BIBLIOTECAS POPULARES A DEBATE. ESTADO Y BIBLIOTECAS EN LA PROVINCIA DE BUENOS AIRES (1874-1880). 

María de las Nieves Agesta

Centro de Estudios Regionales “Prof. Félix Weinberg” (CER)

Depto. De Humanidades, Universidad Nacional de Sur (UNS)

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas

y Técnicas (CONICET)

Bahía Blanca, provincia de Buenos Aires, Argentina

 

 

PolHis, Revista Bibliográfica Del Programa Interuniversitario De Historia Política,

Año 13, N° 26, pp. 24-59

Julio- Diciembre de 2020

ISSN 1853-7723

 

Fecha de recepción: 30/6/ 2020- Fecha de aceptación: 12/8/2020

 

 

Resumen

Este artículo propone un recorrido por las medidas que, entre 1874 y 1880, procuraron atender a la cuestión de las bibliotecas populares en el interior de la provincia de Buenos Aires. Sin llegar a constituir una política bibliotecaria en sentido estricto, dichas iniciativas contribuyeron a la definición de un problema que sería encarado de manera orgánica posteriormente. Creemos que las dificultades para establecer una estructura sólida y permanente se debieron a una conjunción de factores. En primer lugar, a la naturaleza del sistema instaurado a nivel nacional en 1870 que planteaba una singular relación entre Estado y asociaciones civiles. En segundo, al proceso de configuración del Estado que se estaba produciendo en paralelo y que conllevaba debates conceptuales y conflictos jurisdiccionales.  Por último, a la falta de especificidad del área que la subordinaba a otras problemáticas y dificulta la formación de elencos idóneos y la asignación de partidas presupuestarias fijas, sometiéndose a los vaivenes políticos y económicos.

 

Palabras Clave

Estado - Políticas Públicas; Asociaciones civiles; Bibliotecas populares Provincia de Buenos Aires

Popular Libraries on debate. State and Libraries in Buenos Aires province (1874-1880)

Abstract

This article analyses the measures that, between 1874 and 1880, attempted to address the issue of popular libraries within the province of Buenos Aires. Without constituting a library policy in the strict sense, these initiatives contributed to the definition of a problem that would be faced organically later. We believe that the difficulties in establishing a stable and permanent structure were due to the combination of various factors. In the first place, due to the particular nature of the system established at the national level in 1870, which posed a unique relationship between the State and civil associations. Second, the state configuration process, both national and provincial, that was taking place in parallel and that involved conceptual debates and jurisdictional conflicts. And, finally, the lack of specificity of the area that subordinated it to other problems and hindered the formation of suitable casts and the allocation of stable budget items, subjecting it to the political and economic fluctuations.

 

 

Keywords

State– Public Policy– Civil Associations – Popular Libraries – Province of Buenos Aires

 

BIBLIOTECAS POPULARES A DEBATE. ESTADO Y BIBLIOTECAS EN LA PROVINCIA DE BUENOS AIRES (1874-1880)

En 1898, Carlos Lemée escribió un ensayo histórico y de balance de la situación de las escuelas y las bibliotecas de la provincia de Buenos Aires hasta ese momento. Este funcionario del área de Instrucción Pública de los partidos del Norte bonaerense, señalaba por entonces la falta de regularidad de las políticas educativas y bibliotecarias allí en donde las instituciones y agencias estatales “se abren y se clausuran para volverse á abrir y á clausurar” (Lemée, 1898, p. 47). Este diagnóstico resultaba aún más certero en lo que a las bibliotecas populares se refería: en efecto, hasta 1938, momento en que se promulgó la Ley Provincial n° 4688 por la cual se establecía la creación de la Dirección General de Bibliotecas bonaerense (Coria, 2017), las medidas de promoción, el corpus legislativo y la estructura burocrática dedicados a estas cuestiones se caracterizaron por su inestabilidad y su discontinuidad. Su elaboración e implementación dependían, entonces, de la voluntad política y de los intereses de los agentes estatales en funciones y estaban sujetas a los cambios gubernamentales, a los enfrentamientos partidarios y a los ciclos económicos.

En este artículo proponemos, por lo tanto, aportar a la escasa bibliografía que se ha ocupado de examinar el papel del Estado en la definición de las políticas bibliotecarias trazando un recorrido por las primeras medidas y organizaciones provinciales que, entre 1874 y 1880, procuraron atender el asunto de las bibliotecas populares en el interior bonaerense.[1] Su asistematicidad y las dificultades que encontró su implementación, impiden hablar en términos de una política bibliotecaria en el sentido estricto.[2] Sin embargo, la importancia de dichas iniciativas radica en su contribución a la definición de un problema que sería encarado de manera orgánica a medida que avanzara el siglo XX. La “cuestión” de las bibliotecas populares, a pesar de haber sido introducida a nivel nacional ya en último tercio del siglo XIX gracias a la acción gubernamental e intelectual de Domingo F. Sarmiento, carecía aún de una identidad propia y, por ende, de una estructura administrativa y legal específica. De acuerdo con ello, la intervención oficial estuvo sometida, mayormente, a la discrecionalidad de los funcionarios y a la disponibilidad de los fondos provinciales.

El período considerado, que se corresponde con la presidencia de Nicolás Avellaneda (1874-1880), fue particularmente conflictivo debido tanto a las crisis producidas como consecuencia de la Guerra del Paraguay y de la epidemia de fiebre amarilla, primero, y de la debacle económica internacional, después, como a los enfrentamientos políticos entre las facciones de autonomistas y nacionalistas porteños por el rol que cabría a la provincia en el nuevo orden. En este sentido, creemos que las dificultades para establecer una estructura estable y permanente de estímulo bibliotecario se debieron a una conjunción de factores de diverso origen. En primer lugar, a la particular naturaleza del sistema instaurado a nivel nacional por Sarmiento en 1870 con la sanción de la Ley n° 419 de protección y fomento de las bibliotecas populares, luego replicado en los territorios provinciales. En él se planteaba una singular relación entre Estado y asociaciones civiles según la cual estas últimas estaban a cargo de la creación y sostenimiento de bibliotecas y el primero se reservaba el rol de fiscalizador y de promotor mediante el otorgamiento de subsidios (Planas, 2017). En segundo, la definición del proceso de constitución del Estado, tanto nacional como provincial, sus dependencias y sus cuerpos burocráticos que se estaba produciendo contemporáneamente. Un análisis de estos asuntos, supone asumir una mirada “desde adentro de Estado” (Bohoslavsky, 2014) que, a pesar de haber constituido una de las principales líneas de indagación en la historiografía argentina de los últimos años,[3] tiene aún un escaso desarrollo en los espacios regionales con excepción, tal vez, de los Territorios Nacionales.[4] Por último y estrechamente ligado a lo anterior, las limitaciones en la formulación e implementación de una política bibliotecaria sostenida, se originaron en la falta de especificidad del sector que lo subordinaba a otras problemáticas, ya fueran educativas o filantrópicas.[5]

Esta hipótesis compleja requiere, consecuentemente, de un análisis que explore múltiples dimensiones. De acuerdo con ello, se propone un trayecto que, partiendo de la situación bonaerense en materia educativa y bibliotecaria en el contexto nacional, aborde los primeros intentos de regulación legislativa, el lugar asignado a las bibliotecas de la campaña en la estructura burocrática y el presupuesto provinciales y, finalmente, los debates parlamentarios sobre el papel que debía desempeñar el Estado en la protección de la cultura y de las artes. Para ello, se recurrirá a fuentes éditas escritas por funcionarios de la época y a documentos oficiales, como censos poblacionales, leyes, anuarios estadísticos, memorias de gestión, mensajes de los gobernadores, actas de sesiones del poder legislativo y presupuestos provinciales. En particular la inclusión de estos últimos permite dar cuenta de la mutabilidad de la estructura burocrática a cargo del sostenimiento de las bibliotecas, así como de las dificultades de encuadrarlo en los departamentos existentes. De igual modo, hacen posible evaluar las diferencias entre los montos asignados a la institución capitalina y a las bibliotecas de la campaña, tanto como las oscilaciones en los importes asignados a ambas en relación con los vaivenes económicos y políticos de la provincia. Los debates parlamentarios, por su parte, habilitan el acceso a la dimensión cualitativa de las decisiones y, por lo tanto, a la reconstrucción de las disidencias dentro de las cámaras que pone en cuestión su representación como entes monolíticos e ideológicamente  homogéneos.

