativo “aberrante” no parece casual: en torno a la definición y el alcance de la figura de los “delitos atroces y aberrantes” giraría buena parte del debate parlamentario de la ley.

En la argumentación del oficialismo, la exclusión de los tres delitos señalados en el artículo 2° no respondía primordialmente a su posible calificación como “atroces y aberrantes”. Como afirmaba Alfonsín en el mensaje que acompañaba la remisión del proyecto, estos delitos no eran alcanzados por la “presunción de obediencia debida” particularmente porque “no formaban parte del plan de operaciones” delineado por los comandantes de las fuerzas y, por ende, su comisión no podía ser caracterizada como el cumplimiento de una orden superior sino como un “exceso” de los subordinados.[22]

El principal argumento del oficialismo para promover la sanción de la ley era la necesidad de “preservar la democracia”, bajo una lógica de “realismo político” que desplazaba a un segundo plano los dilemas de la “ética de lo justo” (Galante, 2015). No obstante, los senadores y diputados radicales se mostraron preocupados por intentar demostrar que la ley no era una amnistía ni garantizaba la impunidad. Los senadores Solari Yrigoyen y Fernando de La Rúa afirmaban que la ley no perdonaba los delitos, sino que trasladaba (y concentraba) la responsabilidad de su autoría a quienes había impartido las órdenes (exculpando a sus ejecutores).[23]

En su argumentación a favor de la ley, varios legisladores del oficialismo se refirieron a las excepciones planteadas por el artículo 2° como modo de responder a los planteos de la oposición (y del movimiento de derechos humanos) que la sindicaban como una amnistía encubierta. Desde su perspectiva, la exclusión de los delitos “atroces y aberrantes”, que no respondían a ninguna orden superior ni podían ser catalogados como “actos de servicio”, buscaban mostrar que el Estado no declinaba por completo su voluntad de ejercer justicia ni que aspiraba a consagrar la impunidad. En el caso particular de la “sustracción y ocultación de menores”, esta era una de las pocas demandas del movimiento de derechos humanos (junto con la liberación de los presos políticos) a las que, aun parcialmente y con muchas limitaciones, el gobierno había respondido favorablemente implementando diversas medidas (Díaz Colodrero y Abella, 1987; Jelin, 1995). Además de los fundamentos jurídicos esgrimidos por el presidente y los legisladores radicales, su inclusión podría haber respondido al interés político por mostrar el supuesto compromiso del gobierno con la lucha por localizar a los “niños desaparecidos”. En este sentido, no deja de ser significativo que el 13 de mayo de 1987, el mismo día que comenzaba el tratamiento de la ley de “Obediencia Debida”, la Cámara de Diputados haya aprobado finalmente la ley de creación del BNDG, que tenía media sanción del Senado desde octubre del año anterior.

Sin embargo, lejos de servir para acercar posiciones, el artículo 2° fue duramente criticado por la mayoría de los representantes de la oposición, tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado. Sus críticos destacaron la inexistencia de un criterio que permitiera explicar la punibilidad de determinados delitos y la exculpación de otros, que en su opinión eran tanto o quizás más graves, “atroces” o “aberrantes”, que los primeros. En opinión de estos diputados, con esta distinción arbitraria se distorsionaba la “escala de valores” penales y éticos. Los cuestionamientos recayeron, sobre todo, en la exclusión del delito de “apropiación extorsiva de inmuebles”. Además de sostener que dicho tipo penal no existía en el código argentino, lo que podía generar confusiones y problemas jurídicos a futuro, la mayoría de los oradores objetó que el proyecto de ley, al hacer esta excepción, privilegiaba a la propiedad privada como bien jurídico por sobre otros que se suponía que debían tener primacía, como la libertad y la vida. [24]

 Otros diputados, de manera más general, pusieron en duda el mayor grado de gravedad o de abyección de los delitos mencionados en el artículo 2° por sobre todos los que quedarían sin juzgar, sin hacer distinción entre ellos. Por ejemplo, el diputado peronista por Formosa, Oscar Fappiano, hizo la siguiente mención en su discurso:

