LOS POPULISMOS CLÁSICOS LATINOAMERICANOS Y EL DEBATE DE NUESTROS DÍAS
GERARDO ABOY CARLÉS
Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Técnicas. (CONICET)
Escuela Interdisciplinaria
de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín. (IDAES-UNSAM)
Buenos Aires, Argentina
PolHis, Revista Bibliográfica Del
Programa Interuniversitario De Historia Política,
Año 14, N° 27, pp. 39-67
Enero- Junio de 2021
ISSN 1853-7723
Fecha de recepción: 26/11/2020 - Fecha de aceptación:
19/05/2021
Resumen
El presente artículo analiza la forma de constitución y
funcionamiento de cuatro identidades populistas clásicas en América Latina
durante la primera mitad del Siglo XX. El estudio comparado nos permitió
circunscribir algunas particularidades específicas que
caracterizaron a los populismos clásicos en la región. Esto hizo posible poner
en cuestión una serie de supuestos comunes y extendidos en los estudios sobre
el populismo. Finalmente, esbozamos las fuertes diferencias entre los
populismos clásicos latinoamericanos y algunas experiencias actuales
vulgarmente calificadas como “populistas”.
Palabras
Clave: Populismo / América Latina / Identidades Políticas /
Polarización / Instituciones.
THE CLASSIC LATIN AMERICAN POPULISMS AND THE CURRENT
DEBATE
Abstract
This paper analyzes the way four classic populist identities were
constituted and functioned in Latin America during the first half of the 20th
century. The comparative study allowed us to circumscribe some specific
particularities that characterized classical populisms in the region. This made
it possible to call into question a number of common and widespread assumptions
in studies of populism. Finally, we outlined the strong differences between
classical Latin American populisms and some current experiences commonly
described as "populist".
Keywords
Populism / Latin America
/ Political Identities / Polarization / Institutions
LOS POPULISMOS
CLÁSICOS LATINOAMERICANOS Y EL DEBATE DE NUESTROS DÍAS[1]
Introducción
Hace casi cuatro
décadas, Margaret Canovan (1981) recurrió a la figura
de los conceptos con estructura de parecido de familia para dar cuenta de la
compleja polisemia que el término populismo evocaba en los debates políticos y
culturales de aquellos años. Como se recordará, la noción de parecidos de
familia fue acuñada por Ludwig Wittgenstein sus Investigaciones filosóficas (1999, pp. 85-93). Para el filósofo
austríaco, no aplicamos este tipo de conceptos a un conjunto de casos
particulares por tener determinadas propiedades en común, sino que, por el
contrario, los distintos casos adquieren esas propiedades como resultado de la
operación que los califica bajo una misma nominación. Simplemente hay un punto
en que una serie de variables como por ejemplo el grado de organización del
movimiento político, la relación con la estructura legal, la ampliación o el
retroceso de derechos ciudadanos, la existencia o no de contenidos de raigambre
liberal en las distintas experiencias, se dejan arbitrariamente de lado para
que los distintos casos puedan acomodarse en un concepto común. Me parece que
aquella sugerencia de la teórica británica es adecuada para describir los usos
de un término que ha pretendido cobijar a disímiles experiencias del Norte y
del Sur, a casos clásicos y contemporáneos, a fenómenos tan diversos como el
jacobinismo francés y el varguismo brasileño. Como en
el caso de los “parecidos de familia” en que una persona se parece a sus dos
hermanas pero estas dos no guardan ningún parecido entre sí, algo similar
ocurre cuando comparamos distintas experiencias calificadas como populistas.
Considerar al
populismo como un concepto con estructura de parecido de familia implicaría,
claro está, asumir la necesidad de una cierta renuncia, o al menos un
diferimiento, a la hora de contar con una definición detallada que pueda poner
coto a la flotación del significante en cuestión. Antes, es necesario realizar
aproximaciones si se quiere más regionales a la problemática, para luego
comparar los distintos hallazgos. Tal vez, luego de esta operación, apenas nos
quede aquella sentencia de Alain Touraine
caracterizando al populismo como “tentativa de control antielitista
del cambio social” (1989, p. 165), una idea ciertamente insuficiente y a la que
bien podríamos cuestionarle si el populismo constituye la única tentativa de
ese tipo o acaso es tan solo una entre otras posibles. Comenzar por reconocer
no solo la polisemia, sino muchas veces la equivocidad del término, resulta
imprescindible para avanzar en una caracterización más general de cuál es su
uso en el lenguaje académico, pero no solo en él.[2] Ha sido Pierre-André Taguieff, tal vez, el
autor que más énfasis hizo en criticar el uso del término populismo como un
sinónimo de la demagogia, el que con una buena dosis de humor mejor señaló esta
errática proliferación del término que nos ocupa al afirmar “la palabra
‘populismo’ ha sufrido una irónica desventura: se ha hecho popular” (1996, p.
29).
Hoy, cuando la
problemática de los Global Populisms ocupa un lugar central en la agenda de
investigación a escala internacional, resulta particularmente llamativa la
extendida omisión de la producción de las seis décadas que la sociología
latinoamericana ha dedicado al estudio de los fenómenos populistas. Decimos ésto no en virtud de un chauvinismo regional, sino
sostenidos en el convencimiento de que la experiencia latinoamericana del siglo
XX constituye una prolífica fuente para identificar distintas dimensiones que
nos permitirían distinguir cómo hoy en día las particularidades de procesos
radicalmente diferentes aparecen subsumidas bajo el atajo de una nominación
común.