 

Educación y bibliotecas en la provincia de Buenos Aires durante los años setenta

Desde sus comienzos, la década de 1870 parecía augurar un futuro promisorio para las bibliotecas populares en la Argentina. En el marco del proyecto centralizador llevado adelante durante la presidencia de Domingo F. Sarmiento (1868-1874), el Estado nacional asumió un rol activo en la promoción y protección de las instituciones científicas y educativas –sobre todas las ligadas a la escolarización primaria y a la extensión de la alfabetización– cuyo desarrollo se consideraba condición sine qua non para la construcción de una sociedad moderna (Duarte, 2013). Las bibliotecas, entendidas como complemento de la escuela en dicha tarea, recibieron una atención especial de parte del gobierno que otorgó subvenciones para la compra de libros en los Colegios Nacionales, fomentó la traducción de obras y su distribución en el interior del país, estableció convenios internacionales para el canje libre de bibliografía, propició la formación de bibliotecas especiales y fundó la Biblioteca y Depósito de Libros (Sarmiento, 1930).[6]

En septiembre de 1870, esta política se vio reforzada con la sanción de la Ley no 419 según la cual las bibliotecas populares creadas por asociaciones de particulares en distintos centros del país serían auxiliadas por el Tesoro Nacional mediante el otorgamiento de un subsidio que debía emplearse en la adquisición de libros. Para ello, creaba una Comisión Protectora de Bibliotecas Populares que tendría a su cargo la asignación de este beneficio, la inspección y el control de las entidades y la distribución de los textos. Esta norma, fundada en el modelo norteamericano, contribuyó eficazmente a la multiplicación de las bibliotecas populares creadas por el impulso asociativo en todo el territorio y a su crecimiento sostenido hasta mediados de la década.[7] Más allá de las limitaciones que llevaron, finalmente, a su derogación en 1876 (Lucero, 1910), Javier Planas (2017) señala la significación que tuvo la ley, en primer lugar, como respaldo público a las bibliotecas y, en segundo, como origen de la primera formación burocrática de alcance nacional dedicada a la materia. Luego de su eliminación, como señala el autor, la cuestión fue desplazada de la agenda de instrucción pública –al menos, hasta 1908 fecha en que se restableció la norma– provocando el cierre de muchas de ellas y la decadencia de otras que, apremiadas por la escasez de recursos, se volvieron hacia las demás instancias gubernamentales en busca de apoyo.[8]

No obstante el desenlace de la experiencia sarmientina, su ejemplo sentó un precedente que tuvo una impronta fundamental para la configuración del sistema bibliotecario argentino posterior al asignar un rol central a la sociedad civil en la creación y mantenimiento de estos centros de lectura. Su modelo fue también replicado contemporáneamente por los gobiernos provinciales. Entre 1871 y 1874, Catamarca, Santa Fe, Entre Ríos, Mendoza, Corrientes y Buenos Aires aprobaron sus propias leyes análogas a la nacional (Lucero, 1910). Para 1870, con sus 521.538 habitantes, Buenos Aires era una de las regiones más pobladas del país (27% del total), mostrando ya un desequilibrio demográfico entre la capital (198.129 hab.) y el resto de la provincia (323.409 hab.) (Massé, 2013). Es importante precisar que durante los años considerados se produjo una transformación radical del territorio provincial a partir de la federalización de Buenos Aires y de la expansión de la frontera. En el período en cuestión, por lo tanto, la fisonomía de la provincia difería de la actual y la ocupación efectiva del Estado argentino se concentraba principalmente en su zona norte. Los centros urbanos de más de 2.000 habitantes se aglutinaban en torno a la capital y las densidades iban disminuyendo de manera radial hacia el medio del territorio; al sur del Salado, los nodos habitados eran fortines con escasa población, como Tandil y Azul. De acuerdo con Santiago Linares y Guillermo Velázquez (2013), la red urbana era discontinua y se caracterizaba por las grandes distancias demográficas.

De igual modo, los índices de escolarización y de alfabetismo mostraban un desequilibrio notable en favor de la ciudad de Buenos Aires. Si, según el Censo Nacional de 1869, en la provincia el 29,8% de la población sabía leer[9], es necesario precisar que más del 50% de este grupo se hallaba radicado en la capital. Tabla 1, Gráficos 1 y 2]

 

Tabla 1. Población de la provincia de Buenos Aires, según su instrucción (1869)

 

Saben leer

Saben escribir

Van a la escuela

Varones

Mujeres

Varones

Mujeres

Varones

Mujeres

Ciudad de Buenos Aires

48.416

34.586

47.668

32.973

7.681

7.374

Campaña

Norte

11.435

8.584

10.956

7.855

2.199

2.095

Centro

13.858

8.968

12.525

8.185

2.171

2.066

Sur

18.795

10.961

18.229

9.933

2.514

2.263

Subtotales

92.504

63.099

89.378

58.946

14.565

13.798

Totales

155.603

148.324

28.363

Fuente: Primer Censo de la República Argentina verificado en los días 15, 16 y 17 de septiembre de 1869 (1872). Buenos Aires: Imprenta El Porvenir, Tomo 1, p. 62. [Elaboración propia]

Gráfico, Gráfico circular

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Fuente: Primer Censo de la República Argentina verificado en los días 15, 16 y 17 de septiembre de 1869 (1872). Buenos Aires: Imprenta El Porvenir, Tomo 1, p. 62.

 

Así, mientras en la campaña el 22,4% del total de su población tenía competencia lectora, en Buenos Aires el 41,9% gozaba de ella. Como describe Fernando Barba, la situación de la educación provincial era bastante precaria, tanto desde el punto de vista burocrático como cuantitativo. El gobierno escolar se hallaba distribuido entre distintos organismos (Departamento de Escuelas, Sociedad de Beneficencia y Municipalidad de Buenos Aires), la población escolarizada en 1872 era solo del 3,4%, la infraestructura era deficiente y el presupuesto insuficiente. (Barba, 1982, pp. 109-110) Este diagnóstico, que se tornaba más grave en las zonas rurales donde la deserción y la inasistencia eran más acentuadas, impulsó la elaboración y la sanción en 1875 de la Ley de Educación Común que significó la inauguración de una nueva etapa donde este tema era asumido como cuestión de Estado (Lionetti, 2009) y en la cual las bibliotecas populares tenían un lugar destacado.

 

Las bibliotecas en el sistema educativo: las primeras experiencias legislativas

Tal como sucedía con la distribución escolar, las bibliotecas populares de la provincia se hallaban concentradas en Buenos Aires y en los principales centros urbanos de la región norte, allí donde el número de lectores era mayor. La coincidencia entre el mapa de las bibliotecas bonaerense y el de su sistema urbano [Mapas 1 y 2], confirma esta asociación entre expansión educativa, fortalecimiento de la sociedad civil y multiplicación de instituciones culturales. Según Carlos Lemée (1898), la cantidad de bibliotecas populares en 1874 ascendía a 32, siendo Tandil la localidad más alejada de la capital en contar con una entidad de este tipo. Fue en este contexto, en el que Mariano Acosta, luego vicepresidente de la Nación como compañero de fórmula de Avellaneda, firmó un decreto según el cual se reglamentaba por primera vez la distribución de fondos asignados por la Ley General de Presupuesto para subsidiar mensualmente las bibliotecas populares bonaerenses. Mediante su aplicación, el gobierno tuvo como objetivo reforzar los efectos positivos de la ley Sarmiento en la jurisdicción bonaerense que, para entonces, incluía aún la ciudad de Buenos Aires. Los términos de dicho documento reproducían, en gran medida, los de la Ley no 419. Así, para ser incluidas como beneficiarias, las solicitantes debían respetar las condiciones impuestas por esta última: haberse constituido como asociación con los estatutos correspondientes, contar con un capital económico igual a la suma fijada por la subvención, dar cuenta regular del movimiento bibliotecario a la Dirección General de Escuelas, someterse a las inspecciones de los comisionados designados a tal fin y presentar trimestralmente rendiciones de cuentas donde constara la inversión de las cantidades recibidas (Lemée, 1898).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mapa 1. Bibliotecas populares en la provincia de Buenos Aires, 1874

Mapa

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Fuente: Elaboración propia a través de la aplicación online EZmap a partir de los datos extraídos de Lemée (1898).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mapa 2. Sistema urbano bonaerense, 1869..jpg

Diagrama, Mapa

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Fuente: Extraído de Linares y Velázquez (2013, p. 377).