Apuntemos a uno de los artículos cuando excluye de la no punibilidad del artículo 1° ciertos y determinados delitos, pero no incluye en esa exclusión otros delitos mucho más atroces que los que aquél consigna. No incluye el secuestro extorsivo…No incluye las torturas ni los homicidios calificados.[25]

Si el comentario de Fappiano era sutil al señalar el mayor grado de “atrocidad” que, en su opinión, revestían delitos como el secuestro extorsivo, las torturas o el homicidio respecto de aquellos mencionados en el artículo 2°, la intervención del senador peronista Eduardo Menem planteó una crítica aún más directa y explícita a la inclusión especial del delito de “sustracción de menores”, que suponía también un cuestionamiento (premeditado o no) a los fundamentos discursivos de APM:

El artículo 2° de este proyecto… es digno de ser incluido en una antología de desaciertos legislativos, ya que por donde se lo analice ofrece reparos…Quiero hacer otra reflexión sobre este artículo 2° para demostrar cómo se distorsiona la escala de valores en este artículo. Voy a dar un ejemplo. Una persona entra a sangre y fuego a una casa y asesina al padre y a la madre de una familia, quedando huérfanos los hijos del matrimonio, a los cuales, en un gesto de humanidad del victimario, por esa fibra sensible que posee el individuo, acoge en su casa. Por supuesto, esto constituye un delito. ¿Pero qué ocurre? Ese señor que ha matado con alevosía, que ha asesinado, va a quedar libre por estos delitos y será condenado, precisamente, por ese gesto de humanidad al decidir quedarse con los menores. La realización de esta valoración atenta contra una escala de valores existente en nuestra sociedad, al menos en los tiempos que vivimos.[26]

El senador Menem no era el único que cuestionaba la contradicción entre juzgar un crimen, como la sustracción de menores, y dejar al mismo tiempo impune aquellos otros que lo habían vuelto posible, como el secuestro y el homicidio. Esta postura era compartida por legisladores de diversas bancadas e incluso por los propios organismos de derechos humanos. Fue precisamente el uso estratégico de este planteo el que permitió alcanzar la declaración de inconstitucionalidad de estas leyes a comienzos de la primera década del siglo XXI (Folguiero, 2006). Sin embargo, Menem iba más allá en esta argumentación al señalar que la apropiación de unos/as niños/as a manos del asesino de su padre y su madre (como si fuera poco, en su propia casa, “a sangre y fuego”) debía ser visto como un “gesto de humanidad del victimario” que por su “fibra sensible” decide “acoger” a los “huérfanos”. Al igual que habían hecho otros legisladores al referirse a la exclusión del robo de inmuebles, Menem concluía que el articulado de la ley en lo relativo a la sustracción de menores atentaba contra “una escala de valores existente en nuestra sociedad”. Estas afirmaciones no deben ser consideradas como un simple artificio retórico. Si un senador nacional podía expresar estos conceptos y presentarlos incluso en el marco de una argumentación para rechazar una ley porque garantizaba la impunidad se debía a que, como ha analizado Carla Villalta (2012), existían desde hacía mucho tiempo (mucho antes que la dictadura) discursos y representaciones que legitimaban y normalizaban la práctica ilegal de la apropiación de niños y niñas (aunque en contextos muy distintos al de la represión estatal) y que antes que como una violación a los derechos humanos, la cifraban, en el extremo opuesto, como un “gesto humanitario”.

Estos sentidos, que justificaban o matizaban la gravedad de la apropiación, tuvieron importante circulación social en los primeros años de la posdictadura. Eran parte de las voces que expresaban su rechazo al reclamo de APM por localizarlos y restituirlos a sus familias biológicas (Laino Sanchis, 2018). Abogados defensores, psicólogos, médicos y periodistas, entre otros, afirmaban que se debía evitar un “segundo trauma” a esos/as niños/as y proponían que continuaran con sus “padres adoptivos”, en ocasiones llamados “padres del corazón”. Una de las principales tareas de la organización en la construcción de una legitimidad social para su causa fue demostrar, no solo en los tribunales sino también de cara a la sociedad argentina, que la apropiación (ilegal y violenta) no era equiparable a la adopción y que la restitución, lejos de provocar un “segundo trauma”, era un proceso reparatorio que a través de la verdad conducía a la liberación y al pleno desarrollo físico, psíquico y social de los niños (Regueiro, 2013; Quintana, 2018).