Nuestra propia
aproximación al estudio de los populismos clásicos latinoamericanos (y con el
adjetivo clásico nos remitimos a aquellos que ocuparon la primera mitad del
siglo XX) nos ha llevado a concebirlos como una forma particular de
constitución y funcionamiento de una identidad o solidaridad política
colectiva. El término “funcionamiento” puede resultar algo oscuro para el
lector, por lo que nos apuramos a aclarar que el mismo remite a dos dimensiones
particularmente relacionadas. La primera de ellas hace referencia a la relación
que la identidad populista emergente guarda con su propia heterogeneidad
interior. La segunda, en cambio, hace referencia al tipo de relación, muchas
veces cambiante, que la identidad populista mantiene respecto de aquellas otras
identidades presentes en la comunidad política que no están incluidas en sus
filas. El yrigoyenismo y el
peronismo argentinos, el cardenismo mexicano y el varguismo
brasileño, han dado repetidas muestras de una continua redefinición de su
diferencia específica, del tipo de ruptura que encarnaron frente a otros
actores presentes en la comunidad. Esta redefinición devino no solo en una
transformación de la propia identidad sino en el cambiante tipo de relación
establecido con sus adversarios (relación que por cierto no depende únicamente
de las variaciones en la identidad populista sino también de las
transformaciones operadas en estos adversarios). Como se comprenderá, las
relaciones hacia adentro y hacia afuera de una solidaridad política guardan
distintos niveles de interrelación en sus transformaciones. Hacer énfasis en la
perspectiva del lazo político, de las solidaridades colectivas y su
transformación o sedimentación identitaria en un
campo relacional que conforman con otras solidaridades políticas, restaura la
dimensión sociológica del fenómeno populista, crecientemente olvidada.
Esta línea de trabajo
nos ha permitido poner en cuestión una serie de supuestos que tanto las
aproximaciones académicas de corte institucionalista, como aquellas que
enaltecen al populismo, muchas veces comparten a la hora de caracterizar a este
tipo de fenómenos. Volvemos a poner el acento en que esta crítica se sustenta
en el estudio de los casos latinoamericanos aludidos y no tiene pretensiones de
universalidad. Sin embargo, comenzar por la crítica de algunos supuestos
comunes asumidos y hacerlo a partir de su contraste con una serie de casos
indubitablemente caracterizados como populistas, nos permitirá empezar a poner
cierto orden en esa inflación en el uso del término al darnos algunas
evidencias de lo que el populismo “no es”. Enumeramos aquellos supuestos que
criticaremos a continuación.
1- El populismo es la forma de constitución de un pueblo
2- El populismo divide a la comunidad entre el pueblo y sus
enemigos
3- El populismo supone una relación directa y no mediada
entre el líder y sus seguidores
4- El populismo es lo opuesto a las instituciones
5- El populismo y la democracia liberal son incompatibles
Dedicaremos las
páginas que siguen a intentar poner en cuestión estos cinco supuestos.
Supuesto 1: el populismo como forma de constitución de un
pueblo
Tan pronto como
abandonamos la figuración del pueblo como ficción jurídica indispensable para
el advenimiento de un nuevo principio de legitimación política en la Modernidad
y nos preguntamos por el estatuto sociológico de la noción de “pueblo” y de “lo
popular”, los problemas comienzan. Es recurrente que la historia, la sociología
y la antropología políticas realicen un uso ostensivo y preteórico
de esta noción, a la que unas veces se identifica con aquella porción menos
privilegiada de los habitantes de una sociedad, quienes no forman parte de lo
que se considera “gente decente” o, por el contrario, se asocie simplemente a
los muchos. Estos sentidos diferentes aparecen cuando hablamos de una “amplia
movilización popular” para referirnos a una manifestación masiva, o, por el
contrario, cuando el sentido común califica como “mártires populares” a tres
campesinos asesinados por las fuerzas de seguridad en el marco de un conflicto
en algún recóndito rincón de la región.
Consideramos que las
nociones de “pueblo” y “lo popular” no se corresponden con un criterio numérico
(la masividad) ni con una posición social determinada (la subalternidad).
Aquí entenderemos por identidad popular a aquel tipo de solidaridad política
que emerge a partir de cierto proceso de articulación y homogeneización
relativa de sectores que, planteándose como negativamente privilegiados en
alguna dimensión de la vida comunitaria, constituyen un campo identitario común que se escinde del acatamiento sin más y
la naturalización del orden vigente; sea esto para resistirlo o simplemente
para hacer más llevadera la vida común de los implicados. Nótense dos aspectos
de particular importancia en relación a lo anteriormente expresado: no es
necesario que dichos sectores sean mayoritarios dentro de la sociedad, aunque
muchas veces su potencialidad estará íntimamente vinculada a su capacidad de
universalizar sus demandas, ni tampoco es preciso que se encuentren en una
situación objetiva de subalternidad o inferioridad
respecto de otros. Lo que resulta imprescindible es que la subalternidad
o inferioridad sea así percibida por sus integrantes y posible, aunque no
necesariamente, por otros observadores externos.
Ha sido el teórico
argentino Ernesto Laclau (2005) quien más énfasis ha
puesto en concebir al populismo como el proceso de constitución de un pueblo.
Como se recordará, Laclau asimila este proceso a la
convergencia equivalencial de un conjunto de demandas
no atendidas que van estableciendo un límite antagónico con el poder
responsable de satisfacer o no esas demandas. Tomando una distinción clásica,
el pensador argentino nos dice que esa plebs emergente reclamará para sí la representación del populus, es decir
de toda la comunidad, concibiéndose como verdadera universalidad que es negada
por una falsa totalidad comunitaria que la excluye (Laclau,
2005, p. 123). En la línea de algunos trabajos precedentes, Laclau
acierta en identificar al populismo a partir de una dinámica conflictiva entre
la parte emergente y la totalidad de la comunidad (Taguieff,
1996; Agamben 2000). En La razón populista, Laclau desarrolla su
propia concepción sobre el ser de la política, que identifica con el populismo.
Así escribe:
¿Significa esto que lo político se ha convertido en sinónimo de populismo? Sí, en el sentido en que concebimos esta última noción. Al ser la construcción del pueblo el acto político par excellance –como oposición a la administración pura dentro de un marco institucional estable-, los requerimientos sine que non de lo político son la construcción de fronteras antagónicas dentro de lo social y la convocatoria a nuevos sujetos de cambio social, lo cual implica, como sabemos, la producción de significantes vacíos con el fin de unificar en cadenas equivalenciales una pluralidad de demandas heterogéneas (Laclau, 2005, p. 195).