El monto total asignado para cada biblioteca era de $6.000 por año, sería distribuido a razón de $500 por mes e importaría, en función de la situación de ese momento, una inversión anual de $192.000. El Departamento General de Escuelas tendría a su cargo el examen contable, la fiscalización de bibliotecas, el nombramiento de los inspectores, la solicitud de las publicaciones oficiales y demás libros útiles a las bibliotecas de los Ministerios, la distribución de ese material entre las instituciones de la provincia y la rendición regular de su actuación ante el gobierno. De esta manera, las bibliotecas populares eran integradas a la órbita burocrática de un ya de por sí precario sistema educativo.

Más allá del carácter pionero de esta iniciativa, su implementación estuvo obstaculizada, en primer lugar, por los conflictos que protagonizó la provincia en los años posteriores que la condujeron a redireccionar recursos y atención hacia otras áreas. En efecto, el período que se abrió con la Batalla de Pavón en 1861 estuvo marcado por problemas económicos y por los enfrentamientos políticos, incluso armados, entre quienes pretendían preservar la autonomía de Buenos Aires y quienes sostenían la necesidad de fortalecer el Estado nacional subordinando a las provincias. Estas pugnas, que culminaron con la federalización de la ciudad capital, condujeron a crisis frecuentes y sometieron a la provincia a una continua penuria financiera. Asimismo, el proceso de conformación del Estado bonaerense, con la creación de agencias y organismos específicos, la definición de zonas de incumbencia y la designación de personal especializado, se hallaba en desarrollo y la cuestión de las bibliotecas resultaba difícil de encuadrar en las estructuras existentes. Mientras la mayoría de las peticiones de subsidios eran tratadas directamente por el Ministerio de Gobierno, otras eran canalizadas a través de la Comisión de Peticiones de la Cámara de Diputados, junto a las pensiones, becas y contribuciones artísticas y benéficas. De esta forma, aparecerían subordinadas al fallo discrecional de los legisladores y a las habilidades retóricas del miembro informante que daba cuenta de los fundamentos de la recomendación ante la Cámara. Para su aprobación definitiva, los pedidos debían pasar también por la revisión posterior de la Cámara de Senadores que decidía considerando lo debatido en la instancia previa.

En este marco institucional, las confusiones procedimentales eran frecuentes y alcanzaban, incluso, a los funcionarios encargados de la toma de decisiones. Esta indeterminación burocrática era acompañada también por la irregularidad en los pagos y, sobre todo, por la falta de continuidad de los subsidios. Así quedó asentado en el Diario de Sesiones de la Cámara cuando el fundador de la Biblioteca de San Fernando, J. M. Madero, se dirigió a ella en busca de nuevos apoyos. Según Madero,

Hace dos años que el Gobierno Nacional suprimió el otro tanto con que contribuía para la compra de libros, de conformidad á lo dispuesto en el artículo 50 de la Ley de 20 de setiembre de 1870; y un año ha venido ya, en que el de la Provincia nos retiró también la subvención de quinientos pesos moneda corriente, que recibía esta Biblioteca, por reunirse en ella todos los requisitos exigidos en el decreto de 15 de abril de 1874, condiciones que creo honorables señores, no reúne ninguna otra Biblioteca popular.[10]

 

De esta manera, se dejaba también constancia del incumplimiento de lo establecido en la Ley de Educación Común no 988 que se había sancionado en 1875. Esta norma, que en varios elementos anticipó a su homónima nacional,[11] organizó el sistema educativo de instrucción primaria gratuita y obligatoria en la provincia sobre la base de lo establecido en la Constitución de 1873. Con ella, se expresó un “imaginario civilizatorio” que otorgaba un rol fundamental a la educación en la formación de la ciudadanía de una sociedad moderna. El Estado asumía así la función docente, asignando una participación activa a la comunidad en el control de los servicios educativos (mediante la creación de los Concejos Escolares) y racionalizando la administración y la organización del sistema.[12] Este espíritu de colaboración entre Estado y sociedad civil[13] se tradujo también en su reafirmación del modelo de bibliotecas populares, a las que dedicó un capítulo específico. Allí se incluyeron tres artículos (art. 82 a 84) según los cuales se establecía que estas instituciones bonaerenses recibirían de la renta el 25% para destinarlo a la compra de libros siempre y cuando garantizaran el préstamo gratuito y la posibilidad de que la población adquiriera ejemplares de sus acervos bibliográficos. Estos recursos estarían, a su vez, reservados a la reposición del material. La subvención debía ser pedida a la Dirección General de Escuelas por intermedio del Consejo, luego de que le hubieran entregado las cantidades dedicadas a la compra de libros. El total del monto sería remitido a la Asociación Protectora de las Bibliotecas Populares que tenía, por su parte, la función de distribuir los subsidios.[14]

Este texto definitivo, que incluía las modificaciones hechas por el Senado al proyecto aprobado por Diputados,[15] no suscitó oposiciones en el seno de la Legislatura, a diferencia del resto de la ley que ocupó gran parte de los debates de las cámaras durante 1874. En él se retomaban los planteos de José M. Estrada –a la sazón, miembro del parlamento provincial– (Agesta, 2019) para quien el fomento de las bibliotecas era un complemento imprescindible del sistema de educación primaria. Su Memoria sobre la educación común en la Provincia de Buenos Aires (Estrada, 2011) escrita en 1870 incluía, de hecho, un proyecto de ley dedicado al tema que, más allá de compartir sus fundamentos, excedía en alcance y en detalle a la finalmente promulgada por el gobierno provincial. Allí, la ayuda económica oficial que suponían los subsidios era acompañada de una mayor presencia de los organismos y agentes estatales, tanto en materia de control como de asesoramiento.[16]

Poco más de una década más tarde, en 1887 Augusto Belín Sarmiento en su carácter de Director de la Biblioteca Pública de La Plata,[17] resaltaría el fracaso de la ley en este rubro, ya que sus “disposiciones no han sido aplicadas por ineficaces ó tal vez por no haber penetrado la opinión de los hombres dirigentes en tales materias de la imprescindible necesidad que descuidaban” (Belín Sarmiento, 1887, p. 7). Nuevos instrumentos legislativos se sucederían a partir de entonces en un intento por definir, centralizar y sistematizar la política bibliotecaria con poco éxito, al menos hasta 1938. Durante este primer momento, la cuestión careció de especificidad y fue considerada en el marco de las políticas educativas en un lugar subordinado respecto de las escuelas; en 1887, luego de formada la biblioteca de la nueva capital provincial, se pretendería encuadrarlas bajo la jurisdicción de la entidad platense. En uno y otro caso, la creación y principal sostenimiento de los centros de lectura en el interior bonaerense quedarían en manos de las asociaciones de particulares o de las escuelas y los municipios, en menor medida, mientras el Estado provincial se reservaba las funciones de promoción, protección y control de estas instituciones cuando la situación presupuestaria y la voluntad gubernamental así lo resolvía.

