TEORÍA DEMOCRÁTICA POPULISTA DE LACLAU Y SUS LIMITACIONES: ANALIZANDO AL POPULISMO COMO UN EJERCICIO DE PODER GUBERNAMENTAL

ENRIQUE PERUZZOTTI

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. (CONICET)

Universidad Torcuato Di Tella. (UTDT)

Buenos Aires, Argentina

 

PolHis, Revista Bibliográfica Del Programa Interuniversitario De Historia Política,

Año 14, N° 27, pp. 68-98

Enero- Junio de 2021

ISSN 1853-7723

 

Fecha de recepción: 14/11/2020 - Fecha de aceptación: 06/07/2021

 

 

Resumen

 

El artículo analiza algunas de las limitaciones de la teoría democrática del populismo actual a partir del análisis de su más destacado exponente, Ernesto Laclau. El argumento que se desarrolla en la primera sección es que dicha teoría presenta un sofisticado marco conceptual para comprender la lógica de la identificación populista, pero es no tiene nada para decir acerca del populismo en el gobierno y sus efectos en la institucionalidad democrática. El artículo analiza la lógica de ejercicio del poder populista como un proyecto de hibridación democrática que aspira a desmantelar las estructuras de intermediación de la democracia representativa. En la segunda sección se señalan algunas similitudes que existen entre el modelo populista y el del elitismo competitivo en cuanto a su concepción de la relación entre poder constituyente y poder constituido que deriva en una visión acotada del accountability democrático. La tercera sección plantea la necesidad de desarrollar una noción de rendición de cuentas más densa que la propuesta por dichos modelos, de manera tal que se pueda integrar las preocupaciones por el gobierno limitado del elitismo democrático con las demandas por representación más inclusiva que inspira la crítica populista a las democracias representativas existentes.

 

 

Palabras clave: Democracia, Populismo, Liberalismo, Representación, Gobierno Representativo, Rendición De Cuentas, Laclau

 

THE SHORTCOMINGS OF LACLAU’S DEMOCRATIC THEORY OF POPULISM: ANALYZING POPULISM AS AN EXERCISE OF GOVERNMENTAL POWER

 

Abstract

This article discusses Laclau’s “democratic theory” of populism. The first section argues that, while Laclau’s model provides a sophisticated analysis of the process of populist identification, it has nothing to say about populism as an exercise of governmental power. It also analyzes populist power as a democratic hybrid seeking to sweep away the structures of mediation found in liberal democracies. The second section explores some common features between the models of populist democracy and competitive elitism, which results in a thin understanding of democratic accountability. The third section suggests the need to advance a thicker notion of democratic accountability that could encompass both the concern for limited government and the demands for more inclusive representation.

 

Keywords: Democracy, Populism, Liberalism, Representation, Representative Government, Accountability, Laclau 

 

LA TEORÍA DEMOCRÁTICA POPULISTA DE LACLAU Y SUS LIMITACIONES: ANALIZANDO AL POPULISMO COMO UN EJERCICIO DE PODER GUBERNAMENTAL

 

Introducción

El populismo se ha convertido en el rasgo más saliente de la vida política de las democracias contemporáneas. La irrupción populista supuso el fin del consenso ideológico alrededor del modelo poliárquico que había dominado los debates sobre democratización en América Latina. Dicho consenso pregonaba el mejoramiento de la calidad institucional de los regímenes establecidos a fin de eventualmente promover una “segunda transición” hacia una poliarquía representativa (O´Donnell, 1992; Schmitter, 2009). El populismo radical propuso una hoja de ruta diferente hacia un modelo alternativo de democracia. Fue Ernesto Laclau quien desarrolló la teoría más sofisticada y comprensiva de lo que podría considerarse como la teoría democrática del populismo. Laclau considera que el populismo expresa la quintaesencia de la democracia y que, por lo tanto, es imperativo rescatar al concepto de la posición marginal a la que había sido consignado por la teoría política mainstream a fin de colocarlo en el centro de la reflexión contemporánea sobre democracia (Laclau, 2005, p. 19).

La teoría de Laclau es un detallado y profundo análisis acerca de la racionalidad política del populismo, es decir, una descripción de lógica de estructuración de la vida política que distingue al populismo como fenómeno político. Para Laclau, la lógica de identificación populista representa la más pura expresión de la lógica democrática, puesto que considera que la construcción de un pueblo es el acto político democrático por excelencia. Es por ello que señala que no hay intervención política que no sea en cierto grado populista, aunque no todos los proyectos políticos puedan ser considerados igualmente populistas (Laclau, 2005, p. 154). Su bien lo anterior sugiere que las dinámicas democráticas están inevitablemente impregnadas de elementos populistas, es importante distinguir sus diferentes gradaciones en función de la intensidad y extensión que los estilos y discursos populistas alcanzan en cada contexto particular (Canovan, 2005, pp. 74-78).