Ahora bien, ¿es
lícito homologar como populistas a las distintas formas en que una identidad
política emergente que impugna el orden dado se vincula con el resto de la
comunidad? Creemos que efectivamente hay aquí un salto argumental en Laclau: en primer lugar, el autor argentino identifica la
política sin más con el formato de una identidad de tipo jacobino; en segundo
lugar, confunde a toda identidad popular con una identidad de tipo populista,
cuando esta última sería tan solo una variedad entre otras formas posibles de
aquella. Finalmente, Laclau amplía un rasgo que es
propio de algunas identidades populares (la pretensión de representar al
conjunto de la comunidad) a todas ellas. En definitiva, consideramos que no
solo la aseveración de Laclau acerca de la identidad
entre populismo y política no se sostiene, sino que tampoco lo hace aquella que
identifica a los procesos populistas con la construcción de cualquier identidad
popular.
Hay en nuestra
perspectiva al menos tres formas diferentes de concebir la relación entre una
identidad popular y el resto de la comunidad que nos permitirían distinguir
diversos tipos:
a) En primer lugar, una identidad popular emergente que
aspire a representar al conjunto de la comunidad puede establecer una política
de reducción forzosa del campo adversario a su propio espacio solidario (sea
vía la represión o el exterminio físico). La figura del totalitarismo fue
acuñada para dar cuenta de estos casos.
b) También es posible que una identidad popular emergente no
pretenda representar al conjunto de la comunidad sino tan solo a una parte.
Tendremos así identidades populares parciales que como el naciente socialismo
argentino aspiraban a representar a los trabajadores y no al conjunto de la
comunidad, o como los Panteras Negras afroamericanos aspiraban a la
satisfacción de una serie de demandas propias de la población afroamericana.
c) Finalmente, existen identidades que a pesar de encarnar
una diferencia específica aspiran a ampliar todo lo posible su espacio de
representación y para lo cual están dispuestas a negociar diversos aspectos de
aquella diferencia específica para expandir su representación. Las principales
fuerzas políticas en las democracias liberales suelen reconocerse en esta
categoría, aunque paradójicamente, buena parte de los populismos clásicos
latinoamericanos no son ajenos a la misma.
Suele ser bastante
común confundir a las identidades populistas con aquellas identidades totales
que hemos caracterizado en el grupo “a”, perdiendo de vista que el tipo de
frontera entre el pueblo y sus otros es muy distinto en una y otra categoría.
Si las identidades totales constituyen una frontera relativamente impermeable
que paulatinamente puede desplazarse en un sentido excluyente reconociendo
nuevos “enemigos del pueblo”, los populismos latinoamericanos dan lugar en
cambio a una movilidad de las solidaridades alrededor de dicho límite que tiene
otro tipo de consecuencias sobre el régimen político.
Los populismos
clásicos emergen con la pretensión de representar al país todo contra lo que
consideran la usurpación de una minoría carente de sólidas bases de apoyo. Sin
embargo, llegados al poder, el yrigoyenismo, el
peronismo, el cardenismo o el varguismo, se
encuentran con que sus adversarios están lejos de constituir una mera
excresencia no representativa. La realidad es que entre un tercio y la mitad de
la sociedad se encuentra en el terreno de la oposición a la fuerza emergente.
Frente a esta situación, los populismos de la región no han seguido el camino
de las identidades totales para reducir o eliminar a su oposición, aunque claro
está, utilizaron en forma selectiva diversos mecanismos represivos. Lo que se
abrió entonces fue un inestable equilibrio entre la expulsión del adversario
del campo político legítimo y su intermitente inclusión en el mismo, en un
proceso en el que constantemente la fuerza política populista negociaba su
propia diferencia fundacional específica al tiempo que aspiraba a la
transformación de sus adversarios. En el populismo, el ideal de una sociedad
reconciliada es siempre diferido a un incierto futuro y nunca se materializa
violentamente como en el caso de los totalitarismos. Se abre así un juego
regeneracionista tanto de parte de la fuerza populista como de las fuerzas que
se le oponen y que da su marca al populismo latinoamericano constantemente
signado por la inestabilidad del demos legítimo,
el quién puede hacer y decir qué en la comunidad. Todo el debate acerca de las
características reformistas o reaccionarias de los populismos latinoamericanos
se origina en este tipo de desplazamientos que, en una lógica pendular, conjuga
su papel de experiencias que introducen profundas reformas sociales de una
parte y que cumplen el papel de guardianes del orden de la otra. Ese juego
pendular entre representar a una fuerza emergente que rompe un orden dado pero
que intenta volver a integrar a los actores de esa disputa en un nuevo marco de
conciliación comunitaria, es característico de las experiencias populistas
clásicas en América Latina. Por ello, en sus estudios sobre el cardenismo
mexicano Arnaldo Córdova puede hablar al mismo tiempo de las “reformas
avanzadas y progresistas” promovidas por el gobierno iniciado en 1934 (Córdova
2004, p. 176) y señalar a Lázaro Cárdenas como el “más consumado realizador” de
“la esencia de ese gigantesco movimiento de contrainsurgencia que es la
Revolución Mexicana” (p. 80). De igual forma, una consigna tan cara a la
tradición peronista como la “justicia social” era de un lado la bandera de las
reformas que democratizaban antiguas relaciones sociales, al tiempo que actuaba
como dique de contención frente a la radicalización de la lucha de clases
promovida por actores políticos y sindicales de la oposición de izquierda. Este
juego pendular de los populismos latinoamericanos entre la ruptura y la
conciliación social es morfológico antes que cronológico. Nos explicamos: los
distintos esfuerzos por instalar un quiebre entre una fase reformista y una
fase ordenancista de las experiencias populistas tienden a fracasar cuando se
detecta que muchas veces las tendencias a la ruptura y las contratendencias
a la conciliación operan simultáneamente, o, lo que es lo mismo, cuando
estrategias de conciliación pueblan un ciclo caracterizado como reformista o, a
la inversa, cuando la ruptura aparece una y otra vez en un ciclo considerado de
conciliación. Julián Melo (2009) ha hecho un pormenorizado estudio de esta
circunstancia para el caso del peronismo argentino que rebate buena parte del
sentido común académico sobre la materia.