 

Las bibliotecas populares en el presupuesto público

En los años 60 y 70 del siglo XIX se produjo en la provincia la consolidación de un ordenamiento institucional que se materializó en la redacción de diversos códigos y en la sanción de una nueva constitución propia, así como en la delimitación de las esferas de incumbencia de las municipalidades y de las distintas agencias estatales (Fasano y Ternavasio, 2013). Hasta 1885, fecha en que se creó el Ministerio de Obras Públicas, el gobierno provincial contó únicamente con dos ministerios, el de Gobierno y el de Hacienda, entre los cuales se distribuían de manera variable todas las reparticiones, dependencias y organismos bonaerenses. Como señalan Barandiarán y D’Agostino (2016), tanto durante este período como durante el posterior, la organización, el funcionamiento y las atribuciones de cada despacho dependieron, en gran medida, de lo establecido año a año por la Ley General de Presupuesto, de acuerdo con la disponibilidad de recursos y los posicionamientos políticos de los sucesivos funcionarios.

En función de ello, se torna imprescindible un análisis de los presupuestos aprobados entre 1874 y 1880[18] a fin de dimensionar el lugar ocupado por la cuestión bibliotecaria en las políticas públicas. En 1874 y 1875, antes de la sanción de la Ley de Educación Común, la biblioteca de Buenos Aires y las del interior eran tratadas en capítulos diferentes de la sección del Departamento de Gobierno: mientras que la primera pertenecía al área de Instrucción Pública, las segundas se hallaban comprendidas en Subvenciones Varias, junto a hospitales, asociaciones benéficas e intelectuales, becas a las artes y las ciencias y suscripciones periodísticas. Por otra parte, en 1874 mientras la entidad porteña recibía $321.000 anuales, las demás en su conjunto eran destinatarias de $180.000, distribuidos en cuotas de $15.000 por mes. Estas sumas aumentaron hasta casi equipararse al año siguiente, alcanzando $361.000 y $300.000 ($25.000 mensuales), respectivamente. En efecto, 1874 fue un lapso fecundo para las iniciativas educativas y culturales, ya que, además de sancionarse el decreto del 15 de abril, se resolvió –no sin debates– la apertura de una Escuela de Música y Declamación oficial y se otorgaron seis becas a “discípulos distinguidos” para completar su formación artística en Europa.[19] De esta manera, el gobierno afirmaba su pretensión de intervenir activamente desde el punto de vista financiero en la promoción de la cultura letrada y estética en la provincia. No obstante ello, sin un presupuesto fijo ni una estructura burocrática estable como la que se establecería luego de la reapertura de la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares a nivel nacional (1908) (Agesta, 2019) y la que se instauraría en la provincia a partir de la creación de la Dirección General de Bibliotecas (1938) antes mencionada (Coria, 2017),[20] estas políticas carecieron de continuidad y pasaron a segundo plano frente a asuntos más urgentes impuestos por las coyunturas.[21]

La crisis internacional y la continuación de las luchas facciosas[22] marcaron el devenir de los años subsiguientes y repercutieron negativamente sobre las finanzas públicas. Como afirma Julio Djenderendjian (2013), la estrecha relación de dependencia que mantenía la economía bonaerense respecto de la internacional, la volvía especialmente vulnerable y la sometía a sucesivos ciclos de prosperidad y de retracción. En 1873 la Gran Depresión que se inició con un crack bursátil en Viena y se extendió por el resto del mundo, tuvo un fuerte impacto sobre el ámbito local debido al cese de los créditos externos y a la creciente inflación. En 1876, de hecho, la situación eclosionó con el cierre de la Oficina de Cambios y la pérdida del 34% del valor del peso en tan solo dos meses. Una política de austeridad y de recorte del gasto público se impuso como medida para enfrentar el déficit de las finanzas provinciales. Así, en el discurso de apertura del período legislativo de 1876, el gobernador Carlos Casares recalcó que,

P.E. adoptó todas las medidas que la prudencia aconsejaba, á efecto de disminuir los gastos, sin perjudicar el buen servicio de la administración.

El resultado de esas medidas ha sido, un ahorro durante el año de 1875, de diez y ocho millones de pesos aproximadamente, es decir, la décima parte del presupuesto general de la Provincia, incluyendo la deuda pública. [23]

A partir de entonces se produjo también una reorganización presupuestaria que eliminó el monto destinado a subvencionar a las bibliotecas populares de la sección general –dependiente, ahora, del Ministerio de Hacienda– y lo incluyó en el capítulo 10 de dicho Departamento, junto al Museo y la Biblioteca Pública y bajo la aparente jurisdicción de esta última. Sin embargo, las discusiones parlamentarias dan cuenta de la indefinición burocrática que aún afectaba a esta área en el interior y que condujeron al Ministro de Gobierno a aclarar, a fines de 1877, que

estas subvenciones á las bibliotecas populares, que aparecen como si fueran administradas por la biblioteca pública, no lo son, porque la biblioteca no tiene en esta materia intervención alguna. Es el Ministerio de Gobierno quien las concede las subvenciones con arreglo a la ley, y en este caso, no hay lógica en que figuren en la biblioteca pública, porque aparece gastándose una cantidad que en realidad no ha visto jamás la dirección de la biblioteca. Conviene, pues, que esa partida figure en el capítulo de las subvenciones.[24]

 

La inequidad en el tratamiento, se tradujo también en los fondos asignados: mientras, a pesar de las reducciones mencionadas, en 1876 la entidad porteña recibió $669.560, las de la campaña vieron disminuido el apoyo estatal que pasó a ser de $120.000 anuales ($10.000 mensual), es decir, un 40% de lo fijado para 1875. Debemos considerar, sin embargo, que ya para ese momento se hallaba vigente la Ley no 988 que en su capítulo VI asignaba un monto especial para estas instituciones. Más allá de esta salvedad, es posible percibir una disminución de la atención prestada a los asuntos culturales que se tradujo también en la falta de asignaciones de becas particulares para artistas. Los años 1877 y 1879 se presentaron aún más adversos para la vida bibliotecaria bonaerense al establecer un presupuesto de $193.200 y $139.200 anuales para la Biblioteca de Buenos Aires. Las del interior, por su parte, recibieron en principio $50.000 mensuales para, luego, desaparecer completamente de la renta.

La situación financiera crítica de la provincia, reiterada una y otra vez en los mensajes de los gobernadores, tuvo, sin dudas, una injerencia sustancial en las decisiones de asignación presupuestaria. Sin embargo, sus oscilaciones no coinciden completamente con las que sufrió el sector bibliotecario y cultural, en general: hacia 1878, la recuperación de los indicadores económicos no supuso una mejoría análoga de los subsidios. Las reducciones tenían su origen, además, en factores de carácter político-ideológico que fundaban diferentes concepciones sobre el Estado y su intervención en la promoción y la protección del sector. Si, en un sentido, la crisis impuso un contexto favorable para la moderación de las ortodoxias librecambistas (Rocchi, 1998) y la adquisición de notoriedad pública de los defensores de la protección de las industrias naturales (Caravaca, 2011) en la esfera económica,[25] en los asuntos “del espíritu” se evidenciaron fuertes cuestionamientos a los proyectos de subvención y de sostén estatal que fueron relegados a un segundo plano y reservados, en su mayoría, a la iniciativa privada.

 

Entre la protección y la prescindencia: debate sobre la acción estatal en materia cultural

Los debates en la Legislatura dan cuenta de la existencia de posturas disonantes en cuanto al rol que el Estado debía asumir en los asuntos culturales, que, esbozadas en los años 70, se profundizaron durante las décadas posteriores. Por supuesto, como señala Hilda Sabato (2016), estas discusiones no atañían de forma exclusiva a estos temas, sino que afectaban también diversos aspectos económicos, sociales y educativos. A partir de la década de 1860 y más allá del consenso en torno a la necesidad de garantizar el “progreso”, la dirigencia nacional y provincial protagonizó reiteradas controversias sobre los alcances de la intervención estatal que se fundaban tanto en influencias doctrinarias diversas como en las condiciones coyunturales. En una provincia convulsionada como la de Buenos Aires anterior a 1880, el lugar que debía atribuirse en las rentas y en la legislación al estímulo de asociaciones y las actividades culturales –a pesar de sostenerse sobre la plataforma común del pensamiento liberal de los autonomistas– fue, entonces, un motivo de desacuerdo que resurgía una y otra vez.