La sanción de la ley de Obediencia Debida fue duramente repudiada por el movimiento de derechos humanos, tal como había ocurrido con la ley de Punto Final, y constituyó un punto de quiebre en la relación de los organismos con el gobierno radical (Lvovich y Bisquert, 2008). Varios de ellos, incluido APM, iniciaron acciones legales para conseguir la declaración de inconstitucionalidad de las leyes.[27] Para esta organización, empero, su sanción tuvo un significado muy ambiguo. Como hemos visto, por un lado, al retomar los fundamentos del fallo del Juicio a las Juntas, rechazaba el carácter planificado y sistemático del delito de apropiación de niños y niñas durante la última dictadura. En el futuro, tanto en la acción política, en las campañas de difusión y en el plano judicial, APM intentó refutar este planteo y reafirmar la sistematicidad de las apropiaciones. En este sentido, la estrategia más resonante fue la denuncia penal iniciada en 1996 contra una serie de oficiales militares que no habían sido juzgados por este delito. Esta causa, que se conoció como “Plan sistemático de apropiación de niños”, se volvió un emblema de la lucha de los organismos de derechos humanos en tiempos de clausura jurídica (Iud, 2013).

Sin embargo, fue justamente por rechazar la idea de sistematicidad que los impulsores de la ley excluyeron a este delito de la extinción de la acción penal. Si, como habían dicho los magistrados en el Juicio a las Juntas, el delito de sustracción de menores no había sido ni planificado ni sistemático, los subalternos que lo habían perpetrado eran los únicos responsables y no podían pretender ampararse en el principio de la “obediencia debida”.[28] La exclusión ofreció un intersticio para actuar judicialmente en tiempos de impunidad y en los años siguientes APM y las querellas de otros familiares pudieron impulsar diversos procesos judiciales contra apropiadores y apropiadoras.

 

Conclusiones

En este artículo reconstruimos y analizamos el lugar que ocupó la cuestión de los “niños desaparecidos” en el tratamiento y formulación final de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. El análisis nos permitió, por un lado, observar algunos elementos de la dinámica de interacción entre el movimiento de derechos humanos y el poder político en la temprana posdictadura. El oficialismo radical, impulsor de ambas leyes, basó la exclusión de la “sustracción y ocultación de menores” de los beneficios penales de ambas leyes en argumentos jurídicos pero, también, en consideraciones políticas. Los argumentos jurídicos fueron provistos por el fallo del Juicio a las Juntas, según el cual la apropiación de niños no había sido un crimen ni planificado ni cometido de manera sistemática. Como vimos, empero, en la primera formulación de la ley de Punto Final no aparecían estos argumentos ni la exclusión de este delito. Si se introdujo con posterioridad fue en parte a raíz de los cuestionamientos públicos de APM y probablemente con el objetivo de evitar un mayor costo político frente a uno de los crímenes dictatoriales que más repudio social generaban. El radicalismo intentó usar esta excepción y la apelación a un supuesto consenso con esta organización como estrategia de legitimación política de la postura gubernamental, en un contexto en el que ambas leyes fueron vistas por un sector del electorado como una claudicación política. Sin embargo, APM rechazó estas afirmaciones. Tanto la organización como sus aliados en el Congreso repudiaron ambas leyes en su totalidad, cuya sanción generó un quiebre insalvable entre los organismos de derechos humanos más dialoguistas y el gobierno radical. Las leyes, por cierto, resultaron especialmente ambiguas para la continuidad de la lucha de APM: si bien ofrecieron un resquicio legal para proseguir con el juzgamiento a los apropiadores, también pusieron en cuestión la sistematicidad que la organización sostenía que había tenido este delito.