Decíamos antes que la
tensión entre representar a una parte y representar al conjunto de la comunidad
había sido señalada como clave para aproximarnos al estudio de los fenómenos
populistas. Podemos ahora ser más precisos y establecer que la tensión entre la
parte y el todo atraviesa en verdad a diversas identidades populares, mientras
que lo que caracteriza específicamente al populismo es ya una forma particular
de gestionar aquella tensión y cuyo rasgo más notable es la constante
inestabilidad del demos legítimo al
que conduce el juego pendular entre ruptura y conciliación que hemos descripto.
Supuesto 2: el populismo divide a la comunidad entre el
pueblo y sus enemigos
Una de las premisas
más extendidas entre detractores y defensores del populismo es que estas
experiencias dividen y polarizan a la sociedad. Se hace hincapié en este
aspecto como si el mismo constituyera parte esencial del núcleo duro conceptual
que nos hace calificar a un fenómeno como populista. Aun concediendo que el
populismo conlleve ciertos grados de división y polarización social, se omiten
preguntas esenciales para la caracterización del fenómeno como, por ejemplo:
son solo las experiencias populistas las que dividen y polarizan la sociedad,
de qué naturaleza es la división y polarización que serían específicas del
populismo.
Los populismos
clásicos latinoamericanos nos aportan algunos elementos para desarrollar una
respuesta regional si los comparamos por ejemplo con el modelo revolucionario
francés tan estudiado por François Furet (1980) y
Pierre Rosanvallon (1998 y 2007). Esta comparación es
particularmente necesaria porque creemos que distintos rasgos, especialmente
los propios de la experiencia jacobina, han sido erróneamente replicados en la
caracterización del populismo tanto por parte de los autores que tienen una
mirada positiva sobre los mismos (Laclau) como por
los diversos críticos de estas experiencias. El modelo francés tenía dos
características salientes: en primer lugar, la existencia de una abrupta
frontera entre el pueblo y sus enemigos, entre los cuales se establece una
separación irreconciliable, lo que no quiere decir una frontera fija, ya que la
misma podía desplazarse hacia más y nuevos enemigos de ese pueblo. En segundo
lugar, la existencia de un individuo abstracto es el resultado del proceso de
homogeneización (adunation
en términos de Emmanuel Sieyès) que en línea con la
filosofía de la Ilustración disuelve toda forma gregaria al interior de la
comunidad. Esa figura de un individuo abstracto, deshistorizado
y ajeno a lazos con cuerpos intermedios, compone la base elemental del único
agrupamiento que puede alzarse por encima de los intereses particulares que
corrompen la voluntad general: el pueblo que será la “nación francesa, una e
indivisible”, capaz de enfrentar a sus enemigos. Se trata de lo que Rosanvallon denominó una “democracia inmediata” sustentada
en la idea de que el pueblo puede expresarse como un cuerpo, sin reflexividad
ni interfaces (Rosanvallon, 2007, p. 57 y ss.).
Si volvemos nuestra
atención a los distintos casos latinoamericanos advertimos que los mismos nos
revelan una realidad sustancialmente diferente a la observada en el modelo
francés. En primer lugar, esa rígida frontera entre el pueblo y sus enemigos,
que solo puede ampliarse reconociendo nuevos “enemigos de la Revolución”,
aparece claramente subvertida (Azzolini, 2018). En
los populismos de la región, el enemigo no es nunca el hostis propiamente dicho: es el
que aún no entiende, el que podrá regenerarse, aquél que por momentos se
excluye y por momentos se incluye en el demos
legítimo de la comunidad. Así sostenía Juan Domingo Perón en su discurso ante
la Asamblea Legislativa el 1º de mayo de 1950:
Nosotros hemos entregado nuestro movimiento al pueblo; y mientras que ellos no se conviertan en pueblo, es decir, mientras no aprendan a trabajar, mientras no sientan en sus carnes mismas el dolor de sus hermanos y el dolor de la patria como si fuese su propio dolor, no podrán volver a gobernar, puesto que de nosotros en adelante para gobernar se necesita como única y excluyente condición tener carne y alma de pueblo.[3]
La
ruptura que el populismo trae consigo no es entonces el establecimiento de una
frontera definitiva entre el pueblo y sus enemigos. Como en el caso del yrigoyenismo tres décadas antes, la exclusión que se instala
en la comunidad no es definitiva, es una exclusión contra prácticas que abre la
posibilidad de una regeneración de los actores. En el discurso yrigoyenista la Unión Cívica Radical era concebida como una
fuerza idéntica a la nación y que a nadie excluía. La contraposición que el yrigoyenismo planteaba entre un “Régimen” al que atribuía
la negación de la voluntad popular a través de la venalidad comicial, y, de
otra parte, la “Causa reparadora”, que era la forma de nominar al propio
movimiento del radicalismo yrigoyenista, suponía la
apertura de una admisión de aquellos políticos venales del ayer en el propio
marco solidario legítimo si dejaban atrás ese tipo de prácticas (Aboy Carlés, 2001, pp. 82-109).