Específicamente respecto de la cuestión bibliotecaria, la discusión sobre la utilización de los fondos públicos vertebró la polémica que mantuvieron en 1877 Vicente Quesada, director de la Biblioteca Pública de Buenos Aires entre 1871 y 1879, y Domingo F. Sarmiento a propósito del sistema de bibliotecas que debía promover el Estado (Buchbinder, 2018). En este momento de “formación inicial del campo”[26] (Planas, 2019) se debatía si en el favor oficial debía primar el modelo de biblioteca como institución ligada a la conservación documental y destinada a los estudiosos que proponía Quesada o el de inspiración norteamericana centrado en las bibliotecas populares que, impulsado por Sarmiento, la entendía como parte de un programa más amplio de incorporación de la población a la educación elemental (Buchbinder, 2018). En todo caso, ambos reforzaban la conceptualización de las bibliotecas como agentes de civilización y, por lo tanto, la necesidad de una intervención gubernamental activa en la materia.

En el parlamento, sin embargo, el financiamiento de la Biblioteca Pública no era puesto en cuestión como el de otras instituciones, oficiales o populares. Asuntos como el sostenimiento de la Escuela de Música y Declamación de la provincia creada en 1874[27] o la petición de subsidio presentada por la Biblioteca de San Fernando ante la Cámara de Diputados en 1879, resultan, por el contrario, significativas como puntos de visibilización de posturas en conflicto. Las dos concernían también al “progreso intelectual y espiritual” del pueblo y, por ello, se hallaban estrechamente ligadas a las ideas de civilización y democracia (Malosetti Costa, 2007). Sin embargo, importantes diferencias se plantearon durante su tratamiento: la primera fundada en el aporte dispar que se atribuía a la cultura letrada y a las artes para el proyecto civilizatorio; la segunda, relacionada con los modos y alcances de la intervención oficial en cada uno de los casos. Mientras la Escuela de Música había sido creada por el gobierno que establecía sus pautas de funcionamiento, nombraba su personal y asignaba fondos públicos permanentes a su sustento, las bibliotecas populares, mantenidas y administradas por sus socios mediante mecanismos participativos, sólo requerían de una colaboración estatal pecuniaria que estaba sujeta a la disponibilidad presupuestaria y cuya asignación debía ser solicitada voluntariamente por las entidades.

En efecto, la votación de los $600.000 anuales que costaba la manutención de la mencionada Escuela fue motivo para que en febrero de 1876 varios diputados alzaran su voz contra la necesidad de que el Estado financiara actividades que tenían una trascendencia “meramente moral”. El tópico fue debatido en profundidad ese año durante dos sesiones de la Cámara por grupos con posiciones antagónicas: los fervientes defensores de su sostenimiento (Miguel Cané y Luis V. Varela[28]) y sus detractores acérrimos (Rafael Hernández y Julio Fonrouge[29]). Los argumentos de estos últimos, aplicaban la lógica del liberalismo a la cultura y se fundaban en las urgencias económicas de la provincia que imponían recortes a algunos sectores y que impelían a concentrar los recursos en aquellas áreas consideras “útiles”. Aunque en esa ocasión se decidió conservar la Escuela, ante la acuciante situación financiera del gobierno bonaerense durante los años siguientes los cuestionamientos se reiteraron con frecuencia –incluso por parte del mismo gobernador Carlos Tejedor– hasta que en 1882 se resolvió, finalmente, su cierre (Massone y Olmello, 2018).[30]

Si, a diferencia de esta institución educativa el sostenimiento de la Biblioteca Pública de la capital no fue nunca puesto en entredicho, eso se debió, en gran parte, a que no existía un consenso sobre la relevancia de las artes en la construcción de la futura Nación como sí lo había respecto de la centralidad de los libros en la promoción de una cultura científica (Planas, 2019). Mientras estos se consideraban instrumentos de saber, la música –como el dibujo– era vista como parte de la educación del “alma” y de los sentimientos. Para algunos, su cultivo era un lujo que sólo cabía a las sociedades y a los individuos más ricos y que podía, por lo tanto, ser costeado de manera privada; para otros, era un complemento imprescindible de las escuelas comunes dado que contribuía a fomentar “el patriotismo, la virtud y el bien”.[31]

La valoración positiva de la cultura escrita no implicaba, sin embargo, que se destinaran recursos a la creación de bibliotecas en el interior de la provincia a imagen y semejanza de la que funcionaba en la capital, sino que, como vimos antes, estas eran dejadas en manos de la iniciativa privada y sometidas de la asignación eventual de subsidios. Los problemas que entrañaba dicho sistema, quedaron de manifiesto en el antedicho pedido elevado a la Cámara por la Biblioteca de San Fernando, institución que contaba, incluso, con su propio museo. Su director explicaba allí que “el servicio y fomento de semejantes establecimientos, no puede sostenerse con los limitados y eventuales recursos que proporciona la generalidad de un vecindario de campaña, el mas [sic] pequeño partido en que ella está dividida”[32]. Tal como sucedía en otros puntos del territorio, habiéndose suprimido la ley nacional y suspendido la contribución provincial, el mantenimiento, la actualización y la ampliación de las instituciones del interior se volvían inviables. En palabras de Madero,

Las Bibliotecas Populares establecidas en pueblos de campaña, son las que más protección merecen y necesitan y las que es justo acordársela, por el gran servicio que prestan para la educación del pueblo, y porque carecen de todos los recursos que proporciona la ciudad de Buenos Aires, tan populosa, ilustrada y rica, y principalmente; porque es en la campaña donde se hace más necesario difundir la ilustración.[33]

El diputado Pascual Beracochea[34] en su argumentación a favor de la entidad, retomó esta nota e hizo hincapié en las condiciones diferenciales de la ciudad de Buenos Aires y de la campaña que justificaban una intervención del Estado en esta última, transgrediendo los fundamentos originales del modelo asociativo. Según su punto de vista, refrendado por el voto de la Cámara, mientras en la capital los ciudadanos podían y debían costear estos proyectos como en otros lugares del mundo, en los pueblos, donde los recursos eran precarios y la población escasa, la ayuda oficial era imprescindible y una negativa suponía “decretar la muerte ó la desaparición” de las bibliotecas. De acuerdo con ello, se aprobó la ley según la cual se otorgaba un subsidio mensual de $1.000 al establecimiento de San Fernando que se mantuvo hasta el final del período considerado en este trabajo. No es casual que, veinte años después, esta institución fuera citada por su desenvolvimiento ejemplar entre intelectuales y funcionarios (Lemée, 1898, p. 131; Belín Sarmiento, 1887, pp. 7-8).

Esta situación, sin embargo, no era la de la mayoría de las bibliotecas populares que se vieron sometidas a constantes penurias financieras. Así quedó evidenciado en 1877 cuando se trató el presupuesto para el año siguiente. El Ministro de Gobierno, cuya cartera era la responsable de la asignación de subvenciones, indicó que los $500 mensuales que se otorgaban para este fin no alcanzaban para concederlas a todas las bibliotecas que las solicitaban y estaban en derecho de obtenerlas. Más allá del consenso sobre la importancia de su tarea civilizatoria, el pedido de aumento de la partida solicitado por el funcionario no fue tenido en cuenta, siendo aprobado el monto general de $50.000 anuales vigente hasta entonces.