Este artículo se centra en las expresiones extremas de populismo que han sido denominadas como populismo radical (De la Torre, 2000, cap. 5; Mudde y Kaltwasser, 2007, p. 31), y más específicamente, en la lógica del populismo radical como ejercicio de poder gubernamental. Lo anterior significa, por un lado, dejar una amplia variedad de fenómenos que, como señalan Laclau o Canovan, contienen ingredientes populistas sin devenir, necesariamente, plenamente populistas (Canovan, 2005; Laclau, 2005). Hay expresiones de populismo que pueden coexistir con un régimen poliárquico o que carecen de la ambición fundacional que caracteriza a las expresiones más radicalizadas del fenómeno. La concepción de adversario sobre la que se estructura la noción de política agónica que promueven proponentes de cierto populismo de izquierda (Mouffe, 2019), por ejemplo, es muy distinta de la de enemigo que organiza el modelo antagónico del sobre el que se estructura el populismo radical. El primero puede convivir con la institucionalidad democrático representativa  mientras que ese no es generalmente el caso en las expresiones de populismo radical.  Gino Germani calificaba al gobierno de Hipólito Yrigoyen como un caso de populismo liberal que no aspiraba a trascender el marco democrático-representativo sino más bien a su plena actualización (Germani, 1979).  Lo mismo puede decirse de lo que Margaret Canovan denomina como “el populismo de los políticos” que está asociado a una situación de debilitamiento de los partidos políticos y donde un liderazgo neutral aparenta servir los intereses del pueblo (Canovan, 2005; pp. 77-78). No es ese el caso de los populismos radicales, en los que la lógica antagónica fomenta una dinámica muchas veces hostil al pluralismo político.

El presente análisis también deja de lado al populismo fuera del poder, ya sea que el mismo se exprese como un movimiento social contestatario (Mudde y Kaltwasser, 2017; p. 46; Urbinati, 2014; pp. 129-130) o como una estrategia política al que partidos políticos u outsiders apelen para acceder al poder (Barr, 2009; Mayorga, 2006). El foco del análisis estará centrado, en cambio, en cómo la lógica antagónica del populismo radical (que Laclau teoriza), de ser mantenida una vez que se accede al poder, muta en una lógica específica de ejercicio del poder.[1] La transición del populismo como movimiento al populismo como gobierno abre la posibilidad de que los recursos del Ejecutivo se pongan al servicio de la construcción de un régimen populista.

Las ambiciones fundacionales del populismo radical ponen en marcha procesos de hibridación democrática que pueden, bajo ciertas condiciones, desembocar en un régimen autoritario. Sin embargo, el autoritarismo no es sino uno de los posibles resultados. Dado que dichos procesos de hibridación se implementan en un contexto democrático, pueden enfrentar todo tipo de resistencias (institucionales, electorales, sociales) lo que puede derivar a un sinfín de situaciones de imbricación de impulsos democratizantes y autocratizantes.

 

La irrupción populista y el fin del consenso liberal de la tercera ola: El populismo como teoría democrática

La globalización que el populismo ha experimentado ha terminado instalándolo como el fenómeno político más relevante de las primeras dos décadas del siglo XXI en el mundo democrático (Arnson y De la Torre, 2013; Moffit, 2016; Rivero, Zarzalejos y Del Palacio, 2018; De la Torre, 2019), hasta el punto que Pierre Rosanvallon ha anunciado (quizá prematuramente), que el populismo se ha convertido en la ideología dominante de este siglo (Rosanvallon, 2020). La irrupción populista puso fin al clima triunfal que caracterizó a los procesos de democratización de la denominada tercera ola, triunfalismo que impulsó a Francis Fukuyama a interrogarse si no nos encontrábamos frente al inicio de una era post ideológica marcada por el triunfo normativo de la democracia liberal (Fukuyama, 2006; Huntington, 1991).

La crisis y el descrédito de los regímenes autoritarios y las transformaciones que tuvieron lugar en el contexto internacional (Huntington, 1991; pp. 85-100) parecían dar asidero a las especulaciones de Fukuyama: las democracias de la tercera ola estuvieron marcadas no solamente por el reclamo por elecciones libres sino también por la exigencia de hacer realidad la defensa de los derechos humanos y del estado de derecho (Cleary, 2007; O'Donnell, 1999; Peruzzotti 2002; Schedler, Diamond, y Platner, 1999). La llegada del populismo radical puso fin a la ilusión del triunfo definitivo del liberalismo político, reabriendo el conflicto ideológico que en el presente asume la forma de una disputa interpretativa al interior del mundo democrático más que el de una competencia entre principios de legitimidad alternativos. De esta forma, el consenso democrático de la tercera ola llega a su fin, aunque sólo parcialmente, puesto que la democracia permanece como único parámetro de legitimidad aceptable.