Por último, analizamos las diferentes representaciones y posturas sobre el problema de la apropiación de niños y niñas que se expresaron en los debates parlamentarios. Si bien algunas mostraban una sintonía con los planteos de APM, otras en cambio minimizaban la gravedad del delito, lo justificaban o lo equiparaban a una adopción corriente. Contra este tipo de sentidos sociales, presentes también en las altas esferas políticas, debió enfrentarse en los años siguientes APM en su intento de convencer a la sociedad civil, a la clase política y al poder judicial de la necesidad de buscar a los “niños desaparecidos” y restituirlos a sus familias biológicas, sus “legítimas familias”. La lucha de APM seguiría siendo, ante todo, una disputa pública de sentidos en la que su mirada aún estaba lejos convertirse en la postura hegemónica sobre el tema.

 

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[1] Utilizamos la noción de “niños desaparecidos” como categoría nativa histórica, ya que es la manera en la que se enunciaba públicamente esta cuestión durante la transición a la democracia y la temprana posdictadura (Quintana, 2015; Laino Sanchis, 2020).

[2] “Instrucciones al Fiscal General del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas”, citadas en Acuña y Smulovitz (1995, pp. 47-48). En el Derecho Penal, la noción de “error” remite a la representación equivocada sobre una ley, hecho o persona, producto de la equivocación o la ignorancia, que lleva a un sujeto a realizar una acción sin conciencia de que es contraria al derecho. Se dice que el error es “insalvable” o “inevitable” cuando se considera que no había manera de que la persona evitara cometer ese error de representación y, por lo tanto, se encuentra exenta de responsabilidad criminal. Sobre esta figura legal y una crítica a su uso en los proyectos alfonsinistas de limitación de la justicia transicional, véase Sancinetti (1987).

[3] Dirección General de Información Parlamentaria y Archivo del Congreso Nacional (DGIPyA). Senado de la Nación, Diario de asuntos entrados, Año II, N° 88, 10 de diciembre de 1985, pp. 1791-1792.

[4] Repositorio Institucional de la Universidad Nacional de La Plata – Archivo de la Palabra, Mensaje del presidente Raúl Alfonsín, 5 de diciembre de 1986. Recuperado de http://sedici.unlp.edu.ar/handle/10915/33747 Última consulta: 15 de diciembre de 2020.

[5] DGIPyA. Senado de la Nación, Diario de sesiones, 36ª Reunión, 3ª Sesión Extraordinaria, 22 de diciembre de 1986, p. 4609. Al no existir en el Código Penal argentino una figura típica específica para la apropiación de niños/as, tal como fue cometida en el marco del terrorismo de Estado, la estrategia judicial impulsada por los y las abogados/as de Abuelas de Plaza de Mayo y los familiares de los “niños desaparecidos” fue acusar a los apropiadores de diversos delitos, conexos con la apropiación, tipificados en el Código Penal vigente: la alteración o supresión del estado civil  de una persona (art. 138) o de un menor de diez años (art. 139, inc. 1°); la sustracción de un menor de diez años de sus padres o tutores legales y su retención u ocultamiento (art. 146); y el ocultamiento a las investigaciones de la justicia o de la policía, a un menor de quince años que se hubiere substraído a la potestad o guarda a que estaba legalmente sometido (art. 149).

[6] “Carta al presidente de la Nación”, Informaciones, n° 12, febrero-marzo de 1987, pp. 3-4.

[7] Como indicio de este repudio social, puede pensarse en el enorme éxito comercial de La Historia Oficial (Luis Puenzo, 1985), película que presentó por primera vez para un público masivo la problemática de los niños y las niñas apropiados/as y la lucha de Abuelas por su restitución

[8]“‘No hay canje. Seguiré reclamando justicia’”, La Nación, 10 de enero de 1999. Recuperado de http://www.lanacion.com.ar/210116nohaycanjeseguirereclamandojusticia. Última consulta: 15 de diciembre de 2020.