En todo caso, más allá de las variaciones, durante el período considerado se mantuvo el mecanismo de subsidios que permitía el ajuste regular de los montos en función de la disponibilidad de dinero y de los posicionamientos de las autoridades. Los intentos o presunciones de sistematicidad eran observados con recelo, impugnados o ignorados. Así lo manifestaría el mencionado Fonrouge ante lo que percibía como un temible aumento en la concesión de becas a Europa en 1881,[35] y así se deduce del relato de Carlos Lemée (1898) respecto de sus frustradas tentativas para organizar una red de bibliotecas públicas rurales durante su gestión en el Ministerio de Obras Públicas en 1897. En este sentido, los documentos dan cuenta de las resistencias que suscitaba entre algunos legisladores la instauración de un sistema proteccionista que supusiera una tutela permanente del Estado sobre las instituciones culturales.[36] Según los parlamentarios que participaron en estos debates, la función del gobierno debía ser la de un buen padre y administrador que distribuyera los fondos públicos de acuerdo con el criterio de utilidad y de racionalidad. Ahora bien, una divergencia se planteaba en la definición de dichos principios: mientras para algunos, como Julio Fonrouge y José F. López, las artes eran un lujo reservado a los países más avanzados, para otros, como Andrónico Castro o Luis Varela, era el fomento de esas disciplinas el que contribuía a la civilización.

En efecto, a poco de inaugurarse la década del 80, los legisladores enunciaron de manera directa esta concepción paternalista del gobierno[37]. Vale la pena citar in extenso la intervención del diputado López en respuesta a la pregunta sobre cuáles debían ser las obligaciones de los Estados respecto de los ciudadanos:

El estado no es otra cosa que un administrador de la renta del pueblo, y como administrador leal, estudioso y progresista, no puede emplear esa renta en otros objetos que en el progreso mismo de ese pueblo, aumentado su bienestar, su riqueza.

Asegurar el pan es la primera condición, porque el Estado es un padre de familia.

El Estado no puede salir de esta regla de buena administración.

El Estado, como buen padre, empieza por darle á su familia lo que necesita; es decir, primero el pan, y después su educación, y en seguida, si puede, asegura su industria.

Cuando un padre de familia ha llenado estas necesidades, que constituyen la subsistencia de la vida de familia, entónces ese padre de familia procede á darle otros adornos de educación, que se llaman de lujo; pero un Estado, cuando aun no ha asegurado el pan, no debe comenzar por el lujo, porque comenzar por el lujo, es acabar por la miseria.[38]

No deja de llamar la atención que, si bien el régimen jurídico de la Argentina establecía una diferencia entre el poder provincial –con capacidad de legislar y, por lo tanto, autoridad de carácter político– y los municipios como entes administrativos emanados del anterior (Ternavasio, 1991), las concepciones en pugna al interior mismo del organismo legislativo replicaban, en gran medida, algunos de los principales argumentos que atravesaban la cuestión municipal en ese mismo momento. Al identificar sus funciones con las de la familia, célula básica de la organización política, los diputados bonaerenses retomaban el modelo clásico del Estado que se fundaba sobre el derecho natural y legitimaba un orden basado en la jerarquía. Asimismo, la idea de administración se hallaba ligada a la necesidad de diseñar un orden y, por ende, a la existencia de una instancia planificadora liderada por principios racionales que suponía la subordinación de la sociedad (Ternavasio, 1991).

Si bien estas controversias en torno a la definición y a las atribuciones del gobierno provincial merecerían un análisis específico y profundo, vale la pena reseñarlas aquí para dar cuenta de que los alcances del Estado constituían un problema conceptual que subyacía a las decisiones políticas en un momento de discusiones sobre la centralización o descentralización de los poderes. La promoción de la cultura, en sus diversas formas y más allá de la educación elemental, emergía, debido a los desacuerdos respecto de su “necesidad”, como un área de conflicto donde dichas posiciones se volvían explícitas en las voces de los representantes.

 

Conclusiones

La segunda mitad de la década de 1870 en la provincia de Buenos Aires estuvo signada tanto por las consecuencias de la crisis económica como por los conflictos políticos en torno a la definición del papel que esta región desempeñaría en el Estado nacional en proceso de consolidación. Ambos aspectos suponían una reflexión y un debate sobre los alcances y las limitaciones de la intervención gubernamental en distintas áreas, así como de las formas que esta debía asumir. A pesar de tratarse del territorio más favorecido del país en términos económicos, sociales y culturales, su situación distaba de ser homogénea: la concentración de población y de servicios en la ciudad de Buenos Aires evidenciaba un desequilibrio con la campaña bonaerense que se manifestaba con claridad en los índices educativos y en el desarrollo de las instituciones culturales. Así, en materia bibliotecaria, mientras el gobierno provincial se encargó de mantener la biblioteca pública de la capital hasta que esta pasó a la órbita de la Nación luego de la federalización, en el interior puso en marcha un sistema de subsidios, discontinuo y asistemático, que, imitando la iniciativa sarmientina, estaba destinado a contribuir al sostenimiento de las bibliotecas populares fundadas por asociaciones civiles.

De acuerdo con esta idea, se redactaron las primeras medidas legislativas que, sin tener aún la organicidad de una política pública, dieron cuenta del reconocimiento de la cuestión y de la voluntad de estimular y controlar su desenvolvimiento, tal como lo estaba haciendo la administración nacional. La inclusión del tema en la Ley de Educación Común de 1875, la articulación con la Dirección General de Escuela y los discursos de intelectuales como Sarmiento y Estrada junto a los argumentos desplegados por varios parlamentarios,  evidencian que las bibliotecas populares eran consideradas como parte del problema de la Instrucción Pública en tanto favorecían la expansión de las competencias lectoras, pero, a diferencia de las escuelas, no integraban el sistema educativo de manera plena, ya que su creación y sostenimiento quedaban en manos privadas y su estímulo permanecía sujeto a las disponibilidades presupuestarias. Así, los subsidios, aunque permitían preservar la autonomía de las asociaciones, tenían un carácter coyuntural y discrecional que, otorgando mayor flexibilidad a las autoridades gubernamentales, no ofrecían garantías de protección a las instituciones beneficiadas. Estas razones que se sumaban a la confusión sobre las dependencias burocráticas a cargo de la asignación y distribución de las subvenciones, dificultaron la aplicación efectiva de lo establecido en las normas.

En un contexto de reducción del gasto público, de frecuentes disputas armadas y de organización del territorio provincial, la cuestión bibliotecaria y, aún más, las referidas a la promoción cultural en general, quedaron desplazadas a un segundo plano, a diferencia de otras áreas consideradas primordiales para el desarrollo educativo cuyo fomento permitió la conformación de una burocracia específica (Rodríguez, 2019). Si en la Legislatura, con motivo del debate sobre las leyes de presupuesto y sobre el otorgamiento de becas, ayudas y subsidios, muchos representantes planteaban de manera explícita sus prevenciones contra el proteccionismo de las artes por su carácter de “adornos” de poca utilidad, todos consensuaban sobre la necesidad de fomentar y socorrer, de manera limitada y condicional, el desarrollo de las instituciones dedicadas a la cultura letrada. Asociadas ambas a la idea de civilización, la segunda aparecía, sin embargo, como requisito ineludible del progreso y del avance de la sociedad moderna. En este contexto, el Estado provincial era concebido por parte de sus representantes como padre y administrador que distribuía recursos en función de los criterios de utilidad y racionalidad, sustentado por la creencia en la superioridad de sus juicios. La delegación de atribuciones e iniciativas en la sociedad civil como las bibliotecas populares, contribuía, así, a una descentralización que apuntaba al doble objetivo de fortalecer la participación ciudadana reduciendo las cargas y las obligaciones estatales en la materia.

 

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[1] Este recorte temporal coincide en su término inicial con la promulgación del primer decreto provincial sobre la cuestión de las bibliotecas populares y en su punto final con la federalización de la ciudad de Buenos Aires (20 de septiembre de 1880) y la reorganización del gobierno provincial que esta supuso.

[2] Sobre los conceptos de política estatal y de “cuestión”, véase Oscar Oszlak y Guillermo O’Donnell (1995) y la introducción al presente dossier. Como afirman ambos autores, las políticas públicas se definen a partir del reconocimiento de la problematización de un asunto y su estudio requiere, por lo tanto, de la reconstrucción de esta etapa de iniciación (Oszlak y O’Donnell, 1995, p.  111).