Si bien el populismo reactiva el conflicto ideológico dentro del mundo democrático, el mismo tiene a la legitimidad democrática como límite. Es por ello que el calificar apresuradamente al populismo como abierto autoritarismo puede llevarnos a una visión que ignora la novedad de la situación, la cual está caracterizada más por los fenómenos de hibridación o desfiguración de la democracia que por el abierto autoritarismo (Bogaards, 2009; Diamond, 2002; Gervasoni, 2020; Levistky y Way, 2003; Petrov, 2013; Urbinati, 2014). El populismo es un fenómeno que se desenvuelve en los grises que separan el blanco y negro del contraste democracia versus autoritarismo. El epicentro de los populismos contemporáneos es el mundo democratizado: el populismo radical se origina en el seno de sociedades que han abrazado la legitimidad democrática pero cuyos sistemas políticos enfrentan profundas crisis de representación. Lo anterior no significa ignorar los impulsos autocratizantes que caracterizan muchas de las experiencias de populismo en el poder y que resultan en la puesta en marcha de un proceso de hibridación o desfiguración del régimen democrático vigente. El populismo radical puede eventualmente devenir en dictadura, pero en ese devenir inevitablemente cambia su esencia. Recurrir a un arsenal conceptual que lo equipare automáticamente a otras expresiones autoritarias, por lo tanto, nos hace perder de vista la originalidad de la presente coyuntura política marcada por la proliferación de los denominados regímenes híbridos.

El trabajo de Laclau, La Razón Populista, representa el intento más articulado de elaboración de una teoría democrática organizada alrededor del concepto de populismo (Laclau, 2005). En dicho libro, Laclau desarrolla una sofisticada teoría acerca de las condiciones que generan la posibilidad de una ruptura populista y de las condiciones que deben estar presentes para que una estrategia populista de identificación sea exitosa.  Su énfasis en la identificación populista como respuesta a una crisis de la institucionalidad representativa remite a la distinción Schmittiana entre identificación y representación como vías alternativas para lograr la unidad política (Schmitt, 2008; 1988). En Laclau estas dos vías se presentan, respectivamente, en la contraposición entre formas "institucionales" y "populistas" de constitución de identidades políticas (Laclau, 2005; p. 81). La lógica de la institucionalización, afirma, es una de 'diferencia', es decir, refiere a un tipo de dinámica que mantiene separadas a las demandas sociales entre sí. La cuestión relevante para cualquier régimen representativo, en su opinión, no es si el sistema institucional puede absorber o no demandas, sino la capacidad que tiene este último para procesarlas aisladamente unas de otras: "Llamaremos a una demanda que, satisfecha o no, permanece aislada como demanda democrática" (Laclau, 2005; p. 74).

Por el contrario, la estrategia de identificación se construye a partir de establecer una cadena de equivalencias que agrupa demandas insatisfechas bajo el ambiguo significante de pueblo. La identificación populista supone un proceso de construcción antagónica de un pueblo, es decir, una construcción identitaria basada en el no reconocimiento de una parte de la comunidad política (Laclau, 2005; p. 73). El pueblo, nos dice Laclau, es parte de la comunidad que se ve a sí misma como la única totalidad legítima (Laclau, 2005; p. 81). La política antagónica que la noción populista de pueblo promueve contrasta así con el ideal de reconocimiento universal que inspira el concepto de ciudadanía.[2]

Laclau enumera una serie de condiciones que deben estar presentes para asegurar el éxito de cualquier operación populista de identificación. En primer lugar, una crisis de representación o de incorporación que dé lugar a demandas sociales insatisfechas. La emergencia de la brecha entre el desempeño institucional y las demandas y aspiraciones de grupos sociales específicos es un prerrequisito para el surgimiento del populismo. Debe haber una percepción de que ha surgido una brecha la cual impide la continuidad armoniosa de lo social: “Sin esta ruptura inicial de algo en el orden social… no hay posibilidad de un antagonismo, una línea divisoria, o, en última instancia, el pueblo” (Laclau 2005; p. 85). En segundo lugar, que esas demandas sociales insatisfechas sean exitosamente articuladas por el discurso populista, es decir, que el discurso logre establecer una relación de equivalencia entre las mismas. En tercer lugar, la construcción y mantenimiento de un enemigo siempre acechante que mantenga viva la llama de la polarización. Lo que prima en esta estrategia de identificación política no son los contenidos programáticos sino la capacidad de tracción antagónica que contengan los significantes vacíos. Como argumenta Andrew Arato en su perspicaz crítica de Laclau, "La vaguedad de la ideología es compensada por la intensidad del antagonismo. La ausencia de identidad real se compensa con lazos afectivos, libidinales, amor por el líder y amor por todos aquellos a quienes el líder realmente ama" (Arato, 2013; p. 160).