[9] Asociación Abuelas de Plaza de Mayo - Archivo Histórico (AAPM-AH). Caja Comunicados de Prensa (CCP). Telegrama de APM al Presidente Raúl Alfonsín, 27 de noviembre de 1986.

[10] AAPM-AH-CCP. Carta de APM al Secretario de Estado de Justicia Dr. Ideler Santiago Tonelli, 1 de diciembre de 1986. Mayúsculas en el original.

[11] AAPM – AH- CCP. APM, “Comunicado de prensa. Abuelas de Plaza de Mayo presentó un proyecto de ley para la creación de un banco nacional de datos genéticos”, 3 de octubre de 1984.

[12] DGIPyA.Senado de la Nación, Diario de Sesiones, 63° Reunión, 2° Sesión extraordinaria, 23 y 24 de diciembre de 1986, p. 7847.

[13] DGIPyA. Senado de la Nación, Diario de Sesiones, 63° Reunión, 2° Sesión extraordinaria, 23 y 24 de diciembre de 1986, p. 7821.

[14] Prieto, Martín, “El Congreso argentino aprueba la ley de ‘punto final’”, 26 de diciembre de 1986. Recuperado de: https://elpais.com/diario/1986/12/26/internacional/535935605_850215.html Última consulta: 15 de diciembre de 2020.

[15] DGIPyA. “Mensaje presidencial”, Senado de la Nación, Diario de Asuntos Entrados, Año II, N° 88, 10 de diciembre de 1986, p. 1792.

[16] Clarín, 20 de abril de 1987, citado en Acuña y Smulovitz (1995, p. 51).

[17] DGIPyA.Cámara de Diputados del Congreso Nacional, “Proyecto de Ley”, Diario de Sesiones, 8ª Reunión, 5ª Sesión Ordinaria, 15 y 16 de mayo de 1987, p. 618.

[18] DGIPyA. “Mensaje presidencial”, Cámara de Diputados del Congreso Nacional, Diario de Sesiones, 8ª Reunión, 5ª Sesión Ordinaria, 15 y 16 de mayo de 1987, pp. 619-621.

[19] Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal de la Capital Federal, “Sentencia causa 13/84”, 9 de diciembre de 1985, p. 187.

[20] Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal de la Capital Federal, “Sentencia causa 13/84”, 9 de diciembre de 1985, p. 267.

[21] AAPM-AH-CCP. APM, “Comunicado de prensa: Obediencia Debida”, 16 de mayo de 1987.

[22] DGIPyA, “Mensaje presidencial”, Cámara de Diputados del Congreso Nacional, Diario de Sesiones, 8ª Reunión, 5ª Sesión Ordinaria, 15 y 16 de mayo de 1987, p. 620.

[23] DGIPyA, Senado Nacional, Diario de sesiones, 7ª Reunión, 2ª Sesión Ordinaria, 28 y 29 de mayo de 1987, pp. 492-500.

 

[24] Véanse, en este sentido, las intervenciones de Antonio Cafiero (PJ) y de Ángel Bruno (PDC). DGIPyA, Cámara de Diputados del Congreso Nacional, Diario de Sesiones, 8ª Reunión, 5ª Sesión Ordinaria, 15 y 16 de mayo de 1987, pp. 673 y 687.

[25] DGIPyA, Cámara de Diputados del Congreso Nacional, Diario de Sesiones, 8ª Reunión, 5ª Sesión Ordinaria, 15 y 16 de mayo de 1987, p. 634-635. El subrayado es nuestro.

[26] DGIPyA, Senado Nacional, Diario de sesiones, 7ª Reunión, 2ª Sesión Ordinaria, 28 y 29 de mayo de 1987, p. 508.

[27] AAPM – AH- CCP, APM, “Comunicado de prensa: Obediencia Debida”, 16 de mayo de 1987; APM, “Comunicado de prensa: Abuelas de Plaza de Mayo plantearon en dos oportunidades la inconstitucionalidad de la ley de Obediencia Debida”, 19 de junio de 1987.

[28] Agradezco a Emilio Crenzel por esta sugerencia y sus valiosos comentarios al primer borrador del texto.