[3] Aportes significativos a la cuestión son los capítulos reunidos en M. B. Plotkin y E. Zimmermann (2012a y 2012b).

[4] A propósito de la estructura burocrática de la provincia de Buenos Aires anterior al peronismo, los análisis específicos son muy escasos. Entre ellos pueden mencionarse las investigaciones de Luciano Barandiarán sobre el Departamento de Trabajo bonaerense entre 1917 y 1945 (Barandiarán y D’Agostino, 2016) y la tesis de maestría de Noelia Fernández dedicada al Ministerio de Obras Públicas durante el gobierno de Manuel Fresco y sus más recientes trabajos sobre la acción de esta dependencia entre 1917 y 1943 (Fernández, 2014). Asimismo, cabe señalar la existencia los estudios publicados sobre cuestiones puntuales como la beneficencia, la educación o la justicia contenidos en obras colectivas, artículos y tesis doctorales recientes que dan cuenta de dicho problema. V.g. Lionetti (2009; 2010); Lionetti y Míguez (2010), Di Gresia (2014), De Paz Trueba (2019).

[5] La incorporación del concepto de cultura como nucleador de todo aquello vinculado a la producción y el consumo simbólico sucedería más tardíamente y sería el resultante de los procesos de configuración estatal y de su organización en áreas especializadas (Brunner, 1985). Aunque el término se usara en la prensa estrechamente asociado al de civilización para aludir a la función social de las Artes y las Letras, no era de utilización habitual en los discursos oficiales consultados.

[6] A pesar de no poder abordarlo aquí en profundidad, creemos que sería fructífero enmarcar estos procesos en transformaciones más generales que atañeron a otras instituciones culturales, como los museos, en las cuales la acción privada apareció ligada a la ayuda gubernamental en aspectos vinculados a la educación de la población. En efecto, fue en 1872 que se fundó el primer museo en la provincia: la casa “El Molino” de Andrés Vaccarezza en el partido de Alberti. De manera preliminar, sin embargo, es posible señalar que, en el caso de las bibliotecas populares, los gestores de las entidades fueron asociaciones civiles interesadas en la promoción de la cultura letrada y no aficionados y amateurs sustentados por su red de sociabilidad como sucedió en general con los museos (Pupio y Piantoni, 2018). Eso explicaría su enorme proliferación ligada a la expansión asociativa en el territorio bonaerense: mientras que hasta 1940 solo se abrieron 17 museos en la provincia (3 hasta fines de la década de 1920), en 1914 ya se contabilizaban, de acuerdo con el censo de población, 104 bibliotecas populares. Para ellas, vincularse con el Estado suponía recibir su apoyo manteniendo los derechos de propiedad y administración de las instituciones y sin transformarse en organismos de dependencia oficial. Agradezco a la Dra. Alejandra Pupio por facilitarme la información referida a los primeros museos bonaerenses.

[7] Los guarismos anunciados por los medios oficiales indicaban un aumento que iba desde 108 bibliotecas en 1872 hasta 182 en 1876 (Planas, 2017; Giordanino, 1998).

[8] En otras ocasiones, se ha llamado la atención sobre la necesidad de relativizar esta afirmación en el contexto de las regiones incorporadas más tardíamente al Estado nacional, como las del sudoeste de la provincia de Buenos Aires. Allí, a pesar de la ausencia de mecanismos de promoción específicos, se fundaron bibliotecas sostenidas por asociaciones de particulares que funcionaron como marca y como resultado del crecimiento urbano (Agesta, 2020).

[9] Hay una leve diferencia entre quienes sabían leer y quienes podían también escribir. Estos últimos componían el 28,4% de la población.

[10] 7ma sesión ordinaria. Diario de sesiones de la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires (DSCDBA). Buenos Aires, 19 de septiembre de 1879, p. 940. En todas las citas textuales se respeta la ortografía original.

[11] Pablo Pineau sostiene una hipótesis según la cual la provincia de Buenos Aires fue el lugar en que los sectores conservadores ensayaron las propuestas educativas que luego implementaron a nivel nacional, no a la manera de una “práctica de laboratorio” sino como consecuencia de la circulación de funcionarios y obras pedagógicas (Pineau, 1997, p. 19).

[12] Mediante esta ley se creó una Dirección General de Escuelas (DGE) y un Consejo General de Educación que permanecieron vigentes hasta 1949 y organizaron el sistema escolar de acuerdo a los principios de autonomía jerárquica y gobierno colegiado. Ella concedía, además, un papel importante a los Concejos Escolares municipales a los que competía la designación de maestros, el establecimiento de nuevas escuelas, la administración de las rentas, el control sobre el cumplimiento de la obligatoriedad escolar y el desempeño de los docentes y el contacto directo con la DGE (Pineau, 1997, p. 32).

[13] Tal como se ha precisado en la Introducción al presente dossier (Cernadas y Agesta) y en otras oportunidades (López Pascual y Agesta, 2019), de ninguna manera se pretende afirmar que Estado y sociedad civil fueran dos compartimentos estancos desconociendo las objeciones teóricas que se han hecho a esta diferenciación (Saltalamacchia, 2015). A pesar de ello, consideramos que la díada resulta operativa para dar cuenta de ámbitos que, aun desde los primeros escritos sarmientinos y en los fundamentos mismos de las entidades asociativas de la época, se planteaban como esferas interrelacionadas pero que gozaban de cierta autonomía. Mientras que el Estado alude al “conjunto de instituciones para la toma de decisiones y su ejecución” (Caravaca, 2011, p. 12), la sociedad civil es entendida como aquel sector de la vida ciudadana que trascendía las instancias partidarias y gubernamentales, aunque mantuviera con ellas una relación estrecha. 

[14] Ley n.o 988. Educación Común. Buenos Aires. (Capítulo V), 26 de septiembre de 1875. Disponible en: https://normas.gba.gob.ar/documentos/042KwfNB.pdf Durante el período considerado, no se encuentran menciones a la constitución efectiva de dicha asociación. Una primera entidad de esta naturaleza –aunque de vida efímera– se produciría en la provincia a partir de la sanción del decreto emitido en 1897 por el gobernador Máximo Paz. Para entonces el número de bibliotecas populares en el territorio se había reducido a 21. (Lemée, 1898, pp. 126-127) Habría que esperar hasta 1909 para que se conformara una nueva institución de fomento que gozara de una mayor estabilidad. (Ministerio de Gobierno..., 1915).

[15] Las modificaciones introducidas por el Senado fueron tres: la especificación del área del presupuesto de la cual se obtendrían los recursos mencionados, la exclusión de los montos por venta de libros de las condiciones del subsidio y la eliminación del Poder Ejecutivo como instancia final de la solicitud de las asociaciones. 32va Sesión ordinaria. DSCDBA. Buenos Aires, 10 de septiembre de 1875.

[16] El proyecto de Estrada contemplaba que el Consejo Superior de Educación proporcionara a las bibliotecas un catálogo de los mejores libros disponibles en el mercado y modelos de estatutos. A su vez, exigía que las sociedades remitieran a ese organismo un ejemplar original de sus reglamentos internos y los fondos reunidos para la compra de libros. También preveía el envío de inspectores para realizar el inventario de bienes de las asociaciones y mecanismos para controlar el movimiento de las bibliotecas y la administración de sus gastos. (Estrada [1870], 2011, pp. 225-226)

[17] Esta institución fue inaugurada luego de que se nacionalizara la Biblioteca Pública de Buenos Aires creada por Mariano Moreno en 1810 con motivo de la federalización de la capital bonaerense en 1880. Con la fundación de La Plata en 1882, a manera de compensación, se creó una nueva biblioteca para la provincia que funcionó durante sus primeros años en el Museo General “La Plata” y que, después de 1905, pasó a depender de la Universidad Nacional de esa ciudad (Dorta, 2017).