Lo anterior supone también que dicho proceso es indiferente con respecto a los principios de validez a los que se recurre para legitimar la autoridad del líder. Si bien Laclau explicita su preferencia por un populismo de izquierda capaz de convivir con las estructuras del liberalismo político, admite que debido a la naturaleza formal y ambigua de su concepción del populismo, las estrategias de identificación populista generan un significantes ideológicamente diversos: “entre el populismo de izquierda y el de derecha existe una tierra de nadie que se puede cruzar, y se ha cruzado, en muchas direcciones" (Laclau, 2005; p. 87).

Se puede extender el argumento acerca de la impredecibilidad de los resultados ideológicos de una intervención populista al plano institucional: el populismo no solamente supone una apuesta incierta ideológicamente sino también en cuanto al tipo de régimen resultante. Si bien no toda intervención populista implica una ruptura de la institucionalidad democrático-representativa, los populismos radicales tienden a erosionar aspectos centrales del régimen representativo como el principio de separación de poderes, el sistema de pesos y contrapesos, los mecanismos de control, y la autonomía de la esfera pública, de la sociedad civil y de los medios. Por no mencionar los casos abiertamente dictatoriales que aparecen mencionados en su libro que incluyen desde el régimen de partido único chino al Estado Novo brasilero (Laclau, 2005; p. 91).

El privilegiar la intensidad antagónica de los significantes sobre cualquier otro criterio contrasta con la aspiración de Laclau de otorgar credenciales de teoría democrática a su concepción del populismo. Si la naturaleza del proceso de identificación populista no puede garantizar que una ruptura populista tenga invariablemente un resultado democratizante, entonces la teoría laclauniana es inadecuada en tanto teoría democrática.  Lo que nos provee Laclau es un sofisticado análisis del populismo como estrategia discursiva a la que pueden recurrir movimientos o liderazgos que aspiran a acceder al poder o, al menos, a cuestionarlo desde el campo de la sociedad civil. Pero su teoría no puede dar cuenta sobre qué es lo que hacen los líderes con el poder una vez que éstos lo han alcanzado.

Laclau nos muestra la potencial efectividad que el populismo tiene como estrategia política de desestabilización de la institucionalidad vigente, pero su teoría no tiene nada que decir sobre el populismo como estrategia de recreación de un orden político. Si uno toma en cuenta los esfuerzos fundacionales de varios de los populismos radicales, el balance democratizador es cuestionable en el uso que esos gobiernos generalmente hacen de los recursos estatales para arrinconar a las voces opositoras en el poder legislativo, los medios (Waisbord, 2013) y la sociedad civil o para promover reformas constitucionales que están guiadas por una lógica de imposición (Arato, 2019; Petrov, 2021), hace insostenible mantener la afirmación de que el populismo expresa la lógica paradigmática de la democracia, independientemente de que algunas de sus políticas públicas puedan suponer avances democratizantes. Si bien en ciertos casos los populismos no devienen en autoritarismo y algunos de ellos promueven reformas inclusivas, es difícil determinar conceptualmente cuál será el resultado de cierta intervención populista. En los términos propuestos por Laclau, la estrategia populista como vía de democratización de las democracias existentes es una apuesta altamente riesgosa puesto que la moneda puede indistintamente caer del lado de la democracia o del autoritarismo. La teoría de Laclau nos ofrece una conceptualización sofisticada acerca de la estrategia de identificación populista como herramienta para desestabilizar un orden y acceder al poder, pero es muda en todo lo que refiere al populismo en el poder. Su modelo está más cercano a una teoría del cambio político revolucionario que de la democracia, dado que la misma no puede especificar la naturaleza del orden institucional a la que la intervención populista da nacimiento.

La teoría del populismo de Laclau es parte de un conjunto más amplio de teorías que buscan rehabilitar la noción de poder constituyente (Wenman, 2013; p. 9). Wenman distingue entre dos conjuntos de teorías: las democrático-radicales y las del agonismo democrático. La diferencia entre ambas, argumenta, es la radicalidad que le atribuyen a la capacidad creativa del poder constituyente con respecto al poder instituido: los teóricos alineados en la perspectiva de la democracia (o populismo) radical no admiten que el poder del demos deba ser cercenado por las estructuras institucionales existentes, mientras que los segundos están dispuestos a conceder entidad al poder constituido: las intervenciones constituyentes no suponen un momento de total ruptura revolucionaria sino como un acto que simultáneamente expande un preserva al orden institucional (Wenman, 2013; p. 9).[3]