En definitiva, las
fronteras del antagonismo características de las identidades populistas son
mucho más porosas y permiten desplazamientos impensables en el modelo
revolucionario (Slipak y Giménez, 2018). Las
experiencias de México, Argentina y Brasil nos demuestran que esa conciliación
en una comunidad homogénea es una meta siempre diferida hacia un futuro
incierto y que la regeneración de los actores comprende no solo a los
opositores sino a la propia identidad populista emergente que recurrentemente
desactiva el antagonismo generado por su irrupción. Los significados de una
fecha emblemática como la del 17 de octubre de 1945 en la conmemoración
peronista no serán iguales en 1946, 1949 o 1954 (Melo, 2009). El constante
movimiento de la solidaridad nacional invocada por el peronismo argentino es un
claro ejemplo de esta permeabilidad del lazo solidario: por momentos los
argentinos son sólo los peronistas, por momentos peronistas y opositores
confluyen en un mismo lazo nacional solidario.
En los populismos
latinoamericanos no asistimos tanto al enfrentamiento entre dos conglomerados
solidarios excluyentes que es característico de las identidades totales, esos
alineamientos paratácticos que recuerdan la lógica bélica. Tenemos en cambio
solidaridades políticas que toman la forma de manchas superpuestas en la disputa
por representar un espacio que muchas veces es común. Tanto los críticos
institucionalistas como algunos defensores del populismo como Laclau (2005) comparten este sesgo que, mucho más
pertinente para dar cuenta de las identidades revolucionarias de los años
sesenta y setenta del siglo XX, termina muchas veces por ser proyectado
anacrónicamente como clave de lectura de las décadas previas.
Otro tanto ocurre con
la perspectiva de una “democracia inmediata” característica del modelo francés:
en los populismos latinoamericanos, lejos de la exclusión que caracterizó a los
jacobinos, los grupos intermedios cumplen un papel de primer orden. Los
encuadramientos sindicales de trabajadores y campesinos, el reconocimiento de
que la sociedad está compuesta por diferentes intereses que deben ser
organizados, es la marca que distingue a estas experiencias.[4] Lejos de aquella lógica revolucionaria que suponía el allanamiento de
cualquier particularismo, los populismos consideran a la organización como el
remedio frente a lo que caracterizan como el peligroso accionar de masas
inorgánicas. Estamos en las antípodas de una concepción de la democracia sin
interfaces: la política misma emerge como el difícil arte de conciliar
intereses organizados muy diferentes entre sí.
La adunation u
homogeneización del cuerpo político aparece limitada a la embestida que todos
los populismos latinoamericanos realizaron contra los particularismos locales y
la organización federal del estado. Hipólito Yrigoyen
lanzó diecinueve intervenciones sobre las por entonces catorce provincias
argentinas en su primera presidencia, la mayoría de ellas mediante decreto
durante los períodos de receso parlamentario. Lázaro Cárdenas acentuó las
tendencias centralizadoras de Plutarco Elías Calles y al producirse el
conflicto político con éste, declaró desaparecidos los poderes en los estados,
procediendo a remover a catorce gobernadores. Las relaciones de Vargas con el
federalismo pasaron del aplastamiento de la sublevación paulista durante su
gobierno provisorio y la quema pública de las banderas estatales durante la
dictadura del “Estado Novo”, a ensayar finalmente cierto grado de compromiso
con los poderes locales durante su último mandato constitucional en los años
cincuenta del siglo pasado. El peronismo argentino no solo reformó la
Constitución nacional en 1949 estableciendo la elección directa en distrito
único del presidente y el vicepresidente en detrimento del antiguo sistema de
elección indirecta que sobrerrepresentaba a las
provincias más pequeñas, sino que impulsó el desarrollo de la justicia laboral
a lo largo de todo el territorio, lo que fue resistido como una invasión del
poder nacional en el ámbito local que interrumpía los usos –y los abusos- hasta
entonces vigentes.
Supuesto 3: El populismo supone una relación directa y no
mediada entre el líder y sus seguidores
El tipo de relación
entre el líder y sus seguidores ha sido un tópico recurrente en la
caracterización del fenómeno populista. Así, Kurt Weyland ha escrito hace casi dos décadas:
el populismo es mejor definido como una estrategia política a través de la cual los líderes personalistas buscan o ejercitan el poder del gobierno basados en el apoyo directo, no mediado ni institucionalizado de un gran número de seguidores que son principalmente desorganizados (Weyland, 2001, p. 14).
De la organización
territorial del radicalismo yrigoyenista a los ejidos
campesinos del cardenismo y a los encuadramientos sindicales que signaron las
experiencias argentina, mexicana y brasileña: nada está más alejado de la
experiencia regional en la primera mitad del siglo pasado que esa recurrente
fantasía de una relación directa y no mediada entre el líder y los seguidores
dispersos con la que se ha pretendido caracterizar al fenómeno populista. La
amplísima organización de los distintos sectores sociales en el periodo
cardenista es quizás el ejemplo más acabado de esa desmentida. Si
progresivamente la bibliografía sobre el populismo ha tenido que revisar este
supuesto de la ausencia de organización ante el cúmulo de evidencias que la
investigación de casos aportaba en su contra, lo hizo solo parcialmente: muy
rápidamente se intentó caracterizar a esta amplia trama organizativa como
completamente heterónoma y dependiente de los designios de un líder
personalista y autoritario, al estilo del corporativismo vertical de tipo
fascista. El problema es que la evidencia histórica también horada este
supuesto: si el mismo vale por ejemplo en el caso de México para describir muy
parcialmente el paternalismo estatal que guió la
constitución de la Confederación Nacional Campesina en 1938, sirve bastante
poco para aproximarnos a la verdadera sociedad que Cárdenas mantuvo con Vicente
Lombardo Toledano cuando éste fue titular de la Confederación de Trabajadores
de México (Córdova, 2004, pp.67 y ss.). De igual forma, el pulso entre la
Confederación General del Trabajo y Perón, alrededor de la candidatura
vicepresidencial de Eva Perón en agosto de 1951, tampoco parece encuadrarse
fácilmente en el supuesto general de una heteronomía cuyos límites habría que
trabajar con mayor profundidad.
Como hemos señalado
anteriormente, Touraine ve en el populismo una
tentativa de control antielitista del cambio social.
La caracterización es correcta, pero no es lo suficientemente específica:
distintas experiencias antielitistas pueden tomar
formas no populistas en un proceso de democratización. Justamente, al autoadjudicarse la representación de un verdadero país
sumergido y que no alcanzaba la representación pública, la emergencia populista
está marcada por ese rechazo de las élites vigentes que puede sugerir la imagen
de una apelación directa y no mediada entre el líder y las masas. Este hecho ha
dado lugar a diversas interpretaciones que asocian el fenómeno a la irrupción
de un outsider de la política que se
encarama en el poder a partir del apoyo de sectores supuestamente marginados
del mismo. Un ejemplo notorio de esta interpretación es el de Kenneth Roberts
en su análisis del mal llamado “neopopulismo” de Fujimori en Perú (1998, p.
385), pero esta perspectiva también impregna el más reciente trabajo de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt (2018).
Si miramos los casos de los populismos clásicos latinoamericanos, la imagen del
outsider es, cuando menos, dudosa:
Hipólito Yrigoyen llevaba casi cuatro décadas de vida
pública cuando asumió la primera magistratura en 1916, Getulio Vargas se había
desempeñado como diputado estatal, diputado federal, ministro de Hacienda y
gobernador de Rio Grande do Sul antes de acceder al poder; Lázaro Cárdenas
llegó a la presidencia en 1934 como candidato del partido oficial y luego de
haberse desempeñado como gobernador de Michoacán, presidente del Partido
Nacional Revolucionario, secretario de Gobernación y secretario de Guerra y
Marina. En cuanto a Juan Domingo Perón, si se quiere la figura con menor
trayectoria política institucional entre todos ellos, accede a la presidencia
luego de ser uno de los promotores del golpe militar de 1943 y tras haber
ocupado los cargos de secretario de Trabajo y Previsión, ministro de Guerra y
vicepresidente de la Nación durante el gobierno de facto.
Lo que ocurre es que,
aunque estemos acostumbrados a asociar el populismo con la existencia de un
líder personalista, en verdad el mecanismo que hemos descripto en lo que hace a
la constitución de solidaridades políticas y su funcionamiento ni siquiera
requiere como condición necesaria la existencia de esa figura. Julián Melo ha
descripto la experiencia populista del radicalismo intransigente de la
provincia de Buenos Aires en los años cuarenta del siglo pasado (2013). Esta
experiencia se recorta claramente como un ejemplo alejado de la centralidad de
un liderazgo. Paradójicamente, el sentido común ha hecho de la existencia de
los liderazgos personalistas no solo la condición necesaria sino prácticamente
la condición suficiente para recurrir al rótulo de “populista”.
Supuesto 4: el populismo es lo opuesto a las
instituciones
Pocos supuestos han
alcanzado un consenso tal entre detractores y defensores del populismo en el
debate académico como aquel que postula que el populismo es ajeno a la
sedimentación institucional (Laclau, 2005; Paramio, 2006). Desde visiones contrapuestas de la
política, los unos ven en las instituciones el eclipse del populismo y de la
política misma, mientras que los otros encuentran allí la arena imprescindible
para su ejercicio que el populismo arrasaría.
Sería un tanto necio
sostener que los populismos clásicos latinoamericanos no desarrollaron patrones
regularizados de interacción que fueron conocidos, practicados y aceptados
(aunque no siempre compartidos) por actores que tenían la expectativa de seguir
actuando bajo las reglas sancionadas y sostenidas por ese patrón. El lector
atento habrá advertido que tomamos en forma literal la definición general de
instituciones acuñada por Guillermo O’Donnell (1997,
p. 310).
Sostener
apriorísticamente una relación de exclusión entre populismo e instituciones
políticas ha tenido como resultado dejar de lado la especificidad de las instituciones
populistas, erróneamente prejuzgadas como un “no objeto” que no ameritaba el
particular interés del investigador. Las instituciones, aun las creadas por las
propias experiencias populistas, eran caracterizadas como objetos ampliamente
maleables en un devenir pragmático de acumulación personal del poder para unos,
o bajo los imperativos del poder constituyente del pueblo para otros.
Nos vamos a valer de
un ejemplo para realizar una aproximación a la particularidad de estas
instituciones: en 1951 el Congreso argentino sancionó la provincialización del
hasta entonces territorio nacional del Chaco. La nueva provincia, designada
“Presidente Perón” en el marco del culto a la personalidad por entonces
vigente, debió darse una constitución a fines de ese mismo año. En su artículo
33º ésta establecía que el poder legislativo provincial sería ejercido por una
Cámara de representantes: la mitad de los mismos serían electos por sufragio
universal, mientras que la otra mitad serían elegidos por los ciudadanos
afiliados a las asociaciones profesionales. En los hechos, esto suponía que los
trabajadores sindicalizados contaban con doble voto en las elecciones
legislativas chaqueñas. No es nuestro objetivo subrayar la distorsión de la
igualdad política que esta iniciativa pudo introducir, sino observar cómo la
tensión entre la parte emergente (los trabajadores) que aspiraba a representar
al todo (el pueblo en su conjunto), es decir, la tensión entre particularidad y
universalidad, es trasladada al corazón de la institución parlamentaria y ese
traslado se produce de manera tal que se privilegia el peso de la fuerza
emergente a través del doble voto. Otro tanto ocurre con la justicia laboral
que invierte la carga de la prueba en perjuicio patronal.
En definitiva, en los
populismos clásicos, los derechos tomaron una particular fisonomía beligerante:
los mismos serían no solo la marca de una pertenencia comunitaria sino una
conquista, fortalecida con el respaldo del estado, obtenida a expensas de otro,
por momentos todavía amenazante, al que se responsabilizaba de haber medrado
injustamente en una situación de particular expoliación a expensas del sujeto emergente.
La institucionalidad populista tiende entonces a reproducir aquella tensión
sobre la que el populismo se constituye. Por esta razón, lo que se caracteriza
generalmente como la maleabilidad de sus instituciones no es otra cosa que la
reproducción en su seno de aquel juego pendular entre la ruptura y la
conciliación que hemos descripto anteriormente: ese juego de ampliación y
limitación de las voces y las prácticas admitidas como legítimas que se
verifica en la inestabilidad del demos.
Lejos entonces de estar ante un rasgo que vuelve despreciable la atención sobre
la institucionalidad populista, estamos ante una característica que la recorta
con una particular flexibilidad y morfología, y que necesita ser estudiada en
profundidad.
Supuesto 5: el populismo es incompatible con la
democracia liberal
En buena medida, este
supuesto aparece como una derivación lógica del anteriormente analizado. Como
hemos visto, hay buenas razones para dudar de la pertinencia de una exclusión
entre populismo e instituciones. Ahora bien, ¿qué relación puede establecerse
entre populismo y democracia liberal?
En primer lugar,
debemos indicar que no coincidimos con quienes caracterizan al populismo como
un tipo particular de régimen político.[5] El populismo es para nosotros un fenómeno sociológico más amplio que
implica una particular forma de constitución y de relacionarse entre
solidaridades políticas. Esta realidad sociológica, claro está, impactará en
distinto grado sobre el régimen político según cada experiencia singular, pero
como categoría general el populismo no puede definir un régimen político
particular por sí mismo.
Si un dato saliente
de las experiencias populistas latinoamericanas de la primera mitad del siglo
XX ha sido la constante inestabilidad del demos
legítimo, debemos subrayar que este hecho introduce una tensión irresoluble
con la democracia liberal, caracterizada precisamente por la estabilidad de su
cuerpo ciudadano. Ahora bien, hablar de tensión no supone necesariamente hablar
de incompatibilidad. Es precisamente aquello que describimos como el rasgo
“regeneracionista” de los populismos clásicos, esa permeabilidad entre el
pueblo y sus otros, lo que da lugar a la constante renegociación de la
identidad de la fuerza populista y de la de sus adversarios, introduciendo un
elemento de morigeración en esa tensión. Esta es la paradoja del populismo: de
los mismos mecanismos que erosionan la estabilidad del demos surgen los efectos que atenúan sus consecuencias más adversas
para la democracia liberal y el estado de derecho.
En definitiva, dada
esta tensión constitutiva entre populismo y democracia liberal, entre una
lógica de constitución y funcionamiento de una identidad política y un régimen
político concreto, nada nos permite sacar una conclusión general válida para
todos los casos. La relación entre populismo y democracia liberal dependerá de
cada caso particular, de sus circunstancias históricas e institucionales y de
los mecanismos regeneracionistas de cada experiencia. Así, el yrigoyenismo argentino tensionó a la democracia liberal
pero habitó conflictivamente en sus marcos. Otro tanto podría decirse del
gobierno de Vargas entre 1951 y 1954, un gobierno particularmente preocupado
por disipar su identificación con la experiencia del “Estado Novo” y que
garantizó una amplia libertad de prensa y de opinión. El cardenismo surgió en
un marco en que la competencia política estaba seriamente limitada y culminó en
las violentas elecciones de 1940, sin que la democracia liberal tuviera
vigencia antes o después. Distinto es el caso del peronismo argentino que luego
de una tensa coexistencia dictó, tras el intento de golpe de Estado de
septiembre de 1951, el estado de guerra interno, medida que afectó severamente
al estado de derecho. En definitiva, no solo han existido experiencias
populistas bajo distintos regímenes políticos, sino que incluso se verifican
procesos de cambio de régimen a lo largo de una misma experiencia populista.
Dos confusiones de
distinto orden han sido bastante frecuentes en los debates acerca de la relación
entre populismo y democracia liberal por parte aun de quienes están lejos de
suscribir la tesis de una incompatibilidad sin más que acabamos de criticar. La
primera de ellas, observable en autores como Canovan
(1999), Sebastián Barros (2009) y en menor medida Benjamín Arditi
(2009), consiste en confundir las tensiones entre populismo y democracia
liberal con la tensión entre la dimensión democrática (soberanía popular) y la
dimensión liberal (estado de derecho) de la democracia liberal. Por este camino,
se pierde la especificidad del populismo y la relación de tensión que se
explora es propia de todas las democracias liberales, muchas de las cuales no
han visto jamás surgir experiencias de tipo populista. La otra confusión es más
propia del debate político latinoamericano, pero tiene ramificaciones en el
espacio académico y consiste en la ausencia de distinción entre los procesos
sociopolíticos de democratización (como extensión del reconocimiento y
homogeneización de capacidades) y la democracia liberal como régimen político.
Así, se argumenta acerca del carácter democrático sin más de las experiencias
populistas a partir de los procesos de ampliación de derechos que
caracterizaron a los casos clásicos. Por esta vía se confunde la
democratización con la democracia, las condiciones de la democracia con la
democracia misma.
Conclusiones
Una primera serie de
conclusiones nos permite pues distinguir a los populismos clásicos
latinoamericanos de los supuestos actuales para caracterizar el fenómeno: las
experiencias latinoamericanas de la primera parte del siglo XX no pueden ser
confundidas sin más con la emergencia de una identidad popular ya que
representan un tipo particular al interior de las mismas, con características
propias y definidas, las más salientes de las cuales fueron un juego pendular
entre la ruptura y la conciliación comunitaria que, al tiempo que producía una
constante inestabilidad del demos
legítimo, desarrollaba mecanismos de regeneración de los actores que moderaban
los efectos más disruptivos del conflicto. Aquellas experiencias no supusieron
el establecimiento de una frontera excluyente entre el pueblo y sus enemigos y,
a diferencia de lo que se cree, desarrollaron formas institucionales
específicas que fueron centrales en su construcción política (Melo, 2009), al
tiempo que establecieron una amplia red organizativa y el encuadramiento de sus
seguidores. Finalmente, la tensa relación entre el populismo y la democracia
liberal, entre una forma específica de constituir solidaridades políticas y un
régimen político particular, no puede ser considerada como una relación de
incompatibilidad extendida al conjunto de los casos ya que depende de
características específicas de cada experiencia populista singular. Creemos, en
definitiva, que la figura de los conceptos con estructura de parecido de
familia de Wittgenstein, que tomara Canovan para
pensar el populismo y que tan bien describe los usos –y los abusos- de este
término, no debe ser abandonada por completo ya que seguiremos encontrándonos
con casos muy diferentes entre sí que cumplen con las características que
describimos. Ahora bien, los parecidos de familia no pueden convertirse en una
licencia de corso para que cualquier forma demagógica, cualquier liderazgo
personalista o un determinado tipo de política económica sean caracterizados
como populistas sin más, en un estiramiento carente de definiciones
conceptuales mínimas, como lamentablemente sucede en el debate político y aun
en el académico, donde muchas veces “saber se redujo a reconocer” (Taguieff, 1996, p. 43).
Lo que está en juego
aquí es la pertenencia a una misma familia, para seguir con la metáfora wittgensteiniana. La construcción del debate actual sobre
el populismo de espaldas a las experiencias latinoamericanas de la primera mitad
del siglo XX ha resultado en que los rasgos hoy atribuidos al fenómeno no solo
son diferentes a los observados en aquellas, sino que muchas veces resultan
antagónicos.[6] Podríamos pensar que estamos ante el tema menor de la transformación de
una nominación (como la oportunamente ocurrida en el caso latinoamericano
respecto de los usos del término populismo para referirse a las experiencias
decimonónicas rusa y norteamericana) si no fuera porque, peligrosamente, muchos
de los múltiples usos actuales acaban contaminando anacrónicamente la
aproximación histórica a los populismos clásicos por parte de estudiosos que
creen ver en ese ayer la génesis de nuestro presente.
Estas conclusiones
provisionales nos permiten explorar una comparación entre los populismos clásicos
y algunos de los denominados populismos recientes. Si bien la primera
conclusión, aquella que apunta a distinguir una identidad popular y sus
variedades particulares, sería extensiva a estos casos, otras diferencias más
sustantivas emergen en la comparación.
Como bien ha señalado
Barros (2017), si el populismo es una “forma” de la política, esta forma no
puede ser caracterizada por sus contenidos específicos para hablar por ejemplo
de un populismo de izquierda o de un populismo de derecha, de un populismo
reformista o un populismo conservador. Barros pone su atención en la dinámica
expansiva o restrictiva del demos en
las distintas experiencias del sur y el norte, entre los populismos
latinoamericanos y experiencias como las de Viktor Orbán o Donald Trump. En nuestros
términos, si los populismos clásicos latinoamericanos se caracterizaron por la
constante inestabilidad del demos
legítimo y un intenso juego regeneracionista de las identidades involucradas,
los casos señalados estarían marcados por la escasa gravitación del
regeneracionismo y la restricción antes que la inestabilidad del demos. Tomando la distinción realizada
en nuestra crítica al primer supuesto entre las distintas categorías de
identidad popular, el caso húngaro o el norteamericano nos hablarían de una
hibridación entre elementos propios de las identidades con pretensión
hegemónica (c) y otros que son propios de las identidades totales (a). Esta
característica no sería exclusiva del caso húngaro o del norteamericano, ya que
podría extenderse a diversas experiencias que tuvieron lugar en América Latina
y Europa en este siglo: el ascenso de Jair Bolsonaro
en Brasil parece inscribirse como una variedad radical en esa misma línea. Se
trata de experiencias que revelarían a su interior dinámicas distintas en
cuanto a aquella economía del demos
legítimo de la observada en las experiencias latinoamericanas de la primera
mitad del siglo XX. Establecer similitudes y diferencias entre estas
identidades populares híbridas y, además, compararlas en profundidad con los
populismos clásicos, es una tarea incipiente e imprescindible, tanto para
conocer mejor estos fenómenos emergentes como para dotar al término populismo
de una mínima rigurosidad conceptual.
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[1] Una
primera versión del presente artículo fue presentada en las Jornadas “Populismo
comparado: América Latina, Europa, Estados Unidos”, organizadas por la
Universidad Nacional de Tres de Febrero, Buenos Aires, 11 al 13 de abril de
2018, en las que fui expositor invitado.
[2] Kurt
Weyland (2001) aborda precisamente esta problemática.
Sin embargo, el autor, luego de distinguir entre las estrategias de definición
acumulativas y por adición, emprende una redefinición que se ha mostrado
claramente insuficiente para comprender a la totalidad de las experiencias
calificadas como populistas.
[3] Mensaje del Presidente Perón a la Asamblea
Legislativa del 1º de mayo de 1950. Diario de Sesiones de la HCDN, p. 9.
Recuperado de
https://www.hcdn.gob.ar/secparl/dgral_info_parlamentaria/dip/archivos/1950_Mensaje_presidencial_Perxn.pdf
[4] Solo el yrigoyenismo argentino escapa parcialmente a esta lógica y
se aproxima por momentos a algunas características del modelo francés (Aboy Carlés, 2017).
[5] Este es por ejemplo
el caso de uno de los colegas que contribuyen a este dossier. Ver sobre el
particular Peruzzotti (2017).
[6] Resulta ilustrativa
la identificación del populismo con las formas de democracia directa y, en
especial, el referéndum, realizada por Rosanvallon
(2020) en su reciente libro dedicado al tema. El insigne miembro del Collège de France ha elaborado allí una certera y
apasionante exploración del carácter polarizado y confrontativo
que ha adquirido la política contemporánea. Menos claro es que haya realizado
un aporte sustantivo a la caracterización del populismo a lo largo de su
historia. Cabe destacar que en las cuatro experiencias latinoamericanas que
hemos tomado como ejemplo el referéndum no cumplió papel alguno. Solo “la
Polaca”, la constitución autoritaria brasileña del Estado Novo de 1937,
contemplaba una futura ratificación mediante este mecanismo, la cual jamás se
llevó a cabo.