[18] Información extraída de: Gobierno de la Provincia de Buenos Aires (GPBA). Ley no 880. Presupuesto General para 1874. Buenos Aires, 21 de febrero de 1874; GPBA. Ley no 949. Presupuesto General para 1875. Buenos Aires, 10 de marzo de 1875; GPBA. Ley no 1027. Presupuesto General y cálculo de recursos para 1876. Buenos Aires, 29 de mayo de 1876; GPBA. Ley no 1092. Presupuesto y recursos para 1877. Buenos Aires, 29 de enero de 1877; GPBA Aires. Ley no 1268. Presupuesto General para 1879. Buenos Aires, 20 de diciembre de 1878.

[19] Las becas constituían el mecanismo más difundido a fines del siglo XIX y principios del XX para apoyar la formación artística y profesional de los y las jóvenes. Así sucedía también tanto a nivel nacional (Malosetti Costa, 2001) como municipal (Bracamonte, 2019).

[20] Las agencias y las normativas estatales abocadas al fomento y la protección bibliotecaria fueron el resultado de un proceso no lineal que supuso avances y retrocesos permanentes. Luego de derogada la Ley nº 419 a nivel nacional en 1876, las bibliotecas quedaron bajo la jurisdicción de la Comisión Nacional de Escuelas y, más tarde, del Consejo Nacional de Educación. Asimismo, fueron incluidas en el capítulo VII de la Ley Nacional de Educación Común dictada en 1884 y la entrega de subsidios fue reglamentada en 1905. Recién en 1908 el sector contó nuevamente con una institución específica cuando el ministro de Justicia e Instrucción Pública Rómulo Naón restableció por decreto la ley de 1870 y la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares. (Agesta, 2019) Ese mismo año se reunió el Primer Congreso de Bibliotecas Argentinas y se creó la Asociación Nacional de Bibliotecas. A pesar del impulso dado a la actividad, fue recién en 1911 que se reglamentó el funcionamiento de la Comisión; en 1919 se dictó una nueva regulación que consolidó su accionar. En la región bonaerense, la estructura fue aún más inestable ya que, hasta la creación de la antedicha Dirección, se sucedieron varias comisiones que, luego de un breve período de funcionamiento, se disolvieron en todos los casos. Además de la mencionada en este artículo, se abrieron sendas comisiones de fomento en 1887 bajo la tutela de la Biblioteca Pública de La Plata y en 1910. El fracaso de esta última, implicó en 1914 el traslado de sus funciones al Ministerio de Gobierno bajo cuya dependencia directa continuaron hasta 1938. Este devenir institucional será objeto de análisis pormenorizado en futuras investigaciones.

[21] Al respecto, resulta elocuente la comparación entre el presupuesto destinado a educación (Instrucción Superior y Educación Común) y el asignado a la Policía de la provincia en 1879, momento álgido del conflicto entre Buenos Aires y el resto de las provincias y de expansión y consolidación de las fronteras territoriales. Mientras la primera recibía $3.925.000 anuales, la segunda tenía asignados $32.872.320, es decir, el 25% del presupuesto total. Gobierno de la Provincia de Buenos Aires. Ley no 1268. Presupuesto general para 1879. Buenos Aires, 20 de diciembre de 1878.

[22] Estas se concretaron muchas veces en enfrentamientos armados como el que protagonizaron los liberales nacionales liderados por Bartolomé Mitre en septiembre de 1874 (Bonaudo y Sonzogni, 1999).

[23] Mensaje del Poder Ejecutivo de la Provincia de Buenos Aires á la Honorable Asamblea Legislativa. Mayo 1o de 1876 (1877). Buenos Aires: Imprenta de M. Biedma, p. 5.

[24] 57va sesión ordinaria. DSCDBA. Buenos Aires, 17 de diciembre de 1877, p. 1435.

[25] Los debates sobre rol del Estado en la economía adquirieron especial relevancia en momentos de crisis como 1873, 1890, 1914 y 1930. Estas discusiones que han sido tratadas con amplitud por la bibliografía específica (Rocchi, 1998; Caravaca, 2011; Chiaramonte, 2012; entre otros) dan cuenta del pragmatismo que caracterizó la política económica argentina y que se fundamentó en la necesidad de evitar las posiciones doctrinarias y abstractas para adecuarse a la particularidad de las condiciones locales. Así, aunque durante esta etapa el librecambismo continuó funcionado como horizonte, amplios sectores del espectro político abogaron por una intervención limitada del Estado,

[26] Como indica Javier Planas (2019), entre 1870 y 1910 puede ubicarse la emergencia del campo bibliotecario en la Argentina. Este proceso fue el resultado tanto de la “objetivación el sistema bibliotecario” donde convivieron bibliotecas públicas, populares y obreras, como de la “construcción de un saber socialmente requerido” para su organización, en el cual jugaron un rol fundamental las publicaciones y los posicionamientos intelectuales.

[27] “Ley creando una Escuela de Música y Declamación”. DSCDBA. Buenos Aires, 1 de septiembre de 1874, p. 929.

[28] El escritor Miguel Cané fue electo diputado de la provincia en 1875, mientras que el abogado Luis Vicente Varela ocupó dicho cargo entre 1874 y 1880. Ambos estuvieron estrechamente vinculados a la vida intelectual -en especial, periodística- de la época y, además, mantuvieron una permanente e intensa actividad política (Cutolo, 1978, pp. 97-98 y 502-503).

[29] Rafael Hernández fue agrimensor, político y periodista y se desempeñó como diputado provincial entre 1875 y 1877. Julio Fonrouge, por su parte, se formó como abogado y ocupó esa misma banca en dos ocasiones: el período 1874-1877 y el comprendido entre 1881 y 1888 (Cutolo, 1978, pp. 570-571 y 111).

[30] Aunque escapa al marco temporal del presente artículo, los debates sobre el Estado y las artes que se produjeron durante el último cuarto del siglo XIX creemos que aportan a matizar la hipótesis planteada por Manuel Massone y Oscar Olmello (2018) al respecto de la centralidad de la crisis de 1890 y del accionar de Alberto Williams para el fracaso del modelo de educación musical oficial antes de 1924. Los cuestionamientos a la intervención estatal en la materia se manifestaron con anterioridad a dicha crisis, adquiriendo mayor consenso en épocas de penuria presupuestaria cuando, como dijo el Diputado Centeno en 1878, “el hilo se corta por lo más delgado”. En futuros trabajos se ahondará en estas cuestiones que quedan aquí planteadas.

[31] 16va sesión extraordinaria. DSCDBA. Buenos Aires, 21 de febrero de 1876, p. 1653.

[32] 7ma sesión ordinaria. DSCDBA. Buenos Aires, 19 de septiembre de 1879, p. 939.

[33] 7ma sesión ordinaria. DSCDBA. Buenos Aires, 19 de septiembre de 1879, p. 940.

[34] Jurisconsulto nacido en Buenos Aires que se desempeñó como diputado nacional entre 1890 y 1894 (Cutolo, 1978).

[35] 14va sesión ordinaria. DSCDBA. Buenos Aires, 8 de junio de 1881, p. 399.

[36] Son varias las expresiones que pueden rastrearse en este sentido en las sesiones de la Cámara de diputados bonaerense durante las últimas décadas del siglo XIX. A manera de ejemplo, pueden citarse las intervenciones de Fonrouge en la sesión del 8 de junio 1881 en la cual manifestó claramente ser “enemigo radical de todo sistema de proteccionismo á las artes y á las letras, y por es creo que si el Gobierno y la Legislatura han de aceptar como sistema el proteccionismo, debe empezar por proteger las cosas mas necesarias”. Sus declaraciones suscitaron la adhesión de algunos de sus colegas como J. F. López y la réplica de otros como Pellegrini y A. Castro. 14va sesión ordinaria. DSCDBA. Buenos Aires, 8 de junio de 1881, p. 397 y subsiguientes.

[37] Son frecuentes también las alusiones indirectas a través del uso de metáforas derivadas del orden familiar, como aquella que equipara a los ciudadanos con los hijos.

[38] 14va sesión ordinaria. DSCDBA. Buenos Aires, 8 de junio de 1881, p. 399.