La concepción del poder constituyente que subyace en la teoría del populismo radical supone un giro radical con respecto a la agenda de perfeccionamiento del orden institucional vigente que inspiraba al paradigma de la calidad democrática. La intervención populista rompe con la correlación “democratización = institucionalización” que postulaba que el fortalecimiento de la democracia estaba intrínsecamente ligado al fortalecimiento institucional (Peruzzotti, 2017). La teoría de Laclau celebra a la intervención populista como un acto de ruptura en el que el poder creativo del demos se expresa en la figura carismática del líder, sin aportar ninguna referencia acerca del orden institucional a que va dar lugar esa intervención. Lo anterior supone un dramático giro de timón en la discusión política y conceptual, donde la preocupación sobre el gobierno limitado que inspiraba la agenda liberal en la tercera ola es reemplazada por la celebración del espíritu de transformación del presidente electo, puesto que en su figura se encarna la voluntad popular. No hay que asumir, por tanto, una posición apologética para con las supuestas infracciones que los líderes populistas eventualmente generan para dar vida a una forma más auténtica de democracia. Lo anterior revierte el llamado a fortalecer la estructura de rendición de cuentas del gobierno representativo, llamado que tenía como objetivo primordial contener la discrecionalidad del poder ejecutivo y sus reiterados avances sobre los otros poderes del estado y de las agencias de accountability asignadas (O´Donnell, 1992; 1994). Las ambiciones refundacionales del populismo radical no aspiran a mejorar el sistema existente sino a trascenderlo, aspiración que se expresa en el énfasis de los populismos radicales en el gobierno por poner en marcha procesos constituyentes caracterizados por una lógica de imposición en la que la voluntad del líder prevalece sobre la asamblea constituyente o el congreso (Arato, 2017; pp. 37-8; Blokker ,2019; Corrias, 2017).

De esta manera, la teoría del populismo radical propuesta por Laclau invierte las interpretaciones canónicas del populismo de mediados del siglo XX. Estas últimas, si bien reconocen el impulso democratizador de regímenes como los de Cárdenas, Perón o Vargas, acompañan dicho reconocimiento con una condena a las formas político-institucionales a las que esos gobiernos recurrieron para impulsar los procesos de inclusión social y política.[4] En esos análisis, el populismo ocupaba un sitial similar al que hoy ocupa el concepto de democracia delegativa (O’Donnell, 1994): los regímenes nacionales populares a los que había dado nacimiento la irrupción populista eran considerados, como lo es hoy la variante delegativa de poliarquía, una forma sub-óptima de régimen. Tanto en la teoría clásica de la modernización que enmarcaron los análisis del populismo latinoamericano de la segunda ola como en la literatura sobre mejoramiento de la calidad democrática de los regímenes realmente existentes que emergieron como resultado de la tercera ola, el régimen democrático-representativo aparece como el modelo a emular (Germani, 1979; O´Donnell, 1995). En la concepción de Laclau, en cambio, el populismo no aparece como una versión sub-óptima de democracia sino como la expresión última de la misma.

 

 

Más allá de la dicotomía entre poder y constituyente y poder constituido    

El intento de rescate de la noción de poder constituyente que está supuesta en la teoría del populismo radical como expresión de lo político (Laclau, 2005; pp. 117, 222) se basa en una falsa contraposición entre creatividad política e institucionalidad. El populismo comparte la lógica de lo político que consiste en desafiar y trascender el orden instituido. El principio de soberanía popular se disocia de la constitucionalidad que lo hace posible para encarnarse en un liderazgo que se concibe como el pueblo mismo y por tanto, por encima de las restricciones que la institucionalidad vigente le impone a todo gobernante. De esta manera, el concepto de soberanía popular del populismo se piensa de manera disociada a la de régimen político. Algo similar, pero a la inversa, sucede en el elitismo competitivo: en dicha concepción el orden instituido se vacía de cualquier referencia normativa al principio de soberanía popular al punto tal que el objetivo de dicho modelo es desacoplar al sistema político de todo influjo que venga de las masas (Schumpeter, 1942; Almond y Verba, 1965). La democracia se reduce al orden instituido; a un procedimiento de selección de los liderazgos gubernamentales vía la competencia electoral. El corolario es que en ambas versiones, el concepto de accountability democrático queda reducido a su mínima expresión, lo que da lugar a una dos variantes de elitismo: el oligárquico y el plebiscitario.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                          

¿Cómo articular productivamente esas dimensiones de la política sin asumir el debilitamiento unilateral de una de ellas? Una respuesta adecuada requiere del desarrollo de un marco conceptual capaz de articular productivamente ambas dimensiones de la política de manera de evitar los problemas que nos plantean las dos formas límites de lo democracia anteriormente mencionadas: o la reducción de la democracia a un régimen institucional incapaz de darle lugar a la dimensión creativa de la política constituyente, o una concepción autoritaria del poder constituyente que termina erosionando la institucionalidad garante de la libertad política y, con ello, la posibilidad de ejercer agencia ciudadana. Es necesario desarrollar una concepción de la política constituyente que, sin renegar de su papel creativo y transformador, pueda convivir y desarrollarse en el marco de la institucionalidad democrática, expandiéndolo y renovándolo. En síntesis, hace falta una teoría democrática del poder constituyente, es decir, una concepción de política constituyente que la ubique dentro y no fuera de la institucionalidad democrática. 

Es el principio de accountability democrático el que permite articular productivamente ambas dimensiones. Lo anterior supone desarrollar una noción más densa del término, que requiere ir más allá del concepto liberal de gobierno limitado que marcó con su impronta los debates regionales. El argumento sobre democracia delegativa constituyó un saludable esfuerzo por distinguir un subtipo de régimen poliárquico cuyas dinámicas estaban condicionadas por la inefectividad del Estado de Derecho (O´Donnell, 1994; O'Donnell, Iazzetta y Quiroga, 2011). De dicho diagnóstico surge una agenda de perfeccionamiento democrático que se estructura fundamentalmente alrededor de la necesidad de reforzar la dimensión legal de la rendición de cuentas (Schedler, 1999). En este punto, la crítica populista tiene razón al argumentar que tal enfoque ignora la dimensión propiamente política de la noción de accountability así como los déficits representativos que los actuales sistemas políticos (Peruzzotti 2014).

La crítica populista se concentra en el otro déficit de las democracias actuales, déficit que conlleva al desacoplamiento del sistema político con respecto a las demandas de diversos sectores. La crítica populista no es original: existe una extensa literatura acerca de la crisis o metamorfosis de la representación que se traduce mayormente en sistemas de partidos que van perdiendo arraigo social, volviéndose incompetentes a la hora de canalizar institucionalmente las demandas ciudadanas (Dalton, 2007; Maier, 2013; Schmitter, 2001). Cuando a los problemas de crisis de representatividad se les suma una dinámica económica que -paralelamente- genera exclusión social nos encontramos frente a un escenario proclive a intervenciones políticas que, invocando el principio de soberanía popular, interpelan a aquellos que se sienten excluidos. El populismo radical apela a aquellos sectores que se sienten relegados política y/o socialmente con un discurso fundacional que promete poner fin a dicho statu quo. Ese intento viene muchas veces acompañado de la erosión de elementos que son constitutivos de todo régimen democrático. Las consecuencias autocratizantes de las políticas de hibridación democrática han sido ampliamente documentadas por los análisis de los populismos radicales contemporáneos (De la Torre, 2017; Landau, 2018; Weyland, 2013). Al mismo tiempo, es importante reconocer que esos esfuerzos de hibridación institucional confrontan obstáculos y resistencias diversas (Argentina, Bolivia, Ecuador), tanto a nivel institucional como social y electoral, y sólo en ciertos casos han derivado en una situación de autoritarismo (Venezuela).[5]

La estrategia de hibridación está inspirada en una noción problemática del poder constituyente. El líder populista se presenta como la personalización de un poder constituyente que se concibe como unitario y soberano (Arato 2017: 1). En nombre de esa autoridad, que supone privar de legitimidad a cualquier oposición, es que se pone en marcha un proceso de desmantelamiento de toda instancia institucional que oponga resistencia a la voluntad presidencial. La estéril contraposición entre poder constituyente/constituido termina dando por tierra muchos de los logros que el reconocimiento del principio de accountability gubernamental que sirvió de inspiración a luchas ciudadanas durante los procesos de democratización de la tercera ola, así como a la agenda de perfectibilidad de las nuevas democracias. En este sentido, es necesario expandir la noción de accountability más allá del modelo de gobierno limitado, de manera de incorporar las cuestiones que dan origen a las intervenciones populistas. Lo anterior supone reforzar la dimensión propiamente política del concepto para poder reflexionar no solamente sobre los déficits de estado de derecho sino también de los propiamente democráticos.

 

Del accountability legal al accountability democrático

Una noción adecuada de accountability democrático debe de ir más allá de la noción de gobierno limitado sobre la que se apoya buena parte del enfoque de calidad democrática y, al mismo tiempo, preservar dicha agenda e incorporar la dimensión propiamente política del término. La noción de accountability no se puede reducir a la función de control y/o limitación de los gobiernos, sino que debe incluir también mecanismos que fomenten la agencia ciudadana. Lo anterior no implica desmerecer o ignorar la recuperación del ideal de gobierno limitado que tuvo lugar en la última ola democratizante. Los trabajos de O’Donnell proveyeron el marco conceptual de ese modelo y contribuyeron a tematizar los problemas que la ineficacia de la ley genera: la colonización del estado y de la sociedad civil por circuitos privatizados de poder y de los poderes judicial y legislativo por parte del ejecutivo. Este modelo destaca la relevancia del Estado de Derecho para la creación de un escenario favorable a la agencia ciudadana, aunque sin enfatizar el papel que cumplen las estructuras de intermediación en la generación de gobiernos receptivos. El enfoque de calidad de la democracia se movió dentro de los confines de esta comprensión del término, centrando su atención en las deficiencias que los mecanismos horizontales presentaban en las nuevas democracias y que dificultan el acoplamiento entre dinámicas gubernamentales y las normas constitucionales, legales y normas administrativas vigentes. El énfasis en la dimensión legal de la rendición de cuentas es comprensible, dada las circunstancias históricas que precedieron a la apertura democrática en países de América Latina cuya experiencia autoritaria estuvo marcada por el terrorismo de estado, experiencia que  puso a la cuestión del gobierno limitado y la supresión de enclaves autoritarios como uno de los ejes estructurantes de la agenda política (Brinks, 2008; Maravall, 2003; Schedler, Diamond, y Platner, 1999; Mendez, O´Donnell y Pinheiro, 1999; Peruzzotti y Smulovitz, 2002).

La dimensión propiamente política de la rendición de cuentas, si bien está presente en el esquema propuesto por O’Donnell, se interpreta fundamentalmente como la celebración de elecciones libres, regulares y competitivas. Dado que las transiciones habían resultado en la celebración regular de elecciones regulares, libres y honestas, la cuestión del accountability político quedó relegada de la agenda de los estudios de democratización.[6] Hay, por supuesto, muchos argumentos para apoyar la presuposición de que las elecciones son el mecanismo por excelencia que los ciudadanos tienen a mano para controlar a sus representantes (Manin, 1997; p. 174; Przeworski, 2010; p. 189). Sin embargo, también se plantean dudas acerca de la idoneidad de las elecciones como una herramienta de accountability político. Puede existir circunstancias que afecten el desempeño de las elecciones como instrumento de control ciudadano, como ser la inexistencia de alternativas políticas viables a los candidatos oficiales, partidos políticos débiles o la ausencia de un sistema de partidos bien estructurado (Mainwaring, Bejarano, y Pizarro, 2006; Mainwaring y Scully, 1995, Moreno, Crisp y Shugart, 2003; Stokes, 2001). Hay autores que plantean objeciones aún más sustanciales, argumentando que las elecciones son estructuralmente inadecuadas como herramienta de control popular de los gobiernos (Manin, Przeworski y Stokes 1999; p. 5; Przeworski, 2006). A la luz de los anteriores argumentos, es posible inferir que una democracia organizada alrededor de una concepción clásica de accountability (controles legales horizontales + mecanismos políticos electorales verticales), producirá bajos niveles de receptividad política como de control legal.

Sin embargo, no todas las democracias han permanecido indiferentes a los déficits de rendición de cuentas: varias de ellas han puesto en marcha procesos de innovación y experimentación democrática que sumaron prácticas y mecanismos que no figuraban en la lista original de los manuales clásicos de ciencias políticas sobre el accountability gubernamental (Avritzer, 2009; Fung y Wright, 2003; Smith, 2012; Peruzzotti 2014). Esos procesos de innovación han enriquecido la caja de herramientas que los ciudadanos tienen a su disposición para promover el accountability gubernamental, aunque muchas veces el diseño y expansión de los mismos ha seguido un patrón que ha sido calificado como “caleidoscópico” (Welp y Whitehead, 2011). Como resultado, los ciudadanos ahora tienen a mano una variedad de lugares/espacios para hacer escuchar sus reclamos y para controlar a los funcionarios gubernamentales: organizaciones de vigilancia informal para exponer y documentar irregularidades gubernamentales, el establecimiento de diferentes formas de supervisión articulada que combinan recursos horizontales y sociales, la creación de instancias de participación institucionalizada como consejos sociales, presupuestos participativos o conferencias de políticas nacionales, el crecimiento y expansión de organizaciones de interés público para presionar al gobierno a través del lobby, el activismo judicial por parte de organizaciones de la sociedad civil, etc. Sin embargo, dichos espacios se han desarrollado desordenadamente y mayormente a nivel local, complejizando[7] y ampliando las instancias de representación al agregar nuevas instancias y circuitos, pero sin presentar un modelo alternativo ni suficientemente articulado con los circuitos representativos ya existentes. El resultado es un ejercicio más complejo de la rendición de cuentas, donde la misma ya no puede pensarse como una prerrogativa de un número reducido de agencias estatales ni limitada al llamado ocasional a elecciones: en las últimas décadas se ha agregado una multiplicidad de actores sociales y herramientas institucionales que obliga a repensar cómo se ejercita la rendición de cuentas en las democracias contemporáneas. La crítica populista no agrega nada nuevo en cuanto a la forma de pensar la rendición de cuentas sino que, más bien, la oblitera pues representa una apuesta por un hiper-electoralismo (marcado por la convocatoria a elecciones, referendos, consultas y a un estilo de gobierno de campaña permanente, Jakobs, Akkerman, y Zaslove, 2018; Rosanvallon, 2020; Conaghan y De la Torre, 2008; Urbinati, 2019) que no está estructurado alrededor de una lógica de accountability sino de plebiscitarismo en la cual la función de las elecciones y referendos es certificar la adhesión de la audiencia a la persona del líder que encarna al pueblo “adecuado” (Urbinati, 2019; pp. 168, 192). Esa forma plebiscitaria -que vincula por medio de los mecanismos electorales al líder directamente con el pueblo- devalúa las estructuras de intermediación representativa. La respuesta a la crisis de representación no debe consistir en una simplificación y distorsión plebiscitaria de la práctica representativa sino en una complejización de las estructuras de intermediación. Son estas las que aseguran el ejercicio de la rendición de cuentas.

Una noción democrática de accountability puede ayudarnos a superar la comprensión antagónica de la relación entre poder constituyente y constituido. Tal noción debe construirse en torno a la tensión que -inevitablemente- caracteriza la relación entre esas dos dimensiones entrelazadas de la política democrática: a través de diversos mecanismos y arenas de rendición de cuentas se garantiza una presencia continua al poder constituyente. La política constituyente no queda relegada a irrupciones ocasionales y generalmente disruptivas del orden institucional que tienen lugar en momentos excepcionales (sean momentos fundacionales de creación de un orden político o en momentos de profundo desorden institucional) sino que se transforma en una presencia permanente de la vida pública. Si la representación, como argumenta Nadia Urbinati, “...designa una forma de proceso político que está estructurado en términos de la circularidad entre las instituciones y la sociedad...” (Urbinati, 2006; p. 24), en una comprensión democrática del término de accountability, la principal función de los mecanismos de rendición de cuentas es el de efectivizar dicha circularidad.

 

 

 

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[1] Sobre acceso y ejercicio de poder como lógicas distintivas ver Mazzuca (2010).

[2] Concepto de ciudadanía que el denominado agonismo democrático comparte: lo que distingue a un adversario de un enemigo, es precisamente que los primeros comparten su afiliación a una comunidad estructurada alrededor de los principios de igualdad y libertad sobre los que se estructura el moderno status de ciudadanía (Mouffe, 2015; p. 7).

[3] Conceder entidad al poder constituido le quita radicalidad (e intensidad) al proceso de identificación que Laclau describe como característico del populismo. La conversión de los enemigos en adversarios supone aceptar la legitimidad de los oponentes y del orden que hace posible esa confrontación agonista (Mouffe, 2013; p. 7).

[4] Sobre la ambigüedad que caracterizaba el análisis académico acerca de los resultados democratizantes de las experiencias clásicas de populismo en América Latina ver De la Torre, 2000; pp. 1-27.

[5] Bajo el mando de Nicolás Maduro, Venezuela ha experimentado una regresión autoritaria. Mientras que otros casos de populismos contemporáneos se caracterizan por preocupantes iniciativas de hibridación institucional en ciertas áreas como el control de los medios o el copamiento las agencias de accountability gubernamental, en la mayoría de ellos no resultaron en un drástico cambio de régimen hacia la dictadura, tal como sucede en la Venezuela contemporánea. En la Argentina de los Kirchner, por ejemplo, muchas de las iniciativas de hibridación institucional fracasaron debido a la resistencia de la sociedad civil o de actores institucionales.  A pesar de su apoyo entusiasta a los Kirchner, Laclau consideraba que el kirchnerismo había sido un “populismo a medias” por su incapacidad de lograr un proceso de identificación populista exitoso. De hecho, a lo largo de los años, Laclau repetidamente los alentó para radicalizar su estrategia y discurso político para fomentar la partición política de la sociedad argentina en dos campos políticos claramente demarcados como había ocurrido en la Venezuela de Chávez o bajo el peronismo clásico. Sin embargo, por diversas razones, entre ellas las resistencias institucionales y sociales que tal proyecto tuvo que enfrentar, tal objetivo nunca fue logrado (Peruzzotti 2015).

[6] Eso a pesar de que el argumento sobre democracia delegativa no solamente señala déficits de accountability horizontal sino también de intermediación, que son los que hacen posible esa forma particular que adquiere el accountability electoral en los ciclos delegativos (O’Donnell, 1994).

[7] Tal como argumenta David Plotke, los logros obtenidos por los movimientos democráticos tienden a complejizar el proceso de toma de decisiones políticas. Es por tanto erróneo identificar a la democracia con simpleza: el campo de política mediada tiende más bien a crecer en complejidad como resultado de la innovación democrática (Plotke, 1997; p.